La medianoche se acerca. Diluvia. Un barco monstruoso, 85 metros, 900 toneladas, el paquebote que ha transportado a los centenares de deportistas franceses, ya ha atracado pasado el puente de Jena, después de que lo hicieran las barcazas de estadounidenses y australianos, los próximos anfitriones olímpicos —Los Ángeles 28; Brisbane 32—, y LeBron James orgulloso sujeta firme el mástil, cabeza descubierta en la proa.
La discoteca flotante del Sena con la que terminó el desfile fluvial, la juventud unida en la diversidad, la esperanza, el sexo sin importar el género, ha apagado sus altavoces después de que Philippe Katerine, Dionisio decadente, alertara cantando de la llegada de la oscuridad y la angustia, contrarrestado por el Imagine de John Lennon y Yoko Ono y su luz de armonía melancólica en la voz de Juliette Armanet. Los DJs han parado sus platos. Bajo la mirada fugaz de Pierre de Coubertin, dos segundos en pantalla, una caballera espectral, la gendarme Floriane Issert, con capa olímpica y armadura sobre una caballo metálico cabalga sobre el río, mensajera de un futuro de paz y unidad simbolizada en la bandera de los cinco anillos, la historia de los Juegos, por tercera vez en París, Johnny Weismuller, Jesse Owens, Emil Zatopek, Bikila, Wilma Rudolph, Dick Fosbury, Korbut, Spitz, Comaneci, Kozakiewicz y su corte de mangas a Moscú, Muhammad Ali encendiendo la llama en Atlanta 96, manos temblorosas por el Parkinson, Luganis, Bolt, Thorpe… banderas revueltas sobre el Sena, atletas de todos los países entremezclados junto a la pasarela. Ha sonado el himno. Emmanuel Macron ha declarado inaugurados los Juegos de la XXXIII Olimpiada. Atletas, entrenadores y jueces prestan juramento olímpico. La torre Eiffel, fálica, lanza rayos.
La fiesta lúcida, lúdica, ansiógena, ha terminado. La ceremonia de inauguración más asombrosa se acerca a su momento culminante bajo una espesa nube de misterio.
En el centro de un Jardín de Tullerías mágicamente iluminado, entre la Pirámide del Louvre, Concorde y su obelisco, y al fondo los Campos Elíseos, se ha erigido un anillo de siete metros de diámetro coronado por una esfera gigantesca, 30 metros de altura, 22 de diámetro. Es el homenaje a Montgolfier, Charles y Robert. Los principios de la física aplicada sostienen el gran símbolo de los Juegos, la llama olímpica. Hacia el pebetero, las leyendas del deporte, que recuerdan siempre que los Juegos, nuestra memoria, son ellos, se relevan portando la antorcha con la llama. Durante las cuatro horas de la ceremonia más inesperada de la historia olímpica, el misterio ha sido, más que el Sena, más que la historia y sus grandes ideas, la línea argumental. Y el sentido de la grandeza de los grandes deportistas. Las grandes estrellas del deporte mundial, no solo Zizou, se prestan felices al juego, estrellas invitadas, del pasado y del presente, Rafa Nadal, Serena Williams, Nadia Comaneci y Carl Lewis, en lancha fuera borda, llevan el fuego al obelisco. Suena Supernature, de Cerrone. La tenista Amelie Mauresmo la recibe en el muelle y asciende ligera, en forma, las escaleras hacia el Louvre. Se la pasa a Tony Parker, francés en la NBA. La eternidad, se deleitan los locales, mientras avanzan por grandes plazas desiertas. Charles Coste, que nació en el 24, hace 100 años, y como ciclista ganó un oro en Londres 48, es el antepenúltimo paso. Desde su silla de ruedas tiene el fuego, a dos personas, una mujer, Marie Jo Pérec, triple campeona olímpica (dos veces en 400m, una vez en 200) y el gran judoca Teddy Riner, gigantesco y triple campeón olímpico también. La elección que a nadie deja indiferente.
La grandeur es finalmente un sentimiento provinciano que se traduce irónicamente en grandes palabras, bleu-blanc-rouge, y en imágenes, una cortina de agua en el puente de Austerlitz, un acordeonista alado y Zinedine Zidane salvando la llama olímpica en el Stade de Francia de las manos de un relevista despistado, para entregársela, dios generoso, a tres niños que recorren, película de aventuras los misterios de París. Los clichés convertidos en guiños, caricaturas de sí mismos. Thomas Jolly, el creador de la ceremonia, le añade el valor del feminismo, y la hizo grande de verdad, menos paleta, más universal. El Sena es una Diosa, es la fuerza de la mujer, su resistencia a la violencia, el deseo de emancipación, la libertad. Las atletas, en la proa, son la libertad guiando al mundo. Los niños del Allons enfants con que comienza el desfile fluvial, que se hacen con el mundo, lo convierten en campo de juego y alegría, y gritan, que la fiesta comience. Y hasta no hace mucho, los deportistas, soldados de las patrias, marchaban por la pista de atletismo, uniformados y marcando el paso.
