Mental
Veíamos el lunes que López Obrador vive en una búsqueda permanente, siempre infructuosa, de llenar un vacío personal. Concentra todo el poder en su persona, pero eso no le alcanzará jamás, como no le alcanza el reconocimiento ajeno, que no puede igualar al propio. De ahí su insistencia en ser el “segundo presidente mejor evaluado del mundo”.
Sin embargo, el fenómeno no lo explica él solo. En las tres décadas que han trascurrido desde su ascenso a la política nacional (al inicio, desde Tabasco), muchas personas le ayudaron a escalar. A todos ellos les ha pagado con la traición y el desprecio. Incluso a los subordinados que, en un momento de distracción, dudaron o criticaron levemente alguna de sus ocurrencias. Esto, en lugar de ahuyentar a los demás, ha fortalecido un comportamiento: la genuflexión.
Todos los que participan en su movimiento lo saben. Si están con él, sin dudar ni un momento, serán recompensados. Al menor vaivén, se les expulsará del paraíso. Un poco de inteligencia, dignidad, autonomía, hace imposible continuar en el grupo, de forma que sólo quedan en él aquellos cuya ambición supera por mucho algún rastro de las otras características.
Es evidente en un gabinete absolutamente anodino. No hay secretario que tenga opinión sobre su propia área. Lo es también en el Congreso, orgulloso de aprobar lo que se le envía “sin cambiar una coma”. Y sin duda también entre gobernadores, que jamás habrían llegado al cargo sin aceptar el intercambio de dignidad por ambición. Es, en suma, un gobierno de indignos.
Pero no termina ahí la abyección. Las grandes fortunas creadas al amparo del poder en el régimen de la Revolución tampoco tienen empacho en la sumisión. No son todos los empresarios, sino los que dependen de concesiones: minas, bancos, medios, telecomunicaciones, por lo que son simultáneamente poderosos y vulnerables. Y en el autoritarismo, ser servil al de arriba y déspota con el de abajo es algo normal. Así nacieron, así siguen.
Todos dependen, para su futuro, de seguirle el juego al enfermo. Cualquier asomo de duda, de objeción, de indiferencia, los arrojaría al páramo que bien conocen, sea porque de ahí salieron, o porque saben que eso merecen. En cambio, la sumisión les garantiza el poder despótico frente a otros, riquezas, reconocimiento, venganza. En lugar de sentirse inferiores frente a muchos, basta con rendirse ante uno solo, y bajo ese manto adquirir la fuerza para humillar a esos muchos. Vea usted los ministros, magistrados, académicos, comentaristas y conductores que han podido vengarse de quienes los menospreciaban hace apenas unos años.
No es raro encontrar personas ambiciosas en la política, vanidosos y soberbios. En cierta medida, son características necesarias para esa actividad. Pero cuando sólo ésas se tienen, o sobrepasan por mucho la inteligencia, mesura y dignidad, puede hablarse del gobierno de los peores, de la kakistocracia. Aunque hemos tenido gobiernos malos, ninguno alcanzó el nivel de abuso, corrupción, ignorancia y venganza que hoy tenemos. Por eso hay cada vez menos gobierno, aunque haya cada vez más gasto. Por eso el vacío lo ocupan otros: el crimen, comunidades que se aíslan, los militares.
Es difícil, para muchos, convencerse de que esta dinámica no tiene otro final que el caos. Nuestra tendencia natural a buscar siempre una voluntad detrás de lo que ocurre lleva a muchos a imaginar al ajedrecista de 10 dimensiones, a la mente maestra, al Foro de Sao Paulo, al comunismo internacional, cuando lo que priva es el deterioro producto de un enfermo, rodeado de saqueadores, incapaces y revanchistas.
Parafraseando a un conocido cantante: qué pena me da lo nuestro, lo nuestro es mental.