INJUSTICIA ◗ Samantha cumplirá el domingo un año presa en Santa Martha Acatitla, es estudiante de la UNAM y le han descartando la clonación de una, dos, tres y cuatro tarjetas y está por que la absuelvan de una quinta; “mientras me pudro aquí por una acusación inventada", dice ◗ “Tienes que acostarte con los funcionarios para recibir favores, como tener jabón, toallas sanitarias, pasta de dientes o shampoo”, cuenta otra reclusa
[ Tercera parte ]
Al menos el 50 por ciento de los internos sin sentencia en el país está recluido por delitos menores o no graves, de acuerdo con datos del Senado de la República.
En la realidad actual, con 81 mil procesados, la cifra ascendería a más de 40 mil presos en esa condición.
Es el caso de Samantha Monserrat, de 22 años y estudiante de la carrera de Medicina en la UNAM. El próximo domingo 4 de junio cumplirá un año en el Centro Femenil de Santa Martha Acatitla, acusada en principio de falsificación y posesión de cinco tarjetas bancarias, un delito desvanecido ya de juzgado en juzgado.
La posesión quedó desechada por falta de pruebas. Y también fue descartándose la clonación de una, dos, tres y cuatro tarjetas… Hoy sólo se encuentra tras las rejas por una tarjeta de servicios vencida.
Su historia es singular, porque en cinco ocasiones juzgados y tribunales se han declarado incompetentes para revisar su expediente, liberarla o dictar una condena.
“Y mientras me pudro aquí por una acusación inventada y mis padres están cada día más decaídos, enfermos”, dice.
Por las irregularidades procesales, su asunto está en la antesala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
REDES. Los pasos van hacia el Dormitorio C, donde se encuentran “las de beige”, vestimenta distintiva de las reclusas sin sentencia. Burbujean aquí los testimonios de exigencias sexuales. De voz en voz, va delineándose una red de abusos operada por custodios y autoridades de alto rango en el penal.
“La directora (Gloría María Hernández Gaona) no se da cuenta de nada o simula que no se entera, y sus subordinados aprovechan esa indiferencia para hacer de las suyas”, dice una de las seis presas que acceden a contar su experiencia.
“Tienes que acostarte con los funcionarios de aquí para recibir dinero o favores, hasta los más pequeños”, refiere otra de las internas.
—¿Cómo cuáles?
—Meter a tu celda cosas personales como jabón, toallas sanitarias, pasta de dientes o shampoo.
—¿Son obligadas o es parte de un acuerdo mutuo?
—Pues ya todas sabemos que hay que entrarle con ellos para obtener beneficios. Quien no accede, será siempre la más castigada o marginada.
“Quieres cambiarte de celda o de dormitorio, hay que acostarse con ellos; quieres que te autoricen un permiso u obtener un estímulo, lo mismo”, cuenta otra de las procesadas.
—¿Qué clase de estímulo?
—Tener una tele en tu celda, por ejemplo. Según hay un consejo penitenciario para decidir todo esto, pero es puro cuento, las cosas se deciden por debajo de la mesa o por encima de la cama.
—¿Cómo se da el contacto entre internas y funcionarios?
—Cuando les gustas, ellos mismos te mandan a decir o a buscar y te la cantan derecho, pero también hay compañeras que necesitan algo y ya se la saben: basta decir en la reja que vas a trabajo social para que te dejen pasar a las oficinas y arreglarte con los funcionarios.
“Las jefas mujeres a lo mejor no te piden sexo, pero sí 500 o mil pesos por un favorcito. A mí la directora técnica me pidió un quinientón por cambio de dormitorio”, relata una más de las entrevistadas.
ZOZOBRA. Samantha, de ojos pizpiretos, nada dice del tema. Prefiere concentrarse en las anomalías de su expediente. Hoy, en la visita, la acompaña su novio, quien fue detenido junto con ella aquel junio de 2016.
A él también le fincaron otras cinco tarjetas de crédito y débito. Lo encerraron en el Reclusorio Oriente. Sin embargo, al mes salió libre bajo las reservas de ley.
“Íbamos en el auto de mi novio por la colonia El Arenal —en los límites de la CDMX y el Edomex— cuando tres camionetas nos cortaron el paso. Se bajaron varios hombres armados y nos metieron a los vehículos a punta de pistola, mientras nos golpeaban… Pensé que se trataba de un robo o de un secuestro, pero después nos enteramos que eran policías ministeriales vestidos de civil”, relata la universitaria.
Para ella, fue apenas el primer eslabón de una cadena de zozobra…
Un juzgado del Reclusorio Oriente le decretó el auto de libertad por el delito de posesión, pues jamás se le encontró ninguna tarjeta, pero dictó auto de formal prisión por el de falsificación. Al tiempo, se declaró incompetente y envió el expediente a un juzgado federal del Reclusorio Sur. Ahí, el juez la absolvió por la clonación de cuatro de las cinco tarjetas referidas, y en torno a la quinta adujo también incompetencia por tratarse de una tarjeta de servicios de una empresa privada de sociedad anónima. Lo turnó a un juzgado del fuero común del Oriente que, de manera increíble, alegó de nuevo incompetencia por estar involucrada sólo una mujer. “Debe seguir el proceso en un juzgado especializado en delitos para la mujer”, fue el argumento.
Entre torpezas, el caso se radicó en el penal de Santa Martha, de donde fue rebotado al Oriente para ser otra vez devuelto.
“Nadie me quiere juzgar, pero tampoco nadie se atreve a señalar las mentiras y arbitrariedades. Ni siquiera magistrados ni colegiados. Ahora la Suprema Corte deberá pronunciarse en relación a la competencia”, explica Samantha.
La versión de la pareja es coincidente. “Nos puso una amiga de la Universidad a quien un día descubrimos utilizando una tarjeta falsa en un centro comercial”, describe ella.
Samantha trabajaba de auxiliar en un consultorio, hacía ya prácticas profesionales y le faltaban menos de tres años para culminar la carrera.
“Lo que no resisto es el dolor de mis padres por verme encerrada. A mis abuelos les hemos ocultado todo, se morirían de tristeza”.
Con los abogados, tanto particulares como de oficio, sólo ha conocido de burlas y estafas. Algunos le han recomendado declararse culpable para reducir la pena.
“Dicen que si llego confesa tengo derecho a la reducción como primodelincuente. A veces pienso que es lo mejor, pero luego digo: ¿dónde quedará mi nombre y mi reputación?, ¿por qué aceptar la culpa de algo que no hice?”.
Sólo le queda esperar. Un año y sigue la cuenta…
“No sé cuánto pueda durar tanta incompetencia. Anhelo mi libertad, pero me da miedo no saber rehacer mi vida, se siento en la ruina”…