No quisiera dar la impresión de que objeto la legitimidad democrática de las elecciones del 2 de junio. En absoluto. Acepto el veredicto de la mayoría, aunque no lo comparto como el camino deseable para México.
Mi generación encuentra aquí un revés histórico. Creo que nuestra pasión pública estuvo dedicada, por décadas, a controlar los poderes de la Presidencia del PRI.
Ese fue el corazón de la transición democrática: acotar el poder presidencial, quitarle el control de las elecciones, de la economía, de la Constitución y de la impartición de justicia.
La gran mayoría de los mexicanos, desde distintas posiciones políticas, compartió este proyecto de democratización del poder.
El domingo pasado otra gran mayoría de mexicanos votó por lo contrario: darle a la Presidencia más poder legal y legítimo del que ha tenido nunca.
Reconozco ese cambio de convicciones públicas, aunque sigo sin entenderlo, porque, desde el punto de vista de las generaciones que contribuimos a la transición democrática, mayores poderes concentrados en el presidente solo conducen a mayores abusos y a más decisiones catastróficas tomadas desde la cúpula, sin consulta.
Esta fue la creencia y la tarea pública de mi generación. Las nuevas generaciones de mexicanos han dado una vuelta en U para regresarle a la Presidencia un poder corregido y aumentado.
No es un regreso: es un nuevo animal hegemónico, que no conocemos, legitimado por un tsunami de votos.
Termina el ciclo llamado la transición a la democracia y empieza el ciclo de la transición a la antidemocracia.
Digo transición. México no amaneció vuelto una dictadura el 3 de junio, pero los votantes mayoritarios le dieron a los políticos todos los instrumentos para gobernar dictatorialmente.
Si el futuro político de México es volver a una “dictablanda” como la del viejo PRI, o ir a una dictadura simple, como la de Cuba, depende estrictamente de lo que decidan sus políticos, empezando por la presidenta Claudia Sheinbaum.
Ahora bien: el poder en México cambió, pero sus problemas fundamentales, no. El único límite del poder en México, hoy, es su propia herencia de desgobierno: la realidad.
Tienen todo el poder, salvo el poder de los hechos torcidos heredados por su propio poder.