Al regresar de sus estudios en Nueva York y Washington, y con algunos títulos de divulgación histórica ya publicados, le propusieron a Vázquez colaborar en la creación de un libro sobre anécdotas presidenciales con datos curiosos de cada mandatario de México. Cuando le tocó llegar a Huerta, iba a dejarlo de lado por los prejuicios que comparten muchos de sus compatriotas sobre la mancha negra en la Revolución. Pero un detalle de su biografía le hizo darle una oportunidad. “Para mi sorpresa, vi que Huerta en su juventud fue astrónomo y matemático, un hombre de ciencias. Y a mí me encantaba la astrología de chico”, confiesa. Eso, sumado a que nadie se había atrevido a publicar una biografía completa de él, le dio el valor para lanzarse a escribir la historia del presidente más odiado de México.
Sin embargo, la tarea no era fácil. Apenas se conservan documentos de la vida de Huerta antes de entrar al Colegio Militar de México. Además de que intentar que los lectores empaticen con el repudiadio expresidente parecía imposible. ¿Cómo mostrar el lado humano del villano nacional, aquel que la historia despreció tanto que lo convirtió en una caricatura desalmada? “Cualquier villano tiene que ser todo deslealtad, aberración, la imagen de lo otro, de lo que no somos. Hace falta no una revisión histórica, sino usar el poder de la novela, de la literatura, para tratar de formar conexiones emocionales y comprender mejor el contexto de sus acciones”, dice el escritor.
A través de cartas, notas periodísticas de la época, archivos históricos, partes de guerra militares y fotografías pudo desandar los pasos de Huerta y ponerse en sus zapatos. Su infancia fue lo más difícil. El expresidente nació de padres indígenas en el pueblo de Colotlán, en Jalisco. Los pocos registros que hay de los primeros años de su vida allí hablan de inundaciones, epidemias de cólera e incursiones de bandidos que llegaban al pueblo, robaban, quemaban y dejaban el pueblo en ruinas. “El personaje madura odiando las revueltas, los pronunciamientos y el bandidaje, y en su edad adulta privilegia la paz como el valor máximo que pueda conseguirse”, añade Vázquez sobre las raíces de su protagonista, quien lució marcas de viruela reveladoras de unos orígenes en la pobreza.
La narrativa más lograda es la historia detrás de la ceguera de Huerta, que le hizo llevar sus característicos lentes oscuros en la última mitad de su vida. Para ello, Vázquez usó el rasgo que más le gustaba del protagonista: su afán por el descubrimiento científico y su obstinación por la astronomía. Solo tuvo que juntarlo con un acontecimiento en el cielo que ocurrió en agosto de 1882, cuando El Chacal estaba en Veracruz en una de sus incursiones en la Comisión Geográfica para trazar los límites entre ese Estado y Puebla. “Sabemos que estaba en ese lugar tratando de ver el tránsito de Venus y lejos de todo telescopio. Yo tenía dos opciones: imaginármelo renunciando a tratar de ver el evento o me lo imaginaba con su carácter fuerte, impulsivo y sin miedo haciendo la lucha de ver el Sol, aunque se hubiera quemado los ojos”, cuenta el escritor.
Estas anécdotas inspiran una compasión que contradice los sentimientos del lector por el villano a lo largo de las páginas, y le hacen replantearse su repudio. Vázquez también usa descripciones que hicieron extranjeros que le conocieron, los cuales le llaman “nuestro querido viejo” por cómo los hacía reír. “Si aquí en México los rastros que quedaron de él lo describían como un alcohólico, drogadicto, bruto, analfabeto, indio, yo veía que los extranjeros que estuvieron en México en la Revolución lo describen como encantador, culto, simpático y siempre alerta”, subraya Vázquez. Las cartas que les escribió a sus hermanas revelan una personalidad sensible, también la desgraciada historia de un enamoramiento frustrado por un amigo que le arrebató al amor de su vida. “Veo una persona sensible, y suena tan escandaloso decirlo”, confiesa.
