Cierra el Presidente este libro con uno de los poemas más celebrados de Amado Nervo “En Paz”. Sin embargo, es el párrafo anterior el que contiene la reflexión fundamental. Por su importancia la trascribo aquí:
“Ofrezco a mis adversarios sinceras disculpas; nunca pensé en hacerle daño a ninguna persona y me retiro sin odiar a nadie. Espero que comprendan que, si me expresé con dureza y radicalismo, lo hice siempre con el fin de alcanzar la bella utopía, el sublime ideal del amor al prójimo… Si hice bien o no, la historia lo dirá”.
En estas líneas hay un mensaje que requiere interpretación. Afirma el autor que se jubila sin odiar a nadie. Dice partir sin considerar que, durante su larga biografía política, haya alimentado enemigos. Esa palabra, “enemigo”, no debe confundirse con “adversario”. Tienen significados distintos.
Enemiga es aquella persona que desea causar daño. Es con quién se contiende en una guerra. A quien se aniquila, o bien, a manos de quien se es aniquilado. En cambio, ocupa la posición adversaria aquella persona que, de manera fundada o no, nos contradice o se nos opone.
En nuestro México, hay un contingente grande que se ha sentido tratado como enemigo y no como adversario. El lenguaje empleado, día tras día, para desestimar a quienes no coinciden, ha sido resentido como enemistad por su contundencia implacable.
No es una cuestión de tono, sino de adjetivos tan duros como la lava galvanizada.
La relevancia del último párrafo radica en la disculpa que ofrece a todas esas personas cuya reputación reventó, desde la tribuna presidencial, muchas veces sin motivo.
Así, como si nada serio hubiese ocurrido, ahora el Presidente les entrega una sorpresiva disculpa. Todavía más, convoca a entender la necesaria exageración. Dice que si se expresó con dureza y radicalismo fue porque su programa político, al que él llama “la utopía”, así lo ameritaba. No entendieron las personas aludidas, cabe suponer, que el odio o la intransigencia hayan sido recursos empleados por mera utilidad política. Necesitaba ubicar a ras de suelo, en el asiento del juego del sube y baja, a sus antagonistas, porque solo así el protagonista sería capaz de alzarse por los aires.
En el libro López Obrador infiere que el humanismo y a amor al prójimo justifican la destrucción del adversario. Por la misma descalifica como neoliberal y neoporfirista a todo aquello que le sea ajeno o inconveniente. Pues en ¡Gracias! a esos mismos corruptos, mal nacidos, racistas y vendepatrias, son a quienes les pide perdón. La política, “su política”, los necesitó como espantapájaros – títeres vestidos de diablo– para que la trama utópica pudiese elevarse.
Este acto de sinceridad no es frecuente en la voz del líder del movimiento social más sorprendente que haya visto México en las últimas décadas. De sus errores nunca le ha gustado hablar y si lo hace, como ocurrió en estas líneas, es solo para avalar un supuesto bien mayor.
Hay una lección en todo esto, sobre todo para quienes se sintieron aludidos como enemigos. A ellos les dice que erraron por haber tomado sus palabras demasiado en serio. Todo habría sido producto de una actuación bien calculada. Si se pusieron el saco tal cosa no habría sido responsabilidad de quien les estigmatizó, sino de aquellos que, por voluntad propia, o quizá también por culpa, aceptaron jugar el rol del ángel caído.
¡Gracias! tendrían que decir esos adversarios, por tantas horas de desgaste y humillación. Por haberse sentido perseguidos. Por haber sido considerados como la basura del régimen. ¡De nada!, responderán también con resentimiento porque su punto de vista, legítimo o no, los colocó del lado oscuro de su propia tierra.
El resto del libro es un profuso fresco de memoria. Collage de notas tomadas a vuelo de pájaro sobre sucesos en la vida de un líder político que, independientemente de las opiniones contrapuestas, habrá protagonizado un parteaguas.
Un cambio abrupto que no ha sido anímicamente terso y tampoco ha ocurrido en paz. La violencia social que recorre nuestra tierra no es ajena a la violencia verbal que el radicalismo endurecido propuso como referencia para evitar la conversación.
¡De nada! Responderemos también quienes reconocemos sus logros. López Obrador entrará igualmente a los libros de historia, por las buenas razones. Se encargó de que la desigualdad se volviera inaceptable en un país que engañaba con ser una democracia, cuando en realidad en él dominaban prácticas abiertamente oligárquicas.
Volver al pasado, después de su gobierno, será tan difícil como intentar regresar la pasta al tubo dentífrico, una vez que ha sido expulsada. De ahora en adelante, la igualdad en las urnas no podrá disociarse de un sentido de equidad sobre el resto de la vida pública.
Sin embargo, justo por ese discurso incendiario, pronunciado a partir de la tribuna presidencial, López Obrador reventó la otra igualdad imaginada desde la época griega. La igualdad para decir y debatir con el poder. Hablo de la igualdad, acaso utópica, entre la ciudadana y el presidente, y también la que se requiere para el debate entre poderes – Legislativo, Judicial y Ejecutivo –, entre las fuerzas políticas, o entre los grupos sociales descontentos que terminaron siendo tratados como rivales del presidente y sus seguidores.
¡De nada!” le respondo a López Obrador después de haber leído su libro. Aunque la ingratitud con que aplastó la crítica bien intencionada estuvo lejos de ser “nada”. Usted puede decir, con Amado Nervo, que nada le debe a la vida. Nosotros, mientras tanto, no podremos quedarnos en paz. Le tocará a la historia, como usted dice, concederle o negarle la razón.
En cualquier caso, nunca otra utopía debería arrebatar la dignidad del adversario, haciéndolo pasar por enemigo de un poder surgido de un pueblo tan diverso. Un poder votado por aquellos que abrazan al gobierno y por quienes han disentido de él, por muy diversas razones. R