Testimonios. Los centroamericanos Miguel, José y Javier narran y muestran a Crónica las cicatrices de su encuentro con la MS. “Su poder es bárbaro en Tabasco”. Están aliados con Los Zetas y ya no se tatúan ni se marcan como antes, afirman
(Primera parte)
Los pies con llagas, la sangre entre los dedos y las cicatrices del cuerpo dibujan sus vidas en la migración. Escucharlos es temblar, sollozar, descubrir cómo la mafia domina rutas y remacha destinos.
Tres centroamericanos: José Serrano, Miguel Murillo y Javier Nelin han comido por primera vez en muchos días: sopa, pan, fruta… Para aliviar las heridas, calzan sandalias holgadas, usadas antes por miles en esta Casa del Migrante donde huele a canela y café.
Se conocieron aquí, pero se saben marcados por el mismo hierro. Los tres aceptan compartir su historia desde un sillón desbaratado, sin ataduras ni sutilezas.
—¿Y quién es la mafia? –se le pregunta a Javier.
—La MS, la Mara Salvatrucha que ha inundado México: hace y deshace en toda la ruta migratoria…
Son caminantes ajenos a las tarifas desmedidas de los polleros. Les importa poco si el cobro es de 10 o 15 mil dólares, porque ellos nada pueden ofrecer. Salieron de sus casas impulsados sólo por la fe… Y sin dinero, cada paso por México es una especie de prodigio o golpe de azar. De llegar a la frontera se convertirá en simple fatalidad.
“Para nosotros y la mayoría de la raza, los jodidos, no hay más opción que cruzar a Estados Unidos con una mochila de droga”, suelta José.
San Juan Diego es la Casa del Migrante más cercana al centro del país, en una zona dominada ya por los maras.
Habrá de cruzarse un parque de árboles marchitos y seguir por las vías del tren para llegar al barrio de San Bartolo y a este hogar coordinado por el padre Horacio Robles, en la punta norte de este municipio de tierra suelta, donde las bardas garabateadas parecen susurrar engaños a los migrantes.
Es un camino acechado por “punteros o informantes”, la mayoría niños y adolescentes en bicicleta, equipados con radios y teléfonos móviles. Los ojos vigilan, hasta detrás de las paredes.
Las vías conducen a un basurero extendido, una franja siniestra y prohibida hasta para las cuadrillas de policía municipal. Ahí, atada por sus propios secretos, se ubica la llamada “vecindad del chavo”, una vieja construcción de puertas y ventanas amordazadas, donde gobierna la Mara Salvatrucha.
La finca le sirve como centro de operación de sus actividades criminales, como el enganche de indocumentados.
En 2013 Javier Nelin pasó por esta zona. Era un amanecer lluvioso. Venía con un compañero de andanzas quien, cansado, le sugirió descansar unas horas en la Casa del Migrante.
—No —dijo Javier—. Voy a seguir, todavía traigo pila…
“Si le hubiera hecho caso a mi compa, no me habría pasado lo del basurero”, se lamenta ahora.
—¿Qué te pasó? –se le pregunta.
—Me agarraron tres maras, me dieron una buena taleguiada (golpiza), querían echarme a un pozo de agua. Logré zafarme, pero comenzaron a corretearme, a uno le alcancé a quitar una varilla caliente, no por nada me quedó esta marca en la cabeza. Escapé de milagro, tal vez porque estaban drogados.
La cicatriz es del tamaño de una moneda de diez pesos, engrosada, negada al nacimiento de cabello tal vez para siempre.
En agosto del año pasado, la policía ministerial del Estado de México descubrió aquel pozo de 30 metros de profundidad. Se rescataron más de 900 restos óseos, de los cuales 800 eran de seres humanos. Según la Procuraduría local, correspondían a once hombres y una mujer.
Pese a todo, la “vecindad del chavo” sigue ahí, intacta, intocable…
“Si pasas de noche por ahí, estás muerto”, dice Miguel.
—¿Y al menos en la casa se sienten seguros?
—Ya dentro sí, pero más allá de la puerta te la tienes que rifar.
EL HUMILDE. Javier llegó por la mañana, pero esta vez sí tocó en la casa. Intentó burlar a los maras por una vereda, pero uno de los pandilleros lo siguió.
—Venid chiquillo –le dijo.
—Voy a chambear –respondió él, conocedor del peligro.
—¿Y por qué la mochila?
—Es lo que necesito para trabajar.
—¿A dónde?
—Aquí adelantito.
“Me vino siguiendo por un buen rato, luego me mandó a un guerito en bicicleta, un niño, quien me volvió a hacer la plática, quería sacarme información. Hasta que al fin paré en la casa, pero él no se movió de la esquina. Vi como el chamaco sacó su teléfono y empezó a llamar… Los mareros son así”.
—¿Cómo?
—Te preguntan a dónde vas, cuántos migrantes vienen, quién los trae. Conozco a esos pinches locos.
—¿Son mexicanos o centroamericanos?
—Muchos mexicanos, pero también revueltitos: hondureños, nicaragüenses, guatemaltecos, salvadoreños y hasta venezolanos. Hoy el que lleva la palabra en la estación de Huehuetoca es uno al que le dicen El Humilde.
La casa se instaló aquí hace cinco años, por el constante flujo de trovadores en busca de trepar a La Bestia. Es custodiada día y noche por un grupo de veladores voluntarios y por agentes de la policía municipal. De manera cotidiana, la policía estatal organiza rondines.
“Los maras ya no se tatúan ni se marcan tanto como antes, y a veces no podemos darnos cuenta que uno de ellos logró meterse a la casa. Sí hemos tenido casos de maras o ex maras acá dentro. Lo que hacemos es observarlos a distancia, y esperar a que al otro día se vayan sin ocasionar violencia”.
—¿Para qué se infiltra un mara en una casa como esta?
—Para avisar al jefe que está delante o detrás sobre cuántos migrantes hay, de cuánto es el botín; para llevarlos a otro lado, mover a la gente a su antojo y frotarse las manos del beneficio económico que la pandilla obtendrá tanto por el tráfico de personas, el secuestro, la prostitución y la trata. El migrante tiene marcado un signo de pesos en la frente.
LA SOMBRA. Desde el cruce a México “mandan ellos —dice José—, pero su poder es bárbaro en Tabasco, en los pueblos de Los Limones, Francisco Rueda, Pino Suárez y Chontalpa. Ahí están los meros buenos”.
Se refiere al municipio de Huimanguillo.
“Los maras y los zetas están aliados y trabajan como un mismo cártel”, describe, tras su segundo intento de cruce desde noviembre de 2016.
“El grupo con el que venía se topó con ellos rumbo a Francisco Rueda. Antes el jefe de la banda era uno al que apodaban El Pájaro, pero lo mataron y ahora nombran a otro: le dicen La Sombra. Cuando nos encontraron era la medianoche: a algunos que corrieron les pegaron con machete y los dejaron ensangrentados, a otro lo tiraron en las vías y de milagro no quedó inválido. Uno de los pandilleros me dijo: los flacos me caen mal y por eso te voy a matar”.
—¿Y cómo la libraste?
—Le midieron, porque ellos eran tres y nosotros 19. Sólo nos quitaron las pocas monedas que traíamos y celulares.
La Sombra, dicen, es hondureño y presume una cadena de oro con la imagen de la Santa Muerte, a la que se aferra con besos interminables.
Miguel, José y Javier besan una cruz de resina, obsequiada por el clérigo. Aquí, en la casa, curarán sus pies y otras heridas del cuerpo, pero difícil será curar las del alma…