En varias ocasiones, se menciona en el libro la relación que tenía con el presidente Benito Juárez. Fue su protector en sus últimos años en el cargo cuando Huerta todavía era un adolescente, el mecenas que consigue que le dejen entrar con 19 años al Colegio Militar, reservado para familias con apellidos importantes, el único otro presidente indígena que ha tenido México. “Huerta en su madurez le platicó a su ministro de Educación sobre la conversación que tuvo con Juárez y pese a que no tenemos detalles, hay una frase que sobrevivió y que Huerta recordó hasta su edad adulta: ‘de indios como usted, la patria espera mucho”, relata Vázquez.
Con todo, el destino aguardó finales muy diferentes para ambos presidentes. “Pero si no somos tan desiguales: él fue dictador por fuerza de las circunstancias, igual que yo, él tuvo su rebelión en La Ciudadela y yo también, él tuvo su mártir que fue Maximiliano de Hamburgo y yo tuve el mío, Francisco I. Madero”, protesta Huerta en el libro. Para él, la llegada de la Decena Trágica, el golpe militar que ocurrió entre el 9 y el 19 de febrero de 1913 que acorraló a Madero en el Palacio Nacional con Huerta como general, definirían el legado que dejó como presidente.
Vázquez, quien recrea los diálogos internos del general al firmar el pacto para derrocar a Madero y asumir él la presidencia de México, insiste en que el golpe de Estado no lo inicia Huerta. También apunta a que la situación militar entonces era desastrosa para que él terminara con la revuelta, ya que ve cómo las fuerzas rebeldes se atrincheran en La Ciudadela con un arsenal superior y en ventaja numérica respecto a su ejército. “Huerta no tiene mucho margen de acción, y cuando llegan los refuerzos no están claramente del lado de Madero. El general avizora la llegada del caos en el que varios soldados se van a batir en las ruinas de la ciudad hasta que quede el último vivo”. Por ello, según el escritor, Huerta decide aprovechar su influencia militar y que todavía tiene el favor de la población, e interviene para “tomar control de las cosas” antes de que la ciudad se caiga a pedazos. “Él diría si pudiera, como hizo al final de sus días, que fue un nacionalista, no un monstruo. ‘No maté a Madero’. Se lo dijo a su confesor en su lecho de muerte. Hasta el último minuto de su vida insistió en ello, que fueron militares y que algún día se conocería la verdad. Yo tengo que ser fiel a ese personaje”, continúa Vázquez.
Los libros sobre él antepondrían el golpe de Estado a todo lo demás, a la preocupación que mostró por mejorar la educación en México, a su respeto a las huelgas, a su intento de nacionalizar el petróleo y a mejorar los mapas que darían más adelante una incalculable ventaja militar a los futuros presidentes. “La historia fue injusta con Victoriano Huerta”, sentencia Vázquez, “supo crear un gran villano a costa de olvidar su complejidad, de su formación científica, de su estatus como nuestro otro presidente indígena de México”. Sobre el carácter sanguinario que le valieron apodos como El fusilador y El carnicero, el escritor lo atribuye a la época y a la caracterización del villano. Admite todos los adjetivos, pero incide en que Huerta fue “como muchos otros generales de su época”. Con una distinción importante. “Huerta lo hacía en el contexto de la guerra, en el cumplimiento de una misión militar. Qué diferencia con otros personajes como Pancho Villa que están en nuestro panteón de héroes nacionales y se sabe que él fuera del contexto de la guerra mandaba a fusilar por venganza, desamor o porque estaba borracho”, matiza.
Vázquez asegura que su intención con esta novela no es defender al expresidente, sino poner en valor las contribuciones que hizo a México y despertar el interés por estudiar el Gobierno de Huerta, “tan tabú y repudiado”. Aun así, se atreve a confesar que estará satisfecho si su libro consigue “devolver el carácter humano a este personaje, devolverlo a la historia con todas sus complejidades”: “Yo estaré muy contento si esto sucede”.