La resignación convive con la desesperanza y coquetea con la desesperación en la frontera de México y Estados Unidos. El endurecimiento de la política migratoria de Donald Trump amenaza con desbordar el lado mexicano, donde se gesta una crisis humanitaria que pone a prueba al Gobierno de López Obrador. Miles de personas aguardan para solicitar los trámites de asilo en Estados Unidos, un proceso cada vez más lento. La espera en territorio mexicano, la saturación de los albergues y el acecho de las mafias que cruzan a las personas ilegalmente ha evidenciado que, pese a no tratarse de un fenómeno nuevo, las carencias y necesidades de las localidades fronterizas son enormes, incluida Tijuana, construida, se podría decir, por pedazos de distintas patrias.
SAN LUIS RÍO COLORADO
Reina Espinosa llegó a San Luis Río Colorado “sin querer queriendo”. Acabó en esta localidad del Estado mexicano de Sonora, fronteriza con Arizona, como podía haberlo hecho en cualquier otro punto de los más de 3.000 kilómetros que separan ambos países. Lo único que esta mujer de 32 años tuvo claro hace mes y medio, cuando agarró a su hijo, de siete, es que necesitaba abandonar Honduras. La colonia Rivera Hernández, en San Pedro Sula, de donde no se sale, se huye: de la violencia, de las amenazas de las pandillas. Huir para llegar a la frontera norte de México. Dónde, era lo de menos. Cómo, tampoco importaba mucho. “Jalón a jalón”, por delante le quedaba un mes de camionetas, autobuses, robo de dinero… Con la única compañía conocida de su hijo, una amiga y la hija de esta. Desde hace tres semanas reposa su espalda sobre el muro que le separa, según ella cree, de una mejor vida.
Junto a Espinosa y su hijo hay otras 200 personas, en su mayoría familias con niños. Casi todos son mexicanos, de las regiones más pobres y golpeadas por la violencia, pero también guatemaltecos, hondureños, cubanos. Todos esperan a que los guardias fronterizos les llamen para poder iniciar los trámites de asilo en Estados Unidos. Un turno que se eterniza. Cada día, con suerte, seis o siete personas son recibidas del otro lado. En diciembre, con la llegada de la caravana de migrantes centroamericanos al norte de México, Trump ordenó reforzar la seguridad fronteriza. Fue un golpe psicológico para los que aguardan a cruzar. En el paso de San Luis Río Colorado (México) con San Luis Arizona (EE UU), las autoridades cubrieron el muro que ya existe y los primeros metros de suelo estadounidense con alambres de púas.
A los migrantes, pese a estar en suelo mexicano, les pidieron que se movieran para que no se confundiesen con los vecinos que entran y salen a diario de forma legal. Desde entonces, han improvisado un campamento. Del muro cuelgan lonas de plástico que cubren las colchonetas donde duermen y se cobijan de las bajas temperaturas. Esta mañana de domingo, el sol aliviana un poco la noche anterior. Cerca de 60 personas, la mayoría mujeres con niños, fueron trasladados a un albergue. Se lo suplicaron los trabajadores sociales. Ellas se resistían por miedo a perder su número en la lista que han improvisado y que nadie sabe muy bien quién gestiona.
Se trata del mismo albergue donde hace unas semanas llevaron a una treintena de migrantes que trataron de cruzar por el río Colorado y poco menos que se congelan en el intento. El lugar está acondicionado, pero tiene un límite, admite su administrador. Si todos los que esperan frente al muro pidiesen quedarse allí, no podrían. Solo con que se repita de nuevo el fenómeno de otra caravana —hay una que prevé salir de Honduras el día 15—, se desbordaría la localidad. “Ningún punto de la frontera está preparado para recibir una afluencia de gente como la de noviembre, ni siquiera Tijuana. El Estado tiene cierto desbordamiento, porque se está generando una población flotante que de momento no se puede cuantificar”, asegura Eunice Rendón, de Agenda Migrante.
MEXICALI
En el pulmón económico y capital del Estado de Baja California, la situación tampoco es nada halagüeña. Altagracia Tamayo recibió en su albergue de Mexicali, llamado La Posada del Migrante, a 370 miembros de la caravana. “Son desplazados, gente que no se para a pensar en el costo de su vida”, recalca. Para entonces, ya tenía alojados a 176 mexicanos. Hoy, los 30 cuartos —la mitad para hombres, la otra para mujeres— están llenos. La ayuda, no solo la económica, escasea. Hay días en que le cuesta conseguir alimentos. “Todo el que quiera quedarse debe ser útil, buscar trabajo y regularizar su situación en México”, asegura esta mujer, que no puede evitar llorar cuando recuerda que muchos de sus compatriotas no han querido colaborar con la llegada de los centroamericanos “por la mala imagen de unos pocos”.
Edwin Hernández se ha tomado muy en serio las reglas de Tamayo. Hondureño de 20 años, dejó su país porque quería sentir la adrenalina de La Bestia, el tren que transporta a miles de migrantes por México hasta la frontera norte. Eso le enfrentó a su madre y a sus hermanos. No ha vuelto a saber de ellos desde que se unió a la caravana. Llegó con el resto de centroamericanos hasta Veracruz y ahí cumplió su deseo. Se subió al tren, comprobó que aquello había sido un sinsentido, “demasiado peligroso”, y se volvió con la caravana. Quiere llegar a EE UU y reencontrarse con su padre, pero de momento va a regularizar su situación en México. De saltar el muro no quiere oír hablar. “Tengo miedo a que me detengan y perder todos mis derechos, me han dicho que me pueden caer un chingo de años en la cárcel o devolverme a Honduras. ¿Usted sabe si es fácil que me den los papeles?”, pregunta acelerado antes de irse a la tienda donde ha empezado a trabajar aunque aún no sabe cuánto le pagarán. Es su segundo trabajo en el país norteamericano. En el primero, de carpintero, su jefe le dio 100 pesos (cinco dólares) después de dejar listas 10 camas. Los rechazó. “¿Qué hago yo con ese dinero? Me faltó el respeto”.
