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¿Será 2024, como 1933, el año de la destrucción de la democracia?

El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado canciller de Alemania. Para sus seguidores, fue un día de “revolución nacional” y renacimiento. Alemania, a su entender, necesitaba la fuerza restaurativa de un hombre fuerte autoritario después de 14 años del “sistema” liberal-democrático de Weimar. Esa noche, los camisas pardas de Hitler, munidos de antorchas, marcharon por el centro de Berlín para marcar el inicio de una nueva era.

También fue un momento triunfal en la historia del engaño popular. Desde los primeros días de la República de Weimar, su política había estado definida por campañas de desinformación, que incluyeron la mentira de que la democracia de Weimar era obra de una conspiración de judíos y socialistas que habían “apuñalado a Alemania por la espalda” para garantizar su derrota en la Primera Guerra Mundial.

Hoy, prácticamente todos coinciden en que la llegada de Hitler fue un punto de inflexión en la historia mundial, el inicio de un proceso político que terminaría en la Segunda Guerra Mundial y en el Holocausto. Pero Hitler no “tomó el poder”, como luego dijeron los nazis. Por el contrario, como ha explicado su biógrafo, Ian Kershaw, fue “alzado al poder” por un pequeño grupo de hombres influyentes.

Uno de esos hombres era Franz von Papen, que se desempeñó como canciller en 1932. Papen (de manera infame) pensaba que se podía utilizar a Hitler y al Partido Nazi —de lejos, el partido más grande después de las elecciones del Reichstag de 1932— para impulsar una agenda conservadora. De la misma manera, el presidente de Alemania, el ex mariscal de campo Paul von Hindenburg, quería usar a Hitler para restablecer la monarquía.

Pero los planes de estos conservadores pronto se vieron arrasados por el liderazgo despiadado de Hitler, la violencia nazi y la premura de la población alemana por sumarse al régimen y formar parte del renacimiento nacional prometido. Los liberales y los socialdemócratas que se oponían a Hitler o bien eran víctimas de violencia, o bien estaban atrapados en su propio escapismo optimista. Por muy mal que se pusieran las cosas, se aseguraban a sí mismos, el régimen de Hitler finalmente se iba a desmoronar. Las disputas internas nazis sin duda traerían consigo el fin del nuevo gobierno.

Más allá de los liberales y de los socialistas, una porción más amplia de la sociedad alemana suponía que Hindenburg, que había prometido ser el presidente de todos los alemanes, mantendría a Hitler a raya, mientras que otros esperaban que de eso se ocupara el ejército. Todos habían sido llevados al equívoco por la capacidad de Hitler de parecer respetable en los últimos años de la República de Weimar.

En los 100 días después del ascenso de Hitler a canciller, como ha demostrado el historiador Peter Fritzsche, el despiadado impulso de los nazis por el poder se volvió absolutamente evidente. Para finales del verano de 1933, la sociedad alemana ya estaba alineada. No existían ya partidos políticos, sindicatos u organizaciones culturales independientes. Solo las iglesias cristianas conservaron cierto grado de independencia.

Un año más tarde, en el verano de 1934, Hitler ordenó el asesinato de sus rivales internos en el partido y, tras la muerte de Hindenburg el 2 de agosto, se autoproclamó führer de Alemania. Su dictadura era absoluta. Para entonces, ya funcionaban los primeros campos de concentración y la economía transitaba el camino hacia la guerra.

El dictador Adolf Hitler, recibido como canciller por sus partidarios en Nuremberg, Alemania, en 1933.

El dictador Adolf Hitler, recibido como canciller por sus partidarios en Nuremberg, Alemania, en 1933. Hulton Archive (GETTY IMAGES)

Este periodo de la historia sigue siendo demasiado relevante aun hoy. Cientos de millones de personas votarán en unas elecciones decisivas este año y, aunque las señales de advertencia están frente a nuestros ojos, pocos analistas están dispuestos a decirlo en voz alta: 2024 podría ser el nuevo 1933.

Basta con imaginar el mundo dentro de un año, cuando la desinformación haya derribado a las mayorías democráticas en todo el mundo. El presidente Donald Trump pone fin a la ayuda de Estados Unidos a Ucrania. La OTAN ya no es un límite para los sueños de Vladimir Putin de construir un nuevo imperio ruso en toda Europa del este. Una masa crítica de partidos de extrema derecha en el Parlamento Europeo bloquea una respuesta europea unificada. Polonia, Estonia, Lituania y Letonia están libradas a su suerte. Ahora que la guerra en Gaza se ha convertido en un conflicto regional, Putin aprovecha la oportunidad para lanzar otro bombardeo, acompañado de misiles de largo alcance. Y, en medio del caos, China decide apoderarse de Taiwán.

Las perspectivas para 2024 son tan lúgubres que muchos se niegan a contemplarlas. Así como los liberales en 1933 predecían que Hitler fracasaría rápidamente, hoy las ilusiones nos están nublando el juicio. Avanzamos como sonámbulos —para tomar prestada la metáfora apropiada de Christopher Clark para el comienzo de la Primera Guerra Mundial— hacia un nuevo orden internacional.

En su historia magistral de dos volúmenes del periodo entre guerras —The Lights that Failed: European International History 1919-1933; Los faros que fracasaron: Historia internacional de Europa, sin traducir—, Zara Steiner se refiere a 1929-1933 como los “años bisagra”, cuando el idealismo en las relaciones internacionales fue reemplazado por el “Triunfo de la Oscuridad”. A finales de 1926, los liberales parecían estar ganando: el primer ministro francés Aristide Briand y su par alemán, Gustav Stresemann, compartieron el Premio Nobel de la Paz por su trabajo sobre la reconciliación franco-germana, y Alemania se sumaba a la Liga de las Naciones. El nacionalismo extremo parecía estar aislado en la Italia de Mussolini.

Frente a las crisis globales de hoy, no hay lugar para el optimismo. Estamos, potencialmente, en otro año bisagra. Si los progresistas actúan ya, todavía pueden prevalecer.

En una señal alentadora, cientos de miles de alemanes recientemente tomaron las calles para apoyar la democracia y la diversidad, y para denunciar a la extrema derecha. Pero las manifestaciones en un solo país no bastan. Otros deben sumarse a los progresistas alemanes en toda Europa. Una manifestación continental enviaría un mensaje potente. La sensación de urgencia debe escalar, particularmente hasta los líderes empresariales como el CEO de JPMorgan Chase, Jamie Dimon, que, protegiendo sus apuestas, ya ha comenzado a acercarse a Trump.

No hace mucho, los líderes europeos se unieron e hicieron lo que había que hacer para salvar al euro, porque reconocieron que el fracaso de la moneda única implicaría el fin de la propia Unión Europea. Los europeos ahora deben exigir la misma urgencia para enfrentar las amenazas de este año. La UE necesita un plan para un mundo sin la OTAN. Necesita nuevas herramientas para lidiar con líderes de estados miembro como el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y el primer ministro eslovaco, Robert Fico, que preferirían besarle el anillo a Putin que defender la democracia. Es lisa y llanamente inaceptable que Orbán siga ejerciendo un poder de veto en la toma de decisiones de la UE.

En Estados Unidos, la movilización política es la gran variable. Los opositores de Trump deben dejar de lado sus diferencias y unir filas tras el presidente Joe Biden. Todos sabemos muy bien a dónde pueden llevarnos la desunión y el optimismo ingenuo.

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