Subir una loma, el mayor obstáculo para cruzar de Guatemala a México
En días en los cuales AMLO ha implementado una estrategia para frenar la migración, ante la amenaza arancelaria, Crónica recorrió 150 kilómetros de la franja fronteriza guatemalteca, no sólo para rescatar las voces de migrantes en tránsito, sino en busca de respuestas a la excesiva migración señalada por la Casa Blanca.
[ Primera Parte ]
El volumen de sus maletas o bolsas, la espesura del camino, el sudor sobre la piel y las viejas chancletas alientan las preguntas:
—¿Qué llevan?, ¿cuánto pesa?, ¿cómo pueden cargar tanto por estos senderos empinados, entre piedras y ramas?
Responden el saludo con amabilidad, pero apenas se intenta hurgar en los enigmas de sus bultos, aceleran el paso y el adiós: “¡Que le vaya bien!”, y se pierden otra vez por los vericuetos de esta montaña, conexión entre Guatemala y México donde el flujo es libre, sin presencia de autoridades policiales ni migratorias. Quizá, uno de los 400 puntos de tránsito ilegal de migrantes y mercancías identificados por la Segob en la línea fronteriza entre ambos países.
—¡No pregunte eso! — se atreve uno de nuestros acompañantes: William Marroquín, un singular guatemalteco de 24 años a quien todos conocen como El Pasito Perrón, por la forma como arrastra sus botas picudas de cuero. Estrenó su primer par a los 14 años, después de una infancia descalzo. Desde entonces se acostumbró a las botas, aun para cruzar terrenos escarpados, “porque los zapatos bajitos me dan comezón”, dice.
Administra un puesto de jugos en la cabecera de Cacahoatán, a 45 kilómetros de Unión Juárez, el municipio mexicano más próximo a las faldas de la cordillera. Su vida, sin embargo, no se limita a naranjas y betabeles; ha sido locutor de radio en estaciones rurales y ha participado en películas campiranas de su país.
Nació en el caserío Unión Reforma, en Sibinal, municipio chapín más cercano a esta zona montañosa, a donde llegamos después de un viaje de seis horas desde la ciudad guatemalteca de Malacatán, la cual será inspiración de otros relatos.
En días en los cuales el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha implementado una estrategia para frenar la migración desde Centroamérica, ante la amenaza arancelaria del presidente Donald Trump, Crónica recorrió más de 150 kilómetros de la franja fronteriza guatemalteca, desde El Carmen hasta Sibinal —departamento de San Marcos—, no sólo para rescatar las voces de migrantes en tránsito o de lugareños, y conocer sus vidas de pobreza y abandono, sino en busca de respuestas a la excesiva migración de los últimos meses señalada por la Casa Blanca, sin posibilidad hasta ahora de ser confrontada por el gobierno mexicano.
Una breve mirada del otro lado del río, antes de ingresar a territorio mexicano…
—Que no pregunte, ¿qué? —se cuestiona al Pasito Perrón, pero él prefiere perderse entre las arboledas por donde aletean zopilotes.
—No pregunte lo de las cargas —suelta al fin Benny Cabrera, otro guía, originario de Tajumulco, Guatemala. Se enamoró de una chiapaneca y sus travesías por el monte son cotidianas, tanto por la fascinación del amor como por su terca decisión de vender ropa de paca del lado mexicano.
—¿Y eso?
—Aquí no se acostumbra.
—¿Hay algún problema?
—Es que muchos traen droga.
—¿Droga?
—Sí, goma de amapola.
Su testimonio en el trayecto servirá para develar una red de tráfico emergente de narcóticos con destino al noreste mexicano.
NOSTALGIAS. El recorrido por la montaña, usada también por los aventureros deseosos de llegar al Volcán Tacaná, dura alrededor de una hora, desde la aldea guatemalteca de Chocabj (Sibinal), hasta el pequeño poblado de Talquián (Unión Juárez). Hombres, mujeres, niños y ancianos van y vienen por estas veredas inhóspitas donde no hay vigilancia ni prohibiciones. Los pies despellejados son señal de sus andanzas. Unos, con la idea de migrar a otras tierras; otros, aferrados a sus valijas misteriosas, y algunos más inmersos en el trajín comercial de productos binacionales.
Don Moisés Verdugo baja y sube esta cumbre dos o tres veces al día, junto a su caballo “rechoncho”. El uso de equinos o mulas en labores de carga es habitual entre los aldeanos de las villas fronterizas. A diferencia de otros, este hombre de piel agrietada no teme a los detalles: “Voy por pan”, confía.
—¿Y qué más acarrea?
—Lo que pidan: flor, verduras, dulces… Así sostengo la casa.
—¿Cuánto carga el caballo?
—Hasta 2 paquetes de 50 kilos.
—¿Y el cobro?
—Cuarenta quetzales por viaje (unos 90 pesos).
Chocabj huele a hervor de frijoles y elotes tiernos. La neblina desciende o se eleva con irreverencia y el clima varía según su antojo. Frente a la parroquia local, famosa por su belleza de fábula, juegan las pequeñas Libna y Navila, de nueve y cinco años: la primera quiere ser maestra y la segunda enfermera, “pero nunca dejar a nuestros papis”, comenta la más grandecita.
