Con 50 años recién cumplidos, Cristina Serrano parece una mujer tranquila. Si no satisfecha, al menos consciente de que su situación ha mejorado. El terremoto del 19 de septiembre de 2017 les dejó en la calle. Su edificio, en el sur de Ciudad de México, quedó inhabitable. Miles de edificios sufrieron desperfectos durante el terremoto en la ciudad y los estados aledaños. Otros tantos quedaron inhabitables y otros cayeron. Al menos 230 personas murieron sólo en la capital.
Durante meses, Cristina y los suyos vivieron en tiendas de campaña. En diciembre cambiaron la tienda por una casa de cartón, madera y otros materiales reciclados. Arquitectos de la UNAM, la Universidad Nacional Autónoma de México, fabricaron unas cuantas para las familias del campamento. Principalmente familias con niños. La tienda, dice Cristina, se la cedieron a "Beto Chavelas", que vive solo.
Cristina, su esposo, sus hijos y nietos comparten el campamento con otras nueve o diez familias. Carentes de opciones, Cristina y su familia ocuparon parte del parque de Fuentes y Gálvez, junto a su vieja casa. Ahí siguen un año después, en el área de columpios, junto a una banca de hierro forjado. Vecinos en la misma situación adoptaron soluciones parecidas. Los que pudieron se fueron, los que no, se quedaron en el parque.
Este martes, 364 días después del terremoto, muchos siguen ahí, repartidos en tres campamentos. Desde el de Fuentes y Gálvez se ve la vieja casa de Cristina, el quinto piso del edificio 4-A del Multifamiliar Tlalpan. Compuesto de diez inmuebles, uno se cayó durante el temblor y los otros nueve sufrieron daños severos. Desde hace meses, Cristina y el resto pelean con el Gobierno para que les reformen las casas. Que lo haga sin costo para ellos. De momento parece que lo han conseguido, aunque el cambio de administración en diciembre les mantiene intranquilos.
Además de una historia encomiable de supervivencia, la vida en los campamentos es una eterna vuelta al pasado, a los segundos que duró el terremoto, a lo que hicieron los vecinos, a cómo salieron de sus casas. Hay historias que conocen todos: la de Juan Arias, que salió volando por la ventana del cuarto piso del edificio que colapsó, y aún así, pese al vuelo, sobrevivió; la de Nayeli y sus dos hijos, que no pudieron salir y murieron; la de Martha Reyes, madre de Nayeli, que murió de un infarto meses más tarde, después de un mitin político que acabó en batalla campal...
Cristina cuenta que el sismo del año pasado fue el segundo que vivió en la misma casa. De hecho, aunque no lo dice, fue el segundo que vive, el mismo día, en la misma casa: los terremotos de 1985 y 2017 ocurrieron, con 32 años de diferencia, el 19 de septiembre.
"Aquel día estaba con mis hijas", recuerda Cristina. "Había salido temprano, a las 8 de la mañana, trabajaba en una casa limpiando. Volví pronto. Cuando empezó a temblar yo estaba en la cocina, lavando los trastes -la vajilla, las ollas. Todo empezó a moverse y no podíamos salir".
Eran las 13.14. El quinto piso de su edificio se movía escandalosamente. Cristina recuerda el ruido, el bailoteo de aquella mole de cemento. Ella y una de sus hijas se refugiaron en el marco de la puerta del baño. ¿Por qué? Nada más se refugiaron allá, sin pensar. Su otra hija y dos de sus nietos, gemelos de tres años, se quedaron atrapados en el cuarto. La puerta quedó atrancada. No pudieron salir del edificio hasta que acabó de temblar.
Cuando salieron se fueron al parque, se sentaron en una banca. Y ya no han salido de ahí. Este martes, Toño, el esposo de Cristina, barría el paseo del parque, la parte que da a la puerta de la casa. Frente a la puerta han instalado un lavadero. En el lavadero, Cristina guarda el cadáver gigantesco de un insecto en una botella de plástico. Se llama cara de niño. No es venenoso, pero ella cree que sí. Y lo parece. Toño ha echado cemento e impermeabilizante en la base de la casa. Para evitar que entren. Y de paso para que no se cuele la lluvia. Aún no saben cuánto tiempo tendrán que pasar aquí.