“¿Que cómo se soporta esto? Solo con la ayuda de Dios”, dice exhausta Carolina Castillo, una migrante hondureña de 40 años. Castillo tiene los pies llenos de ampollas, deshechos. Ha caminado durante ocho horas sin parar. Desde la madrugada. Con temperaturas superiores a los 30 grados, bajo un sol inclemente. Sin conocer el camino. Sin cargar agua ni comida. Sin saber si la Policía Federal iba a detener a la caravana de miles de migrantes centroamericanos que este domingo salieron desde Ciudad Hidalgo, en la frontera con Guatemala, hacia Tapachula, 30 kilómetros adentro de territorio mexicano.
Nadie se mueve en el parque central de esta ciudad en el Estado de Chiapas. El cansancio fulmina a todos: a los hombres y a las mujeres, a los jóvenes, a los viejos y, sobre todo, a los niños. “Hoy fue más difícil que otras veces, el sol fue…”, dice Harold Sierra, de 21 años, antes de una pequeña pausa: “Durísimo”. Sierra descansa sobre el piso de cemento de la plaza en el centro de Tapachula, al tiempo que unos amarran lonas de plástico a los árboles para pasar la noche, algunos se instalan en una de las partes techadas de la explanada y otros buscan albergues para recuperarse.
Todo estaba oscuro y en silencio. La caravana partió a primera hora de la mañana. Al frente, una ambulancia y más atrás, una camioneta del municipio fronterizo de Suchiate los alumbraba con un reflector y los escoltaba por una estrecha carretera de dos carriles. Los coches y los camiones que se apresuraban a la frontera con Guatemala los eludían por la única vía que estaba despejada. “¡Péguense a la raya amarilla, por favor! ¡No queremos que haya accidentes! ¡No se adelanten!”, gritaban los organizadores.
La columna de gente, que se extiende hasta donde se pierde la vista, es casi incontrolable. Esta caravana es mucho más grande que la que hubo en marzo, cuentan los que estuvieron entonces y están otra vez ahora. “Donald Trump debe estar furioso, cuando se dé cuenta de lo que estamos haciendo”, bromea Guadalupe Pineda, de 20 años. En Guatemala, la caravana era una cadena desperdigada de grupos chicos que acercaban y se alejaban en diferentes puntos. Esta vez fue diferente. Este domingo estuvieron juntos y se sintieron imparables. Y durante ocho horas, pese a los esfuerzos policiales, lo fueron.
Las familias chiapanecas salen de sus casas y les ofrecen galletas, café, fruta, agua. Les aplauden, los alientan. Se visten igual que ellos, entienden sus modismos, llevan la misma ropa, casi todos tienen el mismo color de piel. Son también, en estricto sentido geográfico, centroamericanos. Por eso, sonríen cuando la caravana responde “¡México, México!” en agradecimiento. “Cuando veo esto, me siento orgullosa de ser hondureña”, dice Noemi Guevara.
Los niños y las mujeres encabezaron la punta al inicio para no acelerar demasiado el paso. “Despacio y buena letra, decimos en Honduras, lentos pero contentos, chele”, dice sonriente José Castellanos, de 32 años. Pero el ritmo es por momentos avasallador. Detenerse un par de minutos era rezagarse decenas, cuando no cientos de metros. Cuando se llevan las capacidades físicas al límite, el cuerpo pide tregua. “Vengo desafornado [rozado], por eso me está costando”, confiesa Mentis Martínez, de 27 años, mientras un largo crucifijo se contonea sobre su pecho y él arrastra una maleta de ruedas. “¿Cuánto falta?”, pregunta. “Vamos a la mitad”, le dicen un poco más atrás. “Bueno, no pasa nada, el parón que hubo en Tecún Umán me sirvió para agarrar fuerzas, vamos pa’lante”, contesta.
“Ya no aguanto los pies, voy a ponerme las chancletas [sandalias] para que respiren las heridas”, cuenta Julio César Aguilera, de 22 años, mientras se guarece del calor en una palapa al pie de la carretera. Algunos asoman la cabeza desde la caja de un camión de carga, pidieron jalón, aunque sea para ahorrarse un par de kilómetros. El viento da un respiro. De pronto, se toman de los brazos para formar un cerco humano, las camionetas de migración y la Policía Federal se divisaban a lo lejos.
“¡Vamos a pasar caminando, es muy importante que estén juntos!”, gritaban los organizadores. Fue uno de varios encuentros con los agentes mexicanos, que les insistían que no los iban a detener, al
tiempo que los animaban a desistir de avanzar sin regularizar su situación migratoria. Las autoridades habían dispuesto autobuses para llevarlos a los albergues. “¡No se suban a los buses!”, gritaban algunos miembros de la caravana con desconfianza. La tensión se disipa, la caravana avanza.
“¡No que no, sí que sí, ya volvimos a salir!”, rugía el contingente. Reaparecía la euforia de apuntarse un nuevo logro. Como cuando cayó el cerco de la aduana en Guatemala. Como cuando lograron cruzar el río Suchiate en cámaras [pateras]. Como cuando cantaron el himno nacional del lado mexicano. Como cuando les extendieron la mano con una botella de agua. En el terreno, por momentos, la dimensión de las cosas engaña a la percepción. Los obstáculos pequeños se sienten infranqueables, pero lo sorprendente se vuelve cotidiano.
“Con todo y los sacrificios, para mí la caravana es una experiencia bonita, ¿sabes por qué?”, pregunta sonriente Castillo, que fue deportada hace tres meses en Arriaga, 275 kilómetros al norte de la frontera entre México y Guatemala, y desde hace una semana intenta llegar otra vez a Estados Unidos. “Porque puedo ser solidaria con mi gente, eso es lo que más me gusta”, dice la migrante de San Pedro Sula, antes de resguardarse de la lluvia que arrecia Tapachula debajo de un pequeño trozo de lona. Mañana salen otra vez.