El Presidente de las mentiras
No porque nos tiene acostumbrados a decir mentiras debemos acostumbrarnos a sus mentiras. El que las mayorías no le exijan rendición de cuentas y le sigan aumentando puntos a su popularidad tampoco significa que debamos sentirlas tan normal como respirar. Ya sabemos que hasta el 30 de septiembre Andrés Manuel López Obrador seguirá inventando la Historia y contando historias, por lo que lo recordaremos como el Presidente de los engaños. Sin embargo, para quien tiene el oído entrenado para escuchar, sus mentiras tienen luego desenlaces que deberían preocupar. Sobre todo a Claudia Sheinbaum, que a partir del 1 de octubre será quien mande aquí.
Recapitulemos.
Desde antes de su sexenio, López Obrador decía que no se reelegiría y que sería un Presidente de seis años. Legalmente ha cumplido a cabalidad, pero sus palabras y acciones vistas bajo el prisma político dejan mucho qué desear y más de qué preocupar. Lo más importante es que sus promesas reiteradas de que una vez que se quite la banda presidencial se retirará a su rancho de Palenque, donde presume que se jubilará políticamente, desconectándose de la vida pública y de sus protagonistas, han sido enmendadas con amenazas veladas.
La mañana después de la elección presidencial, López Obrador comenzó a cambiar su discurso. Ya no sólo estarían abiertas las puertas de su rancho para sus hijos y nietos, sino también para Sheinbaum. “Si ella me busca, sí, porque es mi presidenta”, subrayó. “Va a ser mi presidente, pero yo voy a procurar no molestarla”. Cinco días después precisó: atendería el llamado de su presidenta, pero “haciendo uso de mi derecho a disentir”.
El 3 de junio, cuando reiteró que al entregar la banda presidencial viajaría a Palenque, dijo que terminaría un ciclo, y ocupará su tiempo ocupado, curándose de sus enfermedades, platicando con los árboles y los pájaros, y con las guacamayas, que aunque su pecho no es bodega, como le gusta decir, debería tomarse como una metáfora de que tendrá una rica vida interna y no interpretarse de manera literal. Junto con ello, dijo que escribirá sobre la cultura en el mundo prehispánico, para eventualmente publicar un libro.
Entonces, uno puede preguntarse, si su vida estará en comunión única con la cosmogonía de Palenque, ¿de qué puede disentir con Sheinbaum? No se engañe. López Obrador seguirá conectado con la vida pública. No se aislará. Incluso física y biológicamente, para quien ha vivido lustros nadando en adrenalina, acostumbrado a ordenar e imponerse, con una permanente actividad bañada en el rencor y la sed de venganza, ¿es clínicamente posible detener ese frenesí de la tarde que entregue la banda presidencial a la mañana que despierte en el rancho? Salvo lo que concluya un médico, no parece posible este ayuno de choque.
López Obrador suele moverse en el campo de las proyecciones freudianas, como cuando afirma que no hay que tener mucho apego al poder, que es totalmente contrario a lo que ha demostrado siempre, pero con la particularidad ominosa de los últimos 10 días, por su actitud pública y privada, donde asume que los 36 millones de votos de Sheinbaum no le pertenecen a ella, y son de él. Es cierto que pudo haber sido el arquitecto de lo que sucedió y el motor de la motivación en las urnas, pero el mandato es de Sheinbaum y el suyo está en fase terminal.
“No aspiro a ser líder moral, ni jefe máximo, ni caudillo, ni mucho menos cacique”, agregó hace dos lunes. En realidad se comporta como tal, líder moral de un movimiento que provocó “la revolución de las conciencias”. Actuó como jefe máximo –devenido en caudillo– al controlar su sucesión, ordenar quiénes competirían por la candidatura, cómo premiaría a los perdedores, cuáles serían los temas de la campaña y el programa de gobierno de Sheinbaum. Y esto, justamente, ¿no permite aplicarle la descripción de cacique?
López Obrador nunca se contiene. Sus mentiras, cuando hablan de lo que hará y no hará, no tienen larga vida. Tras la elección, duró 12 horas el escenario de su retiro y alejado de la vida pública, y unos días más para dejar claro que si algo no le gusta del gobierno de Sheinbaum, ventilará su crítica. Que hable sobre la gestión de quien lo sucede no es lo que la corrección política sugiere, pero ¿cuándo ha sido políticamente correcto? Para eso inventó la revocación de mandato, para chantajear a su sucesora, ante la amenaza de la destitución. La guillotina estará lista, y la cabeza de Sheinbaum en su base.
La presidenta Sheinbaum debe estar entendiendo cada vez más que López Obrador es un dolor de cabeza que tendrá que administrar por un tiempo. Hay quien piensa que gobernará con esa migraña porque no es capaz, emocional o políticamente, de cortarse las cadenas para volar. Hay quienes piensan que una vez asentada en el poder, tendrá la fuerza para deslindarse de López Obrador –no del proyecto del segundo piso del nuevo régimen– y corte el cordón umbilical. Sólo los ingenuos piensan que no volveremos a saber de él.
El Presidente de las mentiras podrá decir lo que quiera, pero sus palabras –que ha demostrado no son dichos sino anuncios de lo que hará– revelan que intentará seguir gobernando. Sus expresiones también lo delatan. Al pensar en Plutarco Elías Calles –por sus referencias de jefe máximo o caudillo–, piensa en Pascual Ortiz Rubio, a quien apodaban el Nopalito, que fue su pelele hasta que en un acto de dignidad renunció. Otros títeres llegaron para perpetuar el poder de Calles, hasta que Lázaro Cárdenas asumió la Presidencia y lo exilió.
López Obrador ha hecho más cosas para perpetuarse en el poder que las que hizo Calles, sometiendo a Sheinbaum, que asumirá en condiciones parecidas a las de Cárdenas. Calles fue exiliado por Cárdenas, que tomó esa decisión casi dos años después de llegar a la Presidencia. La ventana de Sheinbaum es similar y si López Obrador se mantiene como lo que es, tendrá que actuar con inteligencia y determinación para dejar claro quién manda aquí.