La cuenta de las equivocaciones del último medio siglo de México es notoriamente más larga que la de los aciertos.
La responsabilidad mayor es de los gobiernos, desde luego, pero también de sus oposiciones; de los otros poderes, de la baja calidad de la opinión pública y de los medios, de empresas y empresarios, en suma: del conjunto de la clase dirigente.
También de la débil pedagogía cívica y política que baja de nuestros políticos, de nuestras escuelas y universidades, de los malos hábitos y las pobres convicciones cívicas de la sociedad.
El país que mi generación heredará es inferior al que soñó y al que hubiera podido construir equivocándose menos, aunque en esto de equivocarse mucho no hemos sido los primeros.
En el año de 1849, mientras escribía el prólogo de su Historia, Lucas Alamán llegó a pensar que México podría desaparecer. Su obra serviría, escribió, para mostrar a los descendientes de aquella desgracia cómo podían volverse nada, por la acción de los hombres, los más hermosos dones y las más altas promesas de la naturaleza.
Casi cien años después, en 1947, el historiador Daniel Cosío Villegas escribió en su famoso ensayo La crisis de México que todos los hombres de la Revolución mexicana, sin excepción alguna, habían estado por debajo de las exigencias de ella.
Podría parafrasear a Cosío Villegas y decir, setenta años después de su sentencia, que todos los de mi generación hemos estado también por debajo de las oportunidades que la historia nos brindó y más por debajo aún de lo que nos propusimos. Hemos sido inferiores a lo que soñamos.
Me consuelo pensando que el país es más grande que sus males, más vital que sus vicios y más inteligente que las ilusiones de sus hijos. Lo ha sido desde que existe. Sus poderes han sido la resistencia, el “aguante”, su vitalidad estoica, más que la lucidez práctica de la acción colectiva.
“La historia —dice Chesterton— no está hecha de ruinas completadas y derribadas; más bien está hecha de ciudades a medio edificar, abandonadas por un constructor en quiebra”.
Sus palabras evocan una vieja tradición histórica de México: la de parecer un país eternamente inacabado.