Leí ayer el comentario más equilibrado y pedagógico sobre las elecciones mexicanas del domingo 2 de junio.
Es el de Rafael Rojas, historiador extraordinario, atento observador de nuestra vida pública y de la de América Latina.
Rojas escribió sobre las elecciones mexicanas del 2 de junio que la victoria era clara e indudable para la opción oficialista, pero precisó la dimensión del triunfo.
Los ganadores, dice Rojas, recogieron 60% de los votos. Mayoría clarísima, pero no un tornado arrasador.
Sería muy saludable, añade Rojas, que la opinión pública, tanto como la oposición y el oficialismo acepten estas cuentas, lo cual implica lo siguiente:
“Una mayoría de 60% no es consenso y, en una democracia, el consenso tampoco es unanimidad. Tan saludable sería que la oposición haga una autocrítica creíble como que el oficialismo asuma los límites de su hegemonía”.
Como siempre, la precisión roba énfasis y nos acerca a la realidad. La victoria no fue tan épica como suena, ni la derrota tan terminal.
La sociedad mexicana es más plural de lo que dice el canto de la victoria oficial. Veremos en los siguientes días el reparto efectivo de los votos. Y de los espacios en el Congreso.
El oficialismo porta en la casaca una vergüenza política nacional: el Partido Verde Ecologista, la más descarada estrategia de negocios turbios producida por el diseño partidocrático de la democracia mexicana.
Lleva del brazo también al Partido del Trabajo, negocio familiar si alguno, sin representación política real de ningún tipo.
El del oficialismo es un triunfo claro pero turbio, sujeto a revisión de la calidad de los ganadores. Porque aquí hubo la ganancia de muchos pillos electorales, que no representan la genuina avalancha de votos que le dio el triunfo a Morena.
El Verde y el PT cosechan un beneficio espurio de los votos legítimos de Morena, son una mancha en el tsunami de la victoria.
Un tsunami, por cierto, de 60%. Eso, no más.
¿Cuánto le van a repartir los ganadores de ese 60% a sus cómplices? Mucho, sin que representen en lo fundamental nada.
Aquí empieza la ilegitimidad de un triunfo legítimo.