El escritor vive física e intelectualmente en un lugar, a primera vista, inverosímil: un barrio y una ciudad excéntricos, lejos de la crema de la intelectualidad parisiense. Al mismo tiempo, es un ambiente adecuado para un hombre —se le presenta como sociólogo y filósofo; en realidad es un humanista, o un cartógrafo de su tiempo— que piensa a su ritmo y a contrapié. En su obra disecciona las transformaciones profundas en nuestras sociedades, desde que en La era del vacío definió todo un tiempo y hasta su último ensayo, Le nouvel âge du kitsch (la nueva edad del kitsch), coescrito con Jean Serroy y publicado la pasada primavera en Francia. El 20 de marzo de 2024, Anagrama publicará La consagración de la autenticidad, que en Francia salió a la venta en 2021.
Lipovetsky, coautor de El lujo eterno, creció en una familia modesta de origen inmigrante. Por parte de padre, judíos del este de Europa. Por la de la madre, italianos. Pero él es hijo, y una perfecta encarnación, de la Francia laica y republicana, integradora, la Francia ilustrada que ni se planteaba si pertenecía a una comunidad, ni le quitaba el sueño la identidad, ni le importaba demasiado. Eran otros tiempos. Nunca le interesó indagar en los orígenes ni reclamar de ellos. Y es tajante: “Me interesa el presente y el futuro. El pasado, no. En absoluto”. No hay mejor carta de presentación.
Usted escribió hace unos años: “No siento ningún gusto particular por el lujo”. ¿Debemos creerle?
Sí. De verdad. Ninguno.
¿De verdad?
Mi mirada sobre el lujo es externa.
Seguro que usted tiene lujos.
No, no. Soy, modestamente, un intelectual. Lo que más me interesa es hacer libros, pensar. Los griegos y, particularmente Aristóteles, consideraban que el pensamiento era la cumbre de la felicidad, y que la vida contemplativa permitía la culminación del hombre porque es un ser pensante. En las sociedades modernas y materialistas, nos fijamos en las riquezas materiales como la vía de acceso al bienestar. Pero yo, por mi parte, encuentro infinitamente más felicidad y satisfacción personal al entender las rarezas, las contradicciones, los excesos del mundo. No ha dejado de apasionarme. Es infinito. El pensamiento no tiene límites, mientras que la relación con las cosas materiales sí los tiene. Podría comprarme trajes, qué sé yo, de Armani, pero al cabo de unos cuantos trajes, ¿qué? Tampoco voy a tener un centenar. Comprender es difícil, a veces deprimente, porque no encontramos la clave, pero al mismo tiempo proporciona muchas satisfacciones y llena la vida. Da una vida rica, no en el sentido del lujo, sino rica en el interior. No es que yo tenga una voluntad ascética, pero el lujo no me interesa, me da igual.
Y, sin embargo, le ha apasionado como tema de estudio.
Es casi una paradoja. Pero pienso que es bueno no adherirse totalmente a lo que estudiamos. En este caso, lo miro desde fuera, más bien con simpatía, porque, como sabe, y se me ha criticado por esto, no soy un pensador apocalíptico. Soy spinozista y hegeliano. Quiero entender. Para mí, la vida intelectual no consiste en juzgar ni en denunciar, sino, ante todo, en entender. Los intelectuales denuncian el neoliberalismo, el capitalismo, el consumo, la mundialización, la inteligencia artificial. Parece que la crítica es el signo de un buen pensamiento. Yo tengo dudas sobre eso. Creo que la tarea de un filósofo es la cartografía y la radiografía. Fijar la anatomía de nuestro mundo, cómo funciona. En un segundo tiempo, se pueden hacer las críticas, y hay que hacerlas, pero bajo la condición de que con anterioridad las cosas se hayan dicho bien. Lo que sucede es que, cuando se describe bien, no suele haber maniqueísmo.
¿Con el lujo, por ejemplo?
Sí. Hay veces en las que es difícil de aceptar, pues hay una inmoralidad en él. Pero si tomamos distancia, ¿hay que echarlo todo al mar? ¿No debe existir?
No es su posición.
No. Pero no por razones morales. Por razones morales, el lujo no se justifica. Pero la moral no lo es todo en la vida.
¿Por qué no se justifica el lujo moralmente?
Va usted a un hotel de lujo y paga 4.000 euros por noche. Mientras tanto, hay personas sin techo. Algunos tienen demasiado y otros no bastante. Algunos no saben qué hacer con su dinero y otros no tienen lo básico. Si yo fuese un sabio que observase el planeta, diría que es curioso cómo funciona. Unos tienen aviones privados, contaminan el planeta, viven en residencias inverosímiles, poseen bolsos de 20.000 euros. Y los otros van al supermercado y miran si pueden ahorrarse 20 céntimos para comprarse un queso o una manzana. Hay algo de despilfarro en el lujo, algo que, desde el punto de vista de la ética y la justicia social, plantea un problema.
