Desenfrenado
“Mi pecho no es bodega” suele decir el presidente Andrés Manuel López Obrador para justificar cualquier cosa que diga.
Es la evasión discursiva de quien olvida o desconoce que el ser humano se comunica con la palabra, pero también con el silencio.
Si refrenar los impulsos verbales es un hábito recomendable para cualquier persona, lo es más para el líder de un país cuyos dichos siempre tienen consecuencias.
La semana pasada, salieron de la boca presidencial dos declaraciones que marcarán la gestión del tabasqueño. La primera: reveló que él solía mandar al anterior presidente de la Suprema Corte a torcerle el brazo a los jueces para que fallaran como lo deseaba Palacio Nacional. La segunda: que él no tiene por qué cumplir con la ley, porque por encima de ésta está “mi autoridad política y mi autoridad moral”.
Ambas resumen la visión que tiene López Obrador de sí mismo y del poder, misma de la que había dado un anticipo cuando grabó un video, en su etapa de Presidente electo, en el que aparecía a su lado un libro que llevaba por título “¿Quién manda aquí?”.
Lo ocurrido en la conferencia matutina muestra con claridad el desenfreno que gobierna su carácter. El Presidente no considera que el cargo que detenta lo obligue a contenerse: si algo le molesta, lo cuenta; si alguien lo agravia, lo señala; si algo le parece gracioso, lo comenta; si algo ignora, lo ventila.
La discreción no es una cosa a la que se sienta obligado. Ya una vez reveló la decisión de política monetaria que daría a conocer al día siguiente el Banco de México, luego de que se la había confiado la gobernadora de la institución.
Por otro lado, tampoco se considera limitado por la ley. No importa que al tomar posesión haya protestado –como todos los presidentes desde hace dos siglos– guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes. Parece creer que tanto la justicia como las normas habitan en su fuero interno, no en los libros, y que la única medida para decidir si algo es justo o es legal es su propio criterio.
Por lo mismo, López Obrador no admite contrapesos. Los que se encontró al tomar posesión decidió destruirlos, infiltrarlos, limitarlos o sacarles la vuelta. Por eso mandó al ministro Arturo Zaldívar –según contó él mismo– a hablar con los jueces para que no se convirtieran en obstáculo a las decisiones presidenciales.
El desenfreno también se explica por la ausencia de consejeros en su entorno. Toda persona requiere de alguien que le diga que se está equivocando o cómo podría hacer mejor las cosas, más aún aquellas que tienen poder sobre otras.
En sus desfiles victoriosos, los emperadores romanos tenían un esclavo que les recordaba su mortalidad. Y como ya he contado aquí, Winston Churchill, uno de los más grandes estadistas de la historia, se habría equivocado muchas veces de estrategia de no haber escuchado a Frederick Lindemann, su principal asesor.
Pero para López Obrador eso no tiene importancia. A aquellos cercanos que se han atrevido a contradecirlo, los ha marginado.
Uno tiene que preguntarse si Jesús Ramírez Cuevas realmente ejerce el papel de coordinador de comunicación, con todas las responsabilidades que ese cargo conlleva, como servir de pararrayos y evitar que el Presidente se equivoque al hablar. ¿Será otra su función real o su jefe simplemente no lo escucha?
Lo que al mandatario parece gustarle es estar rodeado de sicofantes que le repitan todos los días que es el Presidente más grande de la historia.
Hablar diario posicionó a López Obrador como figura política nacional. Como Presidente, le ha servido para arrinconar a sus adversarios e imponer su voluntad. Sin embargo, en el camino ha ido revelando trozos de verdad, que en el último tramo del sexenio resultan ya una pesada losa. Bien dicen que todas las horas hieren, pero la última mata.