La fecha clave fue el 9 de septiembre. Ese lunes, se desató en Sinaloa una ola de violencia sin precedentes recientes. La supuesta traición de uno de los hijos de Joaquín El Chapo Guzmán, Joaquín Guzmán López, a Zambada, al entregarlo a las autoridades estadounidenses, rompió un equilibrio que reinaba desde hacía años en Culiacán. Hasta entonces, convivían las dos facciones casi sin inconvenientes en la capital sinaloense. Pero la ruptura de ese “código no escrito”, dice un reportero local que no quiere dar su nombre por seguridad, decantó en la guerra que sacude la entidad desde entonces.
En medio de esa pugna, quedaron entonces los periodistas, explican varias voces a este periódico. “Se está viviendo una situación complicada por la división al interior del Cartel de Sinaloa”, dice Jesús Bustamente, presidente de la Asociación de periodistas 7 de junio. “Nosotros no tenemos nada que ver, pero tenemos el deber de narrar lo que está ocurriendo”. El aumento de los enfrentamientos entre facciones del crimen organizado provocaron un alza de las intimidaciones contra el gremio, las amenazas, y los bloqueos para acceder a las zonas donde se registraban los actos de violencia. “Todo eso se volvió mas visible con el ataque a El Debate”, agrega.
El pasado 17 de octubre, pasadas las 22.30 horas, la sede de El Debate, en el centro de Culiacán, fue atacada a balazos por una persona que se bajó de un coche con un arma larga. El vehículo llevaba rato merodeando el medio de comunicación, y cuando el atacante disparó contra la fachada, dos periodistas que se encontraban en la puerta alcanzaron a correr y echarse al piso para esquivar las balas. La entrada baleada es la que usa el personal para ingresar y para salir, explica un trabajador del periódico, que prefiere no dar su nombre, y a esa hora normalmente hay mucha gente. Ese día justo habían alcanzado a salir algunos compañeros, que se marcharon minutos antes del ataque. Nadie salió herido, pero “el miedo que deja atrás eso, no se quita”, dice la persona.
Menos de dos días después, este medio de comunicación volvió a sufrir un ataque. Un repartidor que llevaba las ediciones impresas del periódico en su motocicleta fue perseguido, agredido y secuestrado por criminales armados la madrugada del pasado sábado. Desde entonces, sus compañeros y su familia no han tenido noticias de él. “Ojalá que las personas que se lo llevaron se compadezcan y lo liberen”, dice su colega. Las fotografías difundidas tras el ataque al repartidor mostraban los diarios desparramados junto a su vehículo, sin señal del trabajador. Para los otros medios, estas dos agresiones son un mensaje del crimen a todo el gremio. “Al atacar a balazos a un medio altamente reconocido, ponen en alerta a todos”, dice Bustamante. “Es un advertencia para los demás”.
Cuando se desató la ola de violencia a inicios de septiembre, la prensa comenzó a notar señales de que la cobertura iba a ser complicada, explica Bustamante. En los meses anteriores, si pedían permiso a los grupos criminales para entrar a alguna zona roja, podían hacerlo. Pero en el último tiempo, cuando intentaron acceder a zonas en las que se daban los enfrentamientos, los miembros del cartel les impedían el paso y les advertían de que no publicaran nada sobre lo que estaba pasando en ciertos municipios, relata el defensor. Eso llevó a que los periodistas dejaran de ingresar a zonas rurales, abandonaran esas coberturas para no exponerse. “Nos estamos limitando a contar lo que ocurre dentro de la ciudad porque no hay forma segura de llegar a esos municipios”, comenta.
Al menos tres reporteros que prefieren no dar su nombre aseguraron que ahora toman precauciones extras para hacer su trabajo. No salir de noche, no acudir solo a una cobertura, a veces incluso no identificarse como periodistas. “La prensa está viviendo en un contexto de miedo”, dice el trabajador de El Debate. “Estamos intentando entender cuáles son los límites para que el contenido que escribes no te meta en problemas”. La redacción del periódico tiene estos días protección de la Guardia Nacional y la policía estatal, pero no saben cuánto tiempo va a durar.
Jhenny Bernal Arellano, directora del Instituto para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas de Sinaloa, admite que los más afectados son los reporteros de nota roja y que, en el último mes y medio, casi se triplicaron las denuncias por agresiones a los reporteros. “El clima de violencia persiste, hemos tenido varios sucesos que nos mantienen en alerta”, dice en entrevista telefónica. Las autoridades han intentado quitar hierro a la situación, que no deja de agravarse con el paso de las semanas. “Toda acción se queda pequeña para garantizar el trabajo de la prensa”, agrega.
Para Bernal, lo que vive la entidad es una “violencia extraordinaria” porque, a pesar de tener condiciones adversas normalmente, lo de ahora es extremo. Otro reportero local, que tampoco quiere dar su nombre, dice que “nunca había ocurrido algo así”. Varios periodistas recuerdan la época de pugna entre el Cartel de Sinaloa y los Beltrán Leyva como el último gran conflicto que atravesaron, que inició en 2008 y terminó casi dos años después. En aquella época, el semanario Ríodoce sufrió un ataque cuando dos agresores lanzaron una granada a la redacción.
Las experiencias aprendidas en aquella época, sin embargo, no quitan los temores de hoy. Los reporteros ya no pelean por quién tiene la exclusiva, quién llega primero al lugar de los hechos, o quién publica antes que nadie lo sucedido. Han optado por abandonar la competencia y priorizar la seguridad. “Las condiciones son bien difíciles, pero si dejamos de trabajar perdemos nuestra esencia”, dice el trabajador de El Debate. “El periodista en Sinaloa no es que sea valiente, es que ha aprendido a trabajar con miedo”.