¿Todo el lujo es así?
Es un viejo debate. Los griegos y los romanos tenían una posición interesante. Decían que el lujo privado es malo, porque demuestra hybris: exceso y vanidad. En aquella época, el lujo privado eran los cosméticos: la mujer se pone cremas y colorines para engañar. Es vieja y quiere parecer joven. El lujo es mentira y vanidad. En la tradición cristiana, los padres de la Iglesia retomarán esta denuncia. Al mismo tiempo, los griegos y los romanos celebraban el lujo público. Los ricos hacían donativos para la ciudad, para construir estadios y monumentos. He aquí un lujo legítimo, y no estoy lejos de pensar igual. Porque, si tuviésemos que eliminar todas las manifestaciones del lujo, ¿el planeta sería más bello, más deseable? Pienso que no. ¿Qué van a ver los turistas? Las maravillas del mundo. Las pirámides, el templo de Angkor, Granada. En su época eran grandes lujos, los palacios de los reyes. ¿Y nuestros museos? Son lujos inverosímiles. ¿Hay que prescindir de ellos? ¿El Prado sirve a los sin techo de Madrid? ¿Hay que arrasarlo? No. Hay una aspiración humana, también legítima, a la belleza y la grandeza, al encanto de las cosas. No somos solo seres éticos.
No todo el lujo es amoral.
Es paradójico. Hay una parte aceptable, deseable, incluso necesaria.
“Incluso el último de los mendigos lleva encima algún objeto superfluo. Redúzcalo a sus necesidades naturales y el hombre es una bestia”, escribe usted citando a Shakespeare. ¿El lujo es lo que nos hace humanos?
Sí. ¿Conoce a mucha gente que se case y vaya a comer a un McDonald’s? No. El día de la boda, incluso las personas más modestas hacen una fiesta. Y la fiesta, como decía Georges Bataille, es la forma primitiva del lujo. Desde que los hombres existen, desde el Paleolítico, ha habido manifestaciones del lujo. Ninguna civilización lo ha ignorado. No hablamos de las marcas, claro. Pero ¿por qué la fiesta es lujo? Porque va más allá de las necesidades. Se gasta sin contar. Es la prodigalidad, que encontraremos en la ética de los señores, en la Edad Media. El noble no cuenta el dinero, contar es para los burgueses, es despreciable. Desde siempre los hombres han construido modelos de vida que no se reducían a sobrevivir: comer, beber, defenderse. Siempre ha habido otra dimensión y el lujo forma parte de ello. Se puede tener un punto de vista moral, pero, desde un punto de vista antropológico, no hay humanidad sin lujo.
¿No hay humanidad sin lujo?
No. Se puede juzgar que es obsceno, pero así es el Homo sapiens. Spinoza decía que hay que aceptar a los hombres tal como son. Podríamos reconstituir el mundo y decir: “Deberían ser de otra manera”. Mientras tanto… ¡Nunca ha habido tanto lujo! Y se ha democratizado. La pasión por el lujo no es solo un asunto de los ricos. Está por doquier.
Un oxímoron, el lujo democrático.
Pero es un oxímoron contemporáneo. Antes no era así. Durante tiempo el lujo era para la élite social, y solo para ella: la aristocracia y la corte, y después la gran burguesía que copiaba el modelo de los señores. Pero el pueblo ni siquiera tenía el gusto ni el deseo del lujo. Le haré una confidencia. Yo soy de la generación de los años sesenta. En esta época, yo apenas sabía qué era el lujo, me habría costado citarle ni una sola marca de lujo. No me interesaba y consideraba que el lujo era para las señoras mayores.
¿Qué ha cambiado en nuestras sociedades desde entonces?
Hoy los jóvenes aman el lujo. Incluso en las favelas. Conocen las marcas. Lo que ha cambiado es que el lujo también es para los modestos. Ha habido una revolución cultural. Antaño era: “El lujo no es para nosotros”. Ahora es: “¿Por qué no?”. Los grandes emblemas del lujo eran el ocio, los viajes, el turismo, las bellas marcas. Hoy todo el mundo aspira a ello. ¿Quién no desea ir de viaje a un hotel? ¿O pasar dos días en un spa, o comprarse un bolso de Hermès o Loewe? Antes, en un medio social modesto, le miraban de manera negativa porque se consideraba que quien hacía esto quería mostrarse. Hoy ya no es indigno. Se ha democratizado, no tanto el lujo como el gusto por el lujo.
¿Y hay una democratización de las posibilidades de acceso al lujo, también?
