Secuestro. Crónica viajó a Hidalgo en busca de las familias a las que AMLO quiere alejar de las actividades delictivas por medio de programas sociales. El viaje se vio interrumpido cuando el enviado Daniel Blancas fue interceptado por un comando armado que, aseguró, es el amo del terreno
En aquel territorio desolado y polvoriento, copioso en ductos de combustible convertido en sangre, la frase fue irrebatible:
“Aquí, periodista, mandamos nosotros”, alardeó el hombre, invisible por la capucha, pero con certeza de mando y aferrado a su fusil de alto poder.
Habían pasado alrededor de 30 minutos desde el secuestro, sobre la carretera principal Tepetitlán-Tula, en el estado de Hidalgo. Nada más cercano a la muerte. Nada.
El encapuchado, a quien llamaban jefe, acercó la mirada, como queriendo grabar sus ojos en las pupilas del reportero, ya dilatadas por el pánico.
–Te voy a dar una oportunidad –dijo convencido de tener en sus manos la balanza entre la vida y la muerte. Gobernaba él, su comando armado y las células dedicadas al huachicoleo en la región, pese al tránsito constante y caricaturesco de vehículos militares.
–Gracias –era la única respuesta posible, cuando se ha visto tan cerca el fin.
Lo narrado aquí ocurrió la tarde-noche del vienes 1 de febrero. Se comparte ahora, tras haberse superado las horas posteriores de tribulación y presentada ya la denuncia ante la Fiscalía General de la República, en la cual se abrió una carpeta de investigación por delitos contra la libertad de expresión, privación ilegal de la libertad, amenazas y lesiones.
UN GATILLO LISTO. Faltaban minutos para las seis de la tarde. Circulaba ya en el poblado de Santa Ana Ahuehuepan, municipio de Tula de Allende –a unos 20 minutos de la cabecera central– cuando desde la camioneta observé un muro con la leyenda: “No al gasolinazo”. Una foto serviría para ilustrar el trabajo en puerta… Había llegado un día antes a Hidalgo, entidad con mayor incidencia de tomas clandestinas, para platicar con algunas familias sobre el dilema de continuar en el huachicoleo o acogerse a los programas sociales dispuestos por el gobierno federal.
Estacioné el auto a la orilla de la carretera y bajé para captar aquella imagen. Caminaba de vuelta cuando vi una pick up oscura de doble cabina con cuatro o cinco sujetos a bordo merodeando el área… Llegué al volante con la idea de seguir el trayecto, pero en segundos otro vehículo compacto cerró el paso de frente, la oscura se colocó detrás y una camioneta más, de una tonalidad castrense, con al menos cuatro hombres, se emparejó a la mía. Desde la ventanilla, un sujeto me apuntaba con su rifle:
–¿A quién buscas?, ¿quién te mandó?, ¿qué haces aquí?, ¿a quién le estás sacando fotos hijo de la chingada? –comenzó a preguntar, con el gatillo listo para accionar.
–¡Tranquilo, tranquilo! –fue la súplica espontánea.
Dos individuos más me bajaron con violencia de la camioneta, me empujaron hacia la puerta del copiloto y me ordenaron colocarme de espaldas, abrir brazos y piernas, mientras seguían las preguntas. Un tercero, encapuchado, empezó a explorarme la ropa y los zapatos. Por el matiz de la voz y los rasgos visibles del rostro, era uno de los de mayor edad.
–¡Te vas a morir! –repetía.
–Soy periodista –dije al fin, ya sin otra alternativa.
–¿Dónde está tu identificación?
–Dentro del auto, en mi cartera…
Alguien sacó la cartera y exigió la credencial del diario. Se la entregaron a un hombre, quien se había mantenido a un par de metros de distancia y parecía ser el líder de la célula, mientras otros seguían amenazándome y golpeándome. Eran más de diez gatilleros…
–Es periodista –reportó el líder por radio, y decretó de repente: “¡Súbanlo!”.
