El 11 de diciembre pasado se cumplieron 105 años de la muerte de Aleksandr Solzhenitsyn, portador de un doble milagro: el de haber sobrevivido a las atrocidades del Gulag soviético y el de haberlo narrado.
Se trata de una de las obras literarias más poderosas del siglo XX. También una de las más originales, pues el fondo de la energía en la resistencia personal de Solzhenitsyn y en la autenticidad de su relato, no viene de la tradición occidental de la defensa de la libertad contra la opresión, sino de un fondo religioso que no sé si llamar profético, pero cuyo sentido es el ejercicio de una espiritualidad en cierto modo externa al mundo, la espiritualidad de un creyente, digamos Job, ante las adversidades de la existencia.
Este linaje quedó claro cuando, ya emigrado, recibido como un héroe literario y político en Occidente, para sorpresa e irritación de muchos, hizo la crítica espiritual del Occidente que lo celebraba.
Una pieza de esa crítica fue su discurso en Harvard de 1978, un elocuente compendio de su malestar con Occidente.
Peor: de la debilidad intrínseca de Occidente como una civilización capaz de responder a las necesidades profundas del ser humano, en particular a esa dimensión espiritual que está más allá del bienestar o el confort, el consumo, la legalidad, o la defensa de los derechos humanos, las libertades públicas y hasta la igualdad ante la ley.
La debilidad mayor de Occidente, dijo Solzhenitsyn, era creer a ciegas en la universalidad de sus propios valores, y mirar hacia el resto de las naciones como un universo que, tarde o temprano, encontraría su forma de parecerse a Occidente.
Su advertencia de entonces tiene una realidad amenazante hoy: fuera de Occidente, dijo Solzhenitsyn, existía no sólo el Tercer Mundo, expresión de moda entonces, sino varios otros mundos, distintos sino es que inasimilables, a Occidente.
La “ceguera de la superioridad”, le impedía a Occidente ver esos otros mundos: “culturas autónomas arraigadas profundamente”, extendidas “sobre la mayor parte de la Tierra”, “llenas de acertijos y sorpresas para el pensamiento Occidental”, entre las que había que incluir, “como mínimo, a China, la India, el mundo musulmán y África”.
Lo decía el 8 de junio de 1978. Y era sólo el primer pasaje de su discurso.