Miles de hondureños que huyen de la violencia y el hambre alcanzan Guatemala y desbordan la red de albergues locales
Kaidy Arriaga ha caminado durante casi cinco horas. Lleva en brazos a su hija Yazmin, de dos meses. Unos pasos más adelante, su hermano Wilmer Arriaga empuja un carrito con las maletas y Loreli, su otra hija, de cuatro años. La familia ha cubierto una distancia de casi 500 kilómetros en los últimos cinco días, desde el departamento de Colón, en el Caribe hondureño, hasta Ciudad de Guatemala. El objetivo final es Florida y el de hoy, alcanzar a uno de los contingentes de la caravana que busca abrirse camino hacia Estados Unidos. “Decidimos irnos el pasado domingo, las niñas son chiquitas, pero la crisis era insoportable”, explica Arriaga, de 24 años, antes de dibujar una sonrisa agotada.
La familia Arriaga avanza al pie de la carretera del Pacífico, la más concurrida de Guatemala y en la que cada 10 kilómetros se divisan las señales de tránsito rumbo a la frontera con México. “Le traigo agua y estas bolsas, Dios los bendiga”, les dice una mujer que se detiene en uno de los arcenes. “No es mucho, pero espero que les sirva”, les dice un hombre antes de extenderles un billete de 10 quetzales (poco más de un dólar).
El tramo guatemalteco al norte está pavimentado de solidaridad centroamericana, pero no exento de peligros. Ni de obstáculos. Hambre y calor extenuante de día, lluvia y frío al caer la noche. Kaidy Arriaga y sus hijas pasaron la noche del jueves en la Casa del Migrante de la capital guatemalteca, donde filas interminables de catres y colchonetas daban cuenta del éxodo masivo de inmigrantes hondureños.
La red de acogida está a su máxima capacidad. “Mi hija y mi esposa alcanzaron a quedarse todavía en el albergue, pero a mí me tocó dormir afuera, está abarrotado”, comenta Yosif Lazo, de San Pedro Sula, recostado sobre una banqueta. Entre los ríos de gente, muchos fuman, ríen, cocinan y recuperan fuerzas antes de seguir el camino, con ganas de recobrar una sensación de cotidianidad en medio de circunstancias extraordinarias.
La tensión se acumula en los puentes migratorios. Al sur, por las miles de personas que aún buscan salir del país que gobierna Juan Orlando Hernández. Al norte, por los grupos de avanzada que se agolpan a las puertas de México y que amenazan con colapsar ese cruce en los próximos días. Los migrantes que han puesto contra las cuerdas a los Gobiernos de la región son en su mayoría niños, adolescentes, mujeres que viajan solas y personas mayores.
Grupos pequeños
No se ha informado aún de una cifra oficial de personas en tránsito, pero el martes se sabía que al menos 2.000 hondureños están en territorio guatemalteco. Tres días más tarde se calcula que ya son 5.000 inmigrantes, de acuerdo con el padre Mauro Verzeletti, el director de la red de albergues.
La caravana avanza a distintas velocidades y empieza a dispersarse organizada en varios grupos pequeños, sin líderes visibles. Se espera que miles más lleguen en los próximos días, pese a las advertencias de los Gobiernos de la región de cerrarles el paso, según las autoridades locales y los encargados de la red de acogida.
Cientos ya están en la frontera con México y muchos más ya alcanzaron Ciudad de Guatemala, aunque la prensa local da cuenta de que el grupo más grande todavía no ha llegado. El flujo parece inagotable y dibuja los matices de una de las crisis migratorias más dramáticas de los últimos años en Centroamérica, entre madres que han perdido la pista de sus hijos, el ansia por seguir adelante, el riesgo de derrubios por las intensas lluvias y decenas de familias divididas: por los que se fueron y los que se quedaron. “Dejé tres hijos en Honduras, si decidí volver a empezar a los 43 años fue para darles una vida mejor”, comenta Lazo.
La violencia que azota el Triángulo Norte (Guatemala, Honduras y El Salvador) sigue siendo una de las principales causas, pero no es la única. La marginación, el desempleo y la falta de oportunidades se han consolidado entre los principales factores y potencia una comunidad de migrantes que se asume acostumbrada a las adversidades. “No hemos tenido problemas, gracias a Dios”, dice Arriaga sin ningún atisbo de preocupación y con su bebé guarecida de las inclemencias del tiempo solo con una pequeña toalla de manos.
Los ojos están puestos en lo que sucederá en territorio mexicano este fin de semana, la próxima gran prueba para los migrantes y para las autoridades de los países involucrados. Algunos barajan otras posibilidades ante las amenazas del presidente Donald Trump, como quedarse en México o, incluso, buscar una oportunidad en Guatemala. “No tenemos miedo, nosotros no somos beneficiarios de las ayudas de Estados Unidos, nosotros somos los que nos comemos la crisis, la violencia, la inseguridad”, afirma Orbelina Orellana, de 26 años, “y esta es nuestra huelga de hambre”. “No tenemos otra opción, hay que seguir adelante”, dice Wilmer Arriaga, antes de empujar a su sobrina por un camino cuesta arriba a más de 2.000 kilómetros de la tierra prometida.