Diego Castañeda Garza (Coahuila, 39 años) se ha convertido en un experto en hablar de los temas más candentes de cada momento. En 2020, feliz o trágica coincidencia, publicó su libro Pandenomics (Malpaís / UNAM), una historia económica de las pandemias que más tarde adaptó para ajustarse al estallido de la crisis de la covid. Todo un visionario. Ahora, el economista publica Desiguales (Debate, 2024), una historia de la desigualdad en México que rebusca en las raíces de uno de los problemas más acuciantes en el país. Lo hace, sin embargo, desde una perspectiva que le permite sumergirse en el presente y observar su relación con el resto de los problemas, como el crimen organizado. “Es imposible construir un proyecto colectivo ambicioso sin hacer una revisión de los problemas históricos”, defiende el autor, que recibe al periódico en las oficinas de la editorial. Para él se trata, ante todo, de una cuestión de justicia social.
Pregunta. Una de las conclusiones de su análisis es que el periodo revolucionario fue el más igualitario. ¿Hace falta una revolución fiscal en el presente?
Respuesta. Es una buena forma de ponerlo. Creo que sí es el tipo de cambio [que se necesita] y es de esa magnitud. Nunca ha habido, desde 1821 para acá, un gobierno que no tenga un problema de presupuesto, que no le alcanza para hacer las cosas que quiere hacer, que se mete en problemas por la deuda. Tenemos unos 200 años esperando por una buena reforma fiscal.
P. Ninguna candidata lleva esa reforma en su programa electoral. ¿Qué expectativas tiene para el próximo sexenio?
R. El argumento que dan es que no es popular hablar de impuestos. A mí me parece un error asumir que hablar de los temas difíciles es malo. Es tratar al electorado como un niño. Deberíamos querer que nos traten como a adultos. Hay ciertos problemas que el país tiene que es muy obvio cómo los vamos a resolver, y parte de esa forma de resolverlos implica un costo. Creo que ha hecho falta una labor pedagógica muy grande. Soy un poco pesimista, no es algo sobre lo que espero que ningún candidato hable.
P. ¿Y que lo hagan en un eventual gobierno, aunque no lo hayan planteado antes?
R. Ahí soy un poco más optimista porque creo que la realidad tiene formas de forzar las cosas. Cuando revisas las cuentas fiscales de México y las proyecciones de cómo va a cambiar el país, particularmente en la siguiente década, ves que tienes la doble transición demográfica (una producción más grande de adultos mayores y menos jóvenes trabajando), los restos en términos de transición energética, además de los temas de violencia y de infraestructura en general, de cómo vas a conectar el sur del país con el resto de la economía. En mis cuentas, necesitas al menos unos 6 o 7 puntos del PIB solo para los temas de salud y educación. Esas crisis van a estallar en los 2030, entonces no le va a quedar de otra a algún Gobierno, el que salga ahora o el siguiente.
P. ¿Por qué cuesta tanto hablar de la reforma incluso en la izquierda?
R. Yo creo que hay una especie de bancarrota intelectual en la izquierda mexicana. Estas ideas de que alcanza con lo que tenemos, que solo hay que gastarlo bien, pues no, con lo que tenemos alcanza para lo que tenemos ahorita, y no es lo que queremos, queremos mejores cosas. Hay una visión muy de corto plazo, no pensamos más allá del horizonte de las elecciones.
P. En el libro da un dato muy ilustrativo, que es que un aumento en la desigualdad del 1% implica un aumento en los homicidios del 36%. ¿Paliar la desigualdad es luchar también contra el narcotráfico?
R. Sí, justo. Ese dato viene de un trabajo del Banco Mundial de hace unos 10 años, y he estado haciendo una investigación con un par de colegas para tratar de actualizarlo y verlo con más dinámicas geográficas, por regiones, y de lo que estamos convencidos es de que hay una conexión muy evidente.
La violencia se ha vuelto en México un mecanismo de movilidad social, por eso muchos jóvenes llegan al crimen organizado. Dados los riesgos —que tiene muchos: pueden morir—, muy rápidamente pueden encontrarse en una situación económica muy distinta, así que toman el riesgo. Creo que eso es posible en la medida en la que somos un país tan desigual y con tan pocas oportunidades, que lo convierte en una estrategia viable.
En la medida en que construyéramos una sociedad más igualitaria, deberíamos ver que hay menos personas que optan por ese camino, porque habría otros de menor riesgo que ofrecerían movilidad social.
P. Hablaba del elemento regional. ¿Cómo debe tenerlo en cuenta el Estado a la hora de diseñar sus políticas?
R. Hay muchos niveles de la desigualdad de México: entre personas, de ingresos, de riqueza, etc. Pero entre regiones también es gigantesca. Hay algunas, en Monterrey o aquí en [Ciudad de] México, que tienen áreas de muy alto desarrollo humano, que están en el siglo XXI, claramente. Y hay regiones, pensamos en algunas partes de Chiapas, de Oaxaca, de Veracruz, de Guerrero, en las que un viajero del tiempo del siglo XIX no notaría muchos cambios. En la medida en que se combata eso, deberíamos ver una reducción de desigualdades en todos los otros niveles.
