¿Recuerdan la historia? Así prologaba en 1970 Gabriel García Márquez Relato de un náufrago. “El 28 de febrero de 1955 se conoció la noticia de que ocho miembros de la tripulación del destructor Caldas, de la marina de guerra de Colombia, habían caído al agua y desaparecido a causa de una tormenta en el mar Caribe (…) La búsqueda de los náufragos se inició de inmediato, con la colaboración de las fuerzas norteamericanas del canal de Panamá, que hacen oficios de control militar y otras obras de caridad en el sur del Caribe. Al cabo de cuatro días se desistió de la búsqueda, y los marineros perdidos fueron declarados oficialmente muertos. Una semana más tarde, sin embargo, uno de ellos apareció moribundo en una playa desierta del norte de Colombia, después de permanecer diez días sin comer ni beber en una balsa a la deriva. Se llamaba Luis Alejandro Velasco”.
Velasco, que fue honrado como héroe por la dictadura colombiana y repudiado por contar a García Márquez (que tuvo que exiliarse a París) y a El Espectador que ese destructor se dedicaba al contrabando, contó la historia al entonces periodista colombiano. Hoy es una historia universal. Porque las historias se cuentan, alguien las escucha y las lee y las recuerda, y de esta manera las historias cruzan el tiempo, a veces años, a veces siglos. Se recuerdan nombres y lugares, nos obligamos a que algo no quede en el olvido, que es lo que nos va a tragar a todos dentro de cien años.
Ahora lean esto: aparecen nueve cadáveres descompuestos en una patera que salió de la costa africana en dirección supuestamente a las islas Canarias, que en algún momento equivocó el rumbo y terminó llegando a Brasil, cruzando el océano Atlántico. Es una historia impactante y profundamente conmovedora que nadie podrá contar nunca, rasgo definitorio de muchas de las tragedias de inmigrantes.
¿Cuál fue el último en morir y cuánto tardó en hacerlo, rodeado de sus ocho compañeros? ¿Quién fue el primero y qué pensaron los demás cuando se dieron cuenta de que la embarcación jamás llegaría a tierra con ellos vivos? ¿De qué hablaron, cómo administraron las últimas comidas y las últimas bebidas? ¿Llegaron a confiar en que alguien pudiese sobrevivir y contar la historia? No hay nada que contar de primera mano: no sobrevivió nadie, nadie podría hacerlo en esas condiciones, salvo que se produjese el milagro de que el cayuco se cruzase con un barco. Todo lo que queda es la conjetura y la hipótesis, la reconstrucción, como cuando nos damos de bruces con el mundo antiguo, nuevos restos de Pompeya. Lo que pasa con los cayucos hundidos, incluso con los cayucos protagonistas de historias tan extraordinarias como estas, es que nos separan de ellos siglos.
Los reportajes más impresionantes, las hazañas de supervivencia (¿cuántas sociedades de la nieve o parecidas tenemos delante hoy y nos daremos cuenta mañana?) y los testimonios más crudos que se pueden leer o escuchar pertenecen a uno de los problemas más arraigados que existen en el planeta: la gente que no puede vivir en sus países por culpa de la extrema pobreza o de la guerra, y se mueve, o trata de moverse, poniéndose en manos de las mafias.
Es curiosa la información y la manera que tiene la gente de acercarse a ella. Tiene que ver con el kilómetro sentimental, pero también con el volumen; ¿recuerdan a Julen, el niño muerto en un pozo de Totalán, y cómo su frustrado rescate paró España? ¿Cuántos niños caídos en pozos lo pararían hasta que la gente —la audiencia— se cansase? Cuanto más volumen, más alto el listón del interés. Este cayuco, por ejemplo: a la deriva en el océano tras pasarse Canarias y llegar a Brasil. Sin historia porque no hay testigos; sin nombres que se vayan a recordar, porque de las decenas de miles de inmigrantes muertos en mares y océanos se recuerda de vez en cuando alguno, siempre que la foto sea potente y abra debate (Aylan). Con pena de pocos y para gloria de nadie.