Sí, de las posibilidades de acceder a un cierto lujo. Porque se ha vuelto plural. Antes no. Estaban las carrozas, los lacayos, los castillos. Todo era únicamente para los grandes privilegiados. Ahora uno puede comprarse un llavero Vuitton. O un perfume Dior o Chanel de vez en cuando. O un pintalabios. Al mismo tiempo, se ha reconstituido un lujo inaccesible, un ultralujo, un hiperlujo, para los milmillonarios. Cada vez hay más en el mundo. Y el lujo se ha mundializado. Antes las grandes marcas eran europeas y el mercado era Europa y América del Norte. Ahora está China, la India. La verdadera crítica no es tanto al lujo, sino a la distribución de la riqueza. Si no hubiera ricos, no habría lujo. Es fácil denunciar el lujo, pero si lo hay es porque hay fortunas.
Usted acaba de publicar un libro en Francia sobre el kitsch donde analiza el mal gusto en el lujo. Pero el lujo se asociaba históricamente a lo elegante, a lo selecto, al buen gusto. ¿Ya no es así?
El lujo era lo más bello, lo más caro y lo más raro. Y, por tanto, lo más deseable. Y he aquí que hoy un cierto número de marcas prestigiosas coquetean con el kitsch, el mal gusto, lo feo, incluso lo vulgar y lo obsceno. Pienso que comenzó en los años noventa con el porno chic en la comunicación de las marcas de lujo, con anuncios publicitarios con alusiones pornográficas y a la zoofilia. Aquello fue un inicio. Después continuó. Mire lo que hizo John Galliano. Hizo desfiles con mendigos y top models al mismo tiempo para vender vestidos de alta costura que cuestan decenas de miles de euros. Hay ahí algo vulgar, un espectáculo que se quiere artístico pero que puede relacionarse con el mal gusto. No es una falta moral, no hace daño a nadie. Ahora Balenciaga y otros presentan zapatos crocs, que eran lo contrario de chic, y ahora se venden por centenares de euros. Es un vuelco: el kitsch se convierte en chic. También lo vemos en el arte. Los artistas acusados de ser kitsch son los más caros.
¿Piensa en Jeff Koons?
Sí. O en Damien Hirst. Desde el siglo XIX el kitsch era lo barato, lo cheap. Ahora los artistas asociados al kitsch son los más caros del mundo.
Una parte del lujo se ha vuelto democrático. Y lo popular ha conquistado el lujo bajo la forma del kitsch. ¿Es la venganza de lo popular?
Un poco, sí. La venganza de la democracia. Durante mucho tiempo se despreció al pueblo porque ama lo que brilla. Pero mire a Trump. Le gusta lo cantoso. Paradójicamente, los ricos se unen al gusto popular.
¿Cómo lo explica?
El auge del capitalismo de consumo y de la individualización han roto las culturas de clase. Durante siglos y milenios, los comportamientos de las élites no tenían nada de individual, eran obligaciones. Cuando tenían castillos o vestidos dorados, no era que les gustase, era una obligación de casta.
¿Eran códigos?
Sí. Si no, se los rechazaba. Más tarde, en la modernidad, el mundo del lujo era pequeño, confidencial. Las mamás aconsejaban a sus hijas tal o tal perfume. Con la sociedad de masas todo esto ha estallado en mil pedazos. Los ultrarricos ya no son, como decía Veblen, la clase del ocio. Ahora son hombres hechos a sí mismos. Trabajan. En la banca, las finanzas, lo inmobiliario, el comercio, las materias primas como el petróleo y el gas: los nuevos ricos rusos. O los narcotraficantes. Los futbolistas. Las estrellas del show business. ¿Puede decirme qué unidad hay ahí?
Ya no es una clase.
No lo es. Todos son muy ricos, pero no hay una cultura de clase.
El auténtico lujo ¿no es poder renunciar al lujo? El que no necesita objetos, ni teléfonos, o el que puede irse 15 días a caminar a la montaña.
Dudo que exista un verdadero lujo, porque hay varios. Lo que usted dice, sería el mío. Para algunos, hay un nuevo lujo que es el del tiempo, el del espacio y el de la distancia respecto a las cosas. Depender menos de las cosas nos da autonomía: era la sabiduría de los antiguos. Pero otros aman lo visible, las bellas cosas, las bellas materias. ¿Cuál es el verdadero? No lo hay.
Un mundo sin lujo, ¿es imaginable?
No lo creo. Primero, porque cada vez hay más ricos en el planeta. Segundo, por la democratización del lujo: a la gente le gusta. Y tercero, porque hay en el lujo una parte de sueño.
Y el ser humano necesita sueños.
Hoy, ¿sabe?, ya no hay tantos sueños. Es humano tenerlos.