P. Uno de los elementos que fomentan la desigualdad, según su análisis, es el monopolio de algunas empresas, especialmente en el sector alimentario, que pueden inflar los precios. ¿La llegada de empresas por el nearshoring puede paliar este efecto al aumentar la competencia, o no por sí solo?
R. Creo que sí es un área de oportunidad. El nearshoring en general debería impulsar de entrada mayor crecimiento en México. Si lo quisiéramos aprovechar para disminuir la desigualdad, necesitaríamos darle una orientación propobre o de crecimiento inclusivo. Tendríamos que pensar en que esos empleos no se queden en el norte de México, en los polos de desarrollo ―Monterrey, Saltillo, Querétaro o el Bajío―, y que vayan a otros lados. Pero para eso hay que llevar infraestructura.
Y por otro lado está el tema de la competencia, que regula la Cofece. Yo no creo que el nearshoring por sí mismo pueda resolver eso porque mucho de ello no va orientado al consumo interno, más bien a la exportación del mercado americano y no tanto en bienes de consumo alimenticio. Pero sí podría ser un buen pretexto para buscar dotar de mejores herramientas a la Cofece.
P. Del último Gobierno destaca sobre todo la política laboral, especialmente la subida del salario mínimo.
R. Ha sido probablemente la política más exitosa en este sexenio: el salario mínimo, el tema del outsourcing. Eso claramente ha ayudado a que veamos algunas reducciones en términos de pobreza por ingreso. Pero la política salarial o laboral no es suficiente. Nada es mejor que el crecimiento económico para que la gente salga de la pobreza, es muy difícil sustituirlo. En una economía como la mexicana, es muy difícil que solo con políticas salariales o laborales salgan 15 millones de personas de la pobreza.
P. ¿Por qué se asume de forma más natural grabar el trabajo que el capital? En México los impuestos al trabajo son mayores.
R. Creo que hay un tema de cómo surgieron los impuestos sobre la renta en general, que estaban enfocados en los salarios. Con el capital se pensaba que podía generar un desincentivo para la inversión. También hay un tema de que la gente rica en capital no es muy favorable a que la graben y tiene mucha influencia política. Pero también ha habido un cambio en las economías capitalistas modernas, que es este fenómeno en el que de pronto tienes personas que ganan mucho dinero en salario, pero al mismo tiempo tienen también muchos ingresos por capital. Por ejemplo, el CEO de una empresa, que tiene un salario altísimo, pero también ciertas compensaciones en acciones o activos financieros. Creo que no hemos actualizado los términos en los que solemos pensar la política fiscal. Seguimos en un panorama muy de los años 50, 60. Es muy curioso, porque en México ya se hablaba de que había que cambiar esto en los años 30, y esas discusiones las hemos tenido bastantes veces.
P. Menciona diversos mecanismos dentro del mercado laboral que penalizan a las mujeres. ¿Cuáles son?
R. Tenemos muchísimos. El impacto de género en la distribución de recursos es importante en un país como México. Los permisos maternales y paternales no son parejos, a diferencia de otros países, como Suecia. Hay un incentivo ahí de entrada para contratar hombres. También están los pisos pegajosos y los techos de cristal, que en México son muy fuertes. Tienes una participación laboral de las mujeres que es de las más bajas: en América latina, en promedio, es alrededor del 50%, y en México es del treinta y tantos, casi 40%. En la pandemia incluso bajó al 32%. Es una tragedia en muchos sentidos. En la medida en que no tenemos un sistema nacional de cuidados y no pensamos en estas cosas, estamos poniendo el peso en la familia tradicional.
P. En su análisis, de los tres elementos que influyen en la toma de decisiones políticas ―las estructuras, los intereses políticos y los problemas sociales―, los últimos son los que tienen menos fuerza. ¿Qué hace falta para que tomen fuerza frente a los otros dos?
R. Yo a eso lo llamo la economía política de la desigualdad. Si queremos resolver los problemas, la clave pasa justo por esa pata del tripie. La gente está convencida de que quiere vivir mejor, lo que necesitamos es convencerlos, uno, de que es viable, y dos, de que articulen las demandas. Lo que ha faltado es esa articulación. La clase política mexicana no ha sabido o no ha querido representar esos problemas, y evidentemente las élites económicas no van a renunciar a su poder. Son las personas las que deberían tener mayor capacidad para articularlas, y ahí es donde ha hecho falta pedagogía pública.
P. ¿La sociedad está politizada en torno a este tema?
R. No. Sí creo que las demandas existen, todo el mundo se enferma y va al médico y ve que le cuesta mucho si va al privado o no tiene acceso a uno público. Las demandas están ahí, cada una por separado, pero creo que [las personas] no conectan que todos esos problemas tienen un punto en común, que es la falta de recursos. No son problemas aislados. Falta hacer conciencia de que hay un problema de justicia en el país.