Para todo hay hora
Si los infantes disfrutan la infancia ¿por qué los adultos no hemos de disfrutar el adulterio? Tal es el sofístico argumento que esgrime Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, para justificar sus desvíos maritales. No toma en cuenta el zorrastrón que su esposa puede emplear esa misma especiosa sutileza para ponerle el cuerno, y más en estos tiempos de equidad de género, en que el hombre propone y la mujer dispone. El caso es que una mañana Afrodisio se estaba refocilando con una señora casada en el domicilio de la pecatriz. Siempre he pensado que para todo hay hora, y las de la mañana deben dedicarse al trabajo fecundo y creador, pero reconozco que para los goces de la vida todo tiempo es bueno, ya se hable del día, ya se hable de la vida. Evoco aquí la frase que alguna vez leí inscrita en la piedra de un reloj de sol: Horas non numero nisi serenas. Sólo cuento las horas sin nubes. Así deberíamos hacer con los recuerdos: conservar solamente los felices, y alejar en lo posible las memorias tristes. Advierto, sin embargo, que estoy perdiendo el hilo del relato. Vuelvo a él. Entregado estaba el tal Pitongo a su ilícito connubio cuando he aquí que entró el marido de la liviana fémina. En ese momento el reloj marcaba las 10 de la mañana. "¡Es usted un canalla!" -le dijo el coronado esposo al follador. "Y usted, señor mío -respondió muy digno Afrodisio-, es un irresponsable. A esta hora debería estar en la oficina". "Lo que sucede -se justificó el hombre-, es que me atacó una jaqueca muy fuerte, en la cabeza para colmo, y el gerente me dio permiso de venirme a mi casa, a condición de que la próxima cefalea no me dé en el curso de la jornada laboral". "Entiendo -concedió Pitongo-. Debe usted dar gracias por tener un jefe tan considerado". "Así es -reconoció el marido-. El día de mi cumpleaños me llevó un pastel de almendras, que es el que más me gusta". "Lo tendré en cuenta para cuando se ofrezca traerle un regalito" -prometió Pitongo. "Es usted muy amable -agradeció el mitrado-. Su gentileza, sin embargo, no hace menos grave su falta". Se volvió en seguida hacia su esposa y le dijo: "Y tú, vulpeja inverecunda, ¿puedes justificar tu proceder?" "Claro que sí -respondió ella-. ¿Cómo podía yo saber que te iba a dar la jaqueca? La próxima vez que eso suceda avísame que vienes a la casa -para eso está el teléfono o el wachap-, y te aseguro que no me volverás a sorprender en esta situación. Soy respetuosa de mis deberes de casada". Pitongo hizo uso de la voz. Dijo: "Como ve usted, amigo mío, todo esto se debió a un lamentable malentendido. Aclarada ya la situación le ruego únicamente que salga unos momentos de la alcoba para poder vestirme y retirarme luego". El otro frunció el ceño, receloso: "¿No aprovechará usted mi salida para seguir yogando con mi esposa?" "¡Me ofende usted! -protestó con energía Pitongo-. Soy un caballero. Frecuentemente". "Perdone mis sospechas -se disculpó el marido-. Pero usted entenderá: en las actuales circunstancias...". "Está usted disculpado -le contestó, magnánimo, el galán-. Y ahora, si es tan amable, salga por favor". Salió, apenado, el hombre. Y me resisto a narrar lo que pasó después. Afrodisio no cumplió su promesa. Tan pronto el incauto marido salió de la alcoba volvió otra vez a su ejercicio adulterino con la colchonera. A veces pienso que exageran quienes hablan de la pérdida de los valores en nuestra sociedad, pero en presencia de hechos como los que he narrado me veo constreñido a darles la razón. Es cierto: la decadencia de Occidente está a la vuelta de la esquina... FIN.