Al menos, calculo, pasaron cinco minutos ahí, sobre la carretera, donde continuaba la circulación de automóviles en ambos sentidos, sin nadie dispuesto al auxilio, como atestiguando un habitual episodio de violencia.
–¡Por favor no me suban! –imploraba, pero no hubo palabras para contener la agresión.
Me subieron en la parte trasera de la camioneta oscura. El encapuchado, quien antes se había encargado de la revisión, se sentó a mi lado, y otro de los cómplices me colocó una bolsa en la cabeza, para obstruir la visión. Pronto perdí el aire… Como pude y por instinto, me quité la bolsa, aunque me valió un par de golpes. El hombre de al lado me enroscó entonces el cuello y lo forzó hacia abajo, cada vez con mayor agresividad. Intenté moverle una mano para liberar un poco…
–No me agarres, ¿o quieres que te desnuque aquí de una vez?
Sentía ya la camioneta en movimiento…
–Ahora sí me vas a contar todo, hijo de tu puta madre, hasta las veces que haces el amor con tu esposa –me dijo.
–¿Qué haces aquí? –volvió a interrogar.
–Vine a hacer un reportaje con la gente.
–¿Qué gente?
–La de la explosión –se me ocurrió decir.
–Si aquí no fue la explosión.
–Vine a ver a la familia de una de las víctimas, que vive en un poblado cercano. En San Gabriel. Me acompañó el cura de Tepetitlán.
–¿Qué víctima?
–José Juan García.
–¿En qué medio trabajas?
–Crónica.
–¿Quién te mandó aquí?
–El director del diario.
–¿Cómo se llama?
–Francisco Báez.
–¿Por qué andas sacándole foto a los muertitos?
Era la primera pregunta distinta. Una pista…
Por la mañana había estado en el municipio de Tepetitlán. Rumbo a Tula, hice una parada en la comunidad General Pedro María Anaya, donde conversé algunos minutos con un grupo de taxistas reunidos en su base, a la espera de clientes. Uno de ellos señaló a la distancia:
–¿Ves esas crucesitas de allá, a ras de tierra? Ahí mataron a un par de huachicoleros.
Terminé por acercarme a la cruz, y tomar la foto.
No había duda: el agresor se refería a ese momento, aunque me atreví a preguntarle:
–¿Qué muertitos?
–Las fotos que sacaste…
Le conté lo ocurrido en Pedro María Anaya y, sin terminar el relato, interrumpió:
–¿Entonces los taxistas te dijeron?
Era mejor el silencio. El hombre susurró: “que fueron los taxistas”.
–A esos taxistas, ahorita mismo se los va a llevar la chingada –dijo–. Cuidado y me digan que no es verdad lo que dices, porque entonces el muerto vas a ser tú. Tenemos dominada la zona, hombres en todos lados.
Interpreté sus palabras como una posibilidad de vida. La primera, en medio de la pesadilla.
Luego las preguntas se centraron en los sentimientos:
–¿No tienes familia?
–Sí.
–¿Y entonces por qué vienes aquí, que no la quieres?
–La amo, pero vine por el dolor de la gente.
–Dolor va a sentir tu familia cuando sepan que estás muerto. ¿Quieres saber quiénes mandamos aquí, quiénes somos los líderes? –insistía el encapuchado, y empezó a pronunciar nombres, apodos…
–No quiero escuchar eso, sólo me interesan las familias –le decía.
Y pensaba en mis hijos, mi esposa, mi madre, hermanos y amigos. ¿Me había despedido de ellos?, ¿les había dicho una frase, una palabra de adiós?, ¿un consejo, un encargo? “No”, me convencía en el pensamiento. Me aferraba a un dicho popular: quienes van a morir siempre se despiden de su gente. No lo había hecho, no podía morir así…
–Ya vamos a llegar con el jefe y él te va a seguir interrogando –soltó el encapuchado.