El olimpismo a la medida del ser humano. Los juegos del pueblo. La memoria de los deportistas argelinos, que arrojan flores al Sena, donde centenares de compatriotas fueron arrojados por la policía en 1961. La lucha.
El día amanece apocalíptico. Saboteadores organizados han dejado sin TGV a media Francia, y llueve en París. Los Campos Elíseos, sus adoquines desiguales encharcados, están desiertos salvo por cientos de policías que lo recorren arriba y abajo, incansables. De Concorde al Arco del Triunfo. Zozobra en la alfombra roja que une en pasarela infinita la tribuna del Trocadéro con la torre Eiffel, al otro lado, cruzado por el puente de Jena el Sena, la arteria por la que llega el oxígeno, la vida, los deportistas, al corazón de los Juegos. Antes de ellos, llegan los famosos y las famosas, empapados algunos, su haute couture hecha unos zorros, y el sombrero airoso torcido en lo alto de la cocorota. Como si el apocalipsis del caos y el desastre formara parte del guion, la época prerrevolucionaria, quizás, antes de la llegada de la luz, Tony Estanguet, el presidente del comité organizador, sonríe y grita “¡bravo!” “Estamos orgullosos de haber revolucionado los códigos de la ceremonia de inauguración”, declara cuando aún faltan un par de horas para que seis kilómetros al Este, río arriba, comience a navegar la primera de las 85 barcazas que a nueve kilómetros por hora transportarán a más de 8.000 de los mejores atletas del mundo, 204 banderas, 408 abanderados, hombres-mujeres, mitad-mitad, en una travesía sentimental y física a través de la historia de Francia, y, por lo tanto, del mundo. Es la historia mundial de Francia. Paraguas y charcos. Ideas que han hecho avanzar a la humanidad, que la han liberado de la oscuridad.
El mundo es un decorado levantado en su honor. Los muelles son un friso entre cientos de miles de espectadores. Y Lady Gaga, estrella del cabaret canta, “Mon truc de plumes”, mi traje de plumas. La vie en rose, cantaba Edith Piaf, y se visten de rosa cientos de bailarines, y la cabeza de María Antonieta, en los brazos de la reina decapitada, empieza a entonar, a gritos, Ça ira, ça ira (esto marcha, esto no hay quien lo pare), el canto de los revolucionarios que la guillotinan, convertido en cacofonía heavy metal-lírica, con Gojira y Marina Vioti, que deriva en habanera de Carmen... Mientras, los andamios de la reconstrucción de Notre Dame destruida por el fuego, son una orquesta de percusión, el sonido de las herramientas de los obreros y artesanos, rítmico, apremiantes, mientras la llama salta por los techos de París, la ruta de Cuasimodo también. La libertad. El pueblo. Los Miserables. Nada falta. La igualdad: Aya Nakamura, de Bamako, Malí, colonia histórica, cantando a Charles Aznavour, For me, formidable, con un coro militar, en el puente de las Artes ante el Louvre, donde, para representar la fraternidad, el misterioso portador de la antorcha enmascarado, recorre sus salas en busca de huellas tras el robo de la Gioconda.
Antes, entre la Eritrea abanderada por el maillot verde del Tour Biniam Girmay, y Estonia, España se asoma a la borda de su gran barco, con Támara Echegoyen y Marcus Cooper sujetando el mástil. Suena Maurice Ravel, Juegos de agua. Alexandre Kantorow, al piano.
El anónimo enmascarado se tropieza con el tren de los hermanos Lumière, asciende a la luna de Meliès y baja al Nautilius tripulado y hundido en el Sena por juguetones Minions. Y en el techo del Grand Palais, la sororidad es, evidentemente, La Marsellesa, más emotiva que marcial, el juego de los contrastes siempre, la dramaturgia del contrapié, interpretada por la mezzo Axelle Saint-Cirel a la que Dior viste de tricolor, bleu, blanc, rouge, y la cola vuela siete metros. Y la sororidad es también el recuerdo a grandes mujeres opacadas en los relatos de la historia, Alice Milliat, Olympe de Gouges, o tan fuertes que se sobrepusieron a todo, Simone de Beauvoir, Simone Veil. Y un coro de 34 mujeres la acompaña, y recuerda que por fin, 128 años después de su refundación, se celebran unos Juegos paritarios.
¿Quién será el último portador del fuego? En la narración de lo inesperado y lo sorprendente, barroco y funk, ¿por qué no lo sería el contratenor y b-boy de breaking Jakub Józef Orliński, que interpreta en el puente de Alma, el bien llamado, a Jean Philippe Rameau, su Viens, Hymen?
Habría sido la apoteosis para acabar con el apocalipsis y abrir el futuro a la esperanza, pero tampoco se quedó corta la elección final. Por primera vez dos relevistas finales para que Céline Dion, que vuelve a cantar en público después de casi cuatro años de lucha contra una enfermedad rara, el síndrome de la persona rígida, con su voz les arrulle desgarrada, y el recuerdo de Piaf, por supuesto, su himno al amor. Je me fous du monde entier... Me importa un bledo el mundo entero. Pedrería, tarjeta postal, ironía. Que los Juegos comiencen. Que siga la fiesta.