Plaza de almas
A este músico se le apareció en sueños la música perfecta. Tenía la armoniosa exactitud de la música de Bach, matemáticas con alma. En ella estaban la gracia de Mozart, el dramatismo de Beethoven, la hondura de Brahms, la majestad de Mahler, el misterio de Messiaen, todo orquestado con el genio de Ravel y la maestría de Saint-Saëns. En su sueño el músico escuchó esa música y supo que nadie jamás había oído una música tan bella. Al oírla el alma se volvía cuerpo poseído por goces de la tierra, y la carne se hacía espiritual por la exaltación que en ella ponía la belleza. El músico se dijo: "Si para seguir oyendo esta música debo soñar toda la eternidad, soñaré hasta el infinito; soñaré hasta que el sueño deje de soñarme". El músico solía tener en su mesilla de noche unas hojas de papel pautado, pues a veces le venía una idea musical y la apuntaba para desarrollarla luego. Pero en tales ocasiones estaba despierto, y cuando soñó esa música dormía. Sucedió por desgracia que al despertar la había olvidado. Pensó que no la recordaba porque lo distraían los ruidos de la mañana: el parloteo de su mujer; el claxon de los automóviles; el bla bla bla del televisor en la cocina. Se encerró entonces en su estudio y se tapó los oídos con las manos. Supuso que el silencio lo ayudaría a recordar la música. No fue así: por mucho que se esforzó no consiguió traer a la memoria la belleza inefable que había soñado. Fue al piano e intentó reproducir aquella maravillosa melodía. Inútil. Así se le fue el día. Escuchaba de pronto en su interior algunas notas y corría a anotarlas, pero esas notas no eran las de la música soñada. Así se le fue la vida, tratando de recordar su sueño. Nunca volvió a soñarlo; jamás volvió a soñar su música. Desde el día que la soñó dejó de componer: cualquier cosa que escribiera sería fealdad al lado de aquella hermosura. Murió por fin, aunque desde la noche de su sueño había dejado de vivir. Fue al cielo -ahí van casi todos los músicos-, y se sintió feliz porque en el cielo todo era música. Los que merecieron la bienaventuranza eterna se habían convertido en música. Dios, que en la tierra había sido amor, en el cielo era música. Ahí todos hacían música. Los ángeles cantaban como los propios ángeles; los arcángeles entonaban cantos arcangélicos. Cantaban los santos, sobre todo cuatro: San John, San Paul, San George y San Ringo. Cantaban los mártires (su canción sonaba alegre) y cantaban las vírgenes (su canción sonaba triste). Al principio esa música alegró al músico, porque era músico. Pero luego aquella eterna melopea lo impacientó. Dijo: "Es pura música celestial". Además la música celeste le impedía recordar la música que en la tierra había soñado, mejor que la del cielo. Entonces acudió ante un representante del Señor -en el cielo el Señor sí tiene representantes- y le dijo que quería estar en un lugar en el que no hubiera música, para poder recordar su música. El representante del Señor le informó que el único lugar del universo, de todos los universos, donde no había música era el infierno. Por eso precisamente era un infierno. En todos los demás sitios se escuchaba la música de Dios, ya fuera la música de las esferas, ya fuera la música que por encargo del Señor componen los hombres en la tierra. Si quería estar en un lugar donde no hubiera música tendría que ir al infierno. El músico aceptó ir ahí con tal de poder recordar su música. Ahí está ahora. No sé si ya la recordó. Cuando el músico recuerde la música que soñó ya no habrá infiernos, y todos viviremos en un cielo. Tal es el poder de la música. Tales son los milagros que obra el milagro de la música... FIN.