Uno, quizá dos minutos después, el vehículo se detuvo. “Aquí está el jefe”, se escuchó. Percibí la apertura de la puerta derecha, la respiración ajena… Una voz distinta prosiguió con las intimidaciones, pero no hubo más preguntas, sólo golpes: uno en la espalda y otro a un costado del abdomen.
–Te va a llevar la chingada –decía a cada puñetazo.
Entre esa maraña de voces amenazantes, alguien gritó: “¿dónde está su credencial de elector?”.
–Tu credencial, cabrón.
Con dificultad saqué mi cartera y apenas quedó fuera del pantalón, fue arrebatada.
Ahí estaban, además de la credencial del INE, la licencia de manejo, la tarjeta de circulación del auto, tarjetas diversas y 4 mil pesos.
El hombre aferrado a mi cuello, me soltó sin esperarlo. Logré ver, de reojo, un sendero estrecho, con árboles abundantes por ambos lados, en apariencia desierto.
Otro sujeto, también con capucha, se acercó por el lado derecho. Con un celular comenzó a tomarme fotografías de perfil. Traté de mantener la vista al frente, pero después de tres o cuatro flashazos me ordenó voltear. Y siguieron las fotos.
–¿No traes tatuajes, verdad? –me preguntó.
–No.
Acercó la mirada, lo más posible a la mía y me dijo:
–¡Te voy a dar una oportunidad!
–Gracias –susurré por miedo, por instinto–. Gracias a ti y a Dios…
–Quiero que te largues del estado, no quiero verte nunca por este rumbo, si te vuelvo a ver, ya no lo cuentas.
–Bájate pinche suertudo –me dijo otro de los hombres. Trastabillé en el descenso, aunque alcancé a ver mi camioneta unos metros adelante. Me dieron las llaves y subí tal como lo indicaron.
Otro de los pistoleros revisó la cajuela y la mochila de viaje, prenda a prenda.
–¿Por qué traes más ropa?
–Me iba a quedar algunos días.
“Vas a manejar hacia adelante, al final de la vereda, sin voltear, si volteas te mato”, fue la última indicación.
Desde la detención hasta la oportunidad de vida habían pasado unos 25, 30 minutos. Vino el llanto y los instantes eternos de agradecimiento…
Avancé unos 300 metros. Me detuve frente a una casa en obra negra donde una pareja vendía fruta.
–¿Cómo llego hacia Tula?... Por favor, ¿cómo llego?
El objetivo era Tula, el municipio con más tomas en el país. Tras un breve deambular, reconocí la zona: 10 minutos y estaba de nuevo sobre la carretera principal, dominada por las bandas de huachicoleros, donde prevalece el miedo y la impunidad.
En el trayecto, entre temblores, vi pasar al menos dos comitivas militares, como muchas observadas durante el día. ¿Y si doy aviso? Pero ganó la sospecha, la desconfianza. ¿Cómo habían permitido una embestida de más de cinco minutos sobre la carretera, un secuestro de casi media hora, en un poblado tan pequeño?, ¿cómo podía circular con tanta libertad una caravana de vehículos con sujetos armados, encapuchados, en un área controlada en el papel por el Ejército? Sólo en el papel…
Conduje hasta el área urbana de Tula. Me detuve frente a la sede de la Fiscalía General de la República, donde conté lo sucedido a un par de policías federales, quienes además de tranquilizar el ánimo, facilitaron el contacto con editores del diario y el envío de efectivo para concretar el escape.
–¿Dónde presentamos la denuncia, allá en Tula o aquí? –preguntó el jefe de información.
–Sólo quiero salir de aquí, llegar a casa y abrazar a mi familia.
A las 19: 22 horas huí de esa región salvaje, sin ley, donde se reporta menos robo de combustible, pero se mantiene intacto el control de la delincuencia organizada, aquella a la cual se le ha presentado la bandera de la paz, porque la guerra contra el crimen ha terminado…