El otro muro que se levanta sobre México es el de la desconfianza. Los centroamericanos que han optado por trabajar se han encontrado con unas condiciones miserables. El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador prepara medidas para gestionar el flujo de los 200.000 centroamericanos que atraviesan cada año el país, como inversiones en obras públicas para crear empleo, especialmente en el sur del país. Ningún migrante parece haber oído hablar de esos planes y cuando se les comentan responden con incredulidad.
José Suazo, que se presenta como maestro de obra de 55 años, dice que le pagaban 25 dólares la hora en EE UU, donde coordinaba varias cuadrillas de la construcción. Vivió allí casi 20 años, hasta que hace tres regresó a Honduras para enterrar “al viejito”. Se quiso quedar a trabajar en su país. “Abrí un negocio de ropa, pero los mareros [pandilleros] me chingaron”, cuenta. En México, buscó suerte en una fábrica. Le ofrecieron 200 pesos (unos 10 dólares) al día. “No da para nada”, se resigna mientras come al sol un tamal y un plato de arroz que acaban de preparar en el albergue. “Ya uno está cansado también de estas casas, parecen cárceles”, dice mientras recorre con la mirada el inmueble, pintado de rosa y con las ventanas del piso superior de madera. Pero a Tamayo no le alcanza el dinero para más.
No todos optan por esperar el largo proceso para poder cruzar al norte. “La intención de la mayoría es ir a EE UU, no quedarse en México. Si las restricciones son mayores, se va a volver más caro cruzar y va a ser un negocio muy jugoso para los polleros [las mafias]”, alerta Eunice Rendón. Los riesgos son infinitos. Jacqueline, guatemalteca de 19 años y embarazada de ocho meses, trató de saltar la valla que separa Mexicali de Calexico (en EE UU) después de viajar durante un mes desde Jutiapa, su ciudad en Guatemala, al norte de México. Quería juntarse con su esposo, que cruzó hace un tiempo con su hija pequeña. “Alguien”, no concreta quién, le acompañó hasta un lugar donde levantó una escalera para que subiese. Ya arriba, le dio miedo saltar la valla. “El guía” salió corriendo. Le socorrió el personal de Migración de México. Ahora se enfrenta a la deportación, pero le da igual. “No quiero volver a intentarlo, fue un error”, dice temblorosa y apenas susurrando, con los ojos vidriosos. “No más”, insiste, mientras asegura que se quedará en Guatemala, donde dará a luz a su segunda hija, Britney Esperanza.
TIJUANA
De intentos fallidos de salto saben muy bien José Alexander y Wilma Miranda, una pareja de salvadoreños de 23 años que la noche de Año Nuevo trató de cruzar, junto a su hijo de cuatro años, el muro que separa Tijuana de San Diego, en California. Fueron repelidos con gases lacrimógenos por los agentes fronterizos. Es la segunda vez que ocurre. En esta última hay diferentes versiones de lo que sucedió. Las autoridades mexicanas y algunos migrantes aseguran que activistas estadounidenses de BAMN (siglas en inglés del grupo Por Cualquier Medio Necesario) les apoyaron y animaron a saltar, para así visibilizar la crudeza de las políticas represivas de Trump.
Las autoridades migratorias mexicanas aseguran que la mayoría de los migrantes que llegaron con la caravana han solicitado la visa humanitaria. En total, 2.200 han sido otorgadas desde finales de noviembre, según cifras oficiales. Las mismas señalan que 1.500 personas han tratado de cruzar ilegalmente a EE UU; 1.300 han sido o bien deportados o han regresado a sus países voluntariamente.
Como la pareja salvadoreña, al menos un millar de centroamericanos que llegó con la caravana vive en El Barretal, un albergue a 20 minutos en coche del centro de Tijuana. Otros cientos de migrantes se han ido alojando en casas y los hay también que están desperdigados por otra veintena de centros con los que cuenta la ciudad fronteriza por excelencia de México, construida, se podría decir, por pedazos de distintas patrias.
Algunos también viven de forma temporal en bodegas cedidas por vecinos, pero que han empezado a causar problemas. El pasado fin de semana, las autoridades trataron de desalojar uno de esos lugares, donde se encontraban unos 150 migrantes. La presencia de activistas estadounidenses —entre ellos miembros de BAMN, pero también de organizaciones con mejor prestigio— consiguió que no se llegara a utilizar la fuerza durante horas. Las autoridades argumentaron problemas de insalubridad, posibles focos de enfermedades, aunque para los inquilinos no era más que una muestra de racismo.
“Hay gente que no nos quiere tener aquí”, asume Claudia Hernández, una hondureña de 29 años, junto a su hija Angelina Julieth, de seis. Apenas cuenta con una colchoneta para las dos, una tienda de campaña y una mochila en la que carga sus pocas pertenencias. Niega con la cabeza cuando se le pregunta por la posibilidad de regresar a su país. “Yo me fui porque fui testigo de un asesinato. Mi hermanastro era policía, quiso abandonar el cuerpo y lo mataron. Me dijeron que si denunciaba harían lo mismo conmigo. ¿Cómo voy a volver?”. Ha optado por pedir la solicitud, pero no tiene muy claro los procedimientos a seguir. “Me han dado un número, el 1702. Me parece muy largo. ¿Qué hago mientras espero tanto tiempo?”.