Entre la bruma, se cuentan las primeras historias de migración y nostalgia…
Rodger Blair, de 13 años, resiste apenas los jalones de su vaquilla hambrienta. Sus ojos atribulados delatan la tristeza por el hermano ausente.
“Brady tiene 18 y el mes pasado se fue de la casa; dijo que se iba a Estados Unidos para ganar dólares y comprar un terreno, y yo lo sueño todos los días”.
La mamá abrió una tiendita junto a la escuela rural y el papá ha batallado para encontrar trabajo en la ruta de transporte.
“Se fue porque faltaba dinero. Estudiaba para mecánico, pero mis papás ya no pudieron apoyarlo y se salió”.
—¿Y cómo lo sueñas?
—Jugando con la vaca y con las otras tres ovejas que tenemos, como lo hacíamos siempre.
La tía Bruna Morales cumplió ya 81, pero mantiene casi la misma habilidad de su juventud para la limpieza de la mata de frijol. Su único hijo varón, Alfredo, vive desde hace décadas en Atlanta; trabaja como jardinero. “Bueno que se fue mi muchacho —festeja la abuela—, porque aquí no hay ni pa´donde moverse. Ya hasta me llevó a Estados Unidos”.
—¿Conoció entonces allá?
—Sí, en diciembre; recién volví. Me aprobaron la visa y estuve allá cinco meses. Está bonito, pero tuve que volver para la siembra de maíz y frijol.
Sus sobrinas Florinda y Delby, un par de treintañeras diligentes y de buen sazón, conocidas como Las mexicanas, porque trabajaron varios años en la Ciudad de México, rentaron por 800 quetzales —unos mil 600 pesos al mes— el terreno más próximo a la línea fronteriza, donde construyeron una cabaña para ofrecer comida, bebidas y botanas a quienes se disponen todos los días a cruzar la montaña para llegar a México —como trampolín hacia la Unión Americana— o a quienes emprenden la caminata entre cajas y envoltorios. Colocaron un letrero con la leyenda: “Bienvenidos a la tienda y comedor fronterizo”.
—Pasarán unos 300 al día –calcula Delby.
—
¡Más! —corrige
Florinda.
—¿Han notado un aumento de migrantes en los últimos meses?
—Ninguno. Pusimos la tiendita hace un año, y se ha mantenido igual.
—Según el gobierno estadunidense, la detención de migrantes en su frontera se multiplicó a partir de marzo —se les comenta.
—Quién sabe en otros lados. Aquí no. Unos días pasan más, otros días menos, pero es normal.
El comedor, como toda la aldea, carece de servicio eléctrico. Los alimentos son preparados sobre un fogón de leña, cortada por Rufino, el hermano mayor. Hoy ofrecen pollo con verduras y bistec en salsa roja, además de tortillas de maíz hechas a mano.
En la CDMX trabajaron vendiendo tacos de guisado en diversos puestos. El patrón les pagaba 4 mil pesos al mes. “Ya nos iba a subir el sueldo, pero cuando se enteró que éramos guatemaltecas dijo que no merecíamos más, que diéramos gracias de que no nos echara a la migra”, describe Florinda entre sollozos.
—¿Y por eso se regresaron?
—No, fue por papá: murió de un cáncer maligno el 19 de marzo de 2015. Venimos a los funerales, y ya no quisimos volver a México, para no dejar sola a mamá. Mejor nos unimos los 11 hermanos y abrimos la tienda.
A escasos cinco metros del comedor inicia el descenso por la montaña, rumbo a tierras mexicanas. Una fila de pilotes de concreto, pintados de blanco, marca la división territorial. En una cara está inscrito el nombre de Guatemala; en la otra, el de México. Un par de pasos, sin pasaportes ni sellos, y se está ya en un país distinto.
Queda todavía una hora de camino entre hojas y lodo para arribar a Talquián, primer pueblo mexicano. Y luego, 50 kilómetros hacia Tapachula. Pero aquí, a mil 500 metros sobre el nivel del mar, Benny, de 22 años, recuerda sus años en el trasiego de amapola…
DROGA, EN EL RAMBUTÁN. “Los pasos fronterizos de Sibinal y Tacaná son los más importantes para transportar la droga a México, porque no hay vigilancia y conectan con los municipios de Tajumulco e Ixchiguán, donde la gente siempre ha vivido del cultivo de amapola”, cuenta.
“Cuando llegó el presidente Jimmy Morales (2015), intentó controlar el negocio, prometió becas, despensas y semillas legales, pero los pobladores no hicieron caso y él mando al Ejército para imponer un estado de sitio: a quien saliera después de las seis de la tarde, lo agarraban”.
—¿Y qué pasó?
—El tráfico bajó un poco, pero el precio de la goma subió mucho: si costaba mil quetzales el kilo (2 mil 300 pesos), se vendió hasta en 5 o 6 mil quetzales (más de 10 mil pesos).
Cuando Benny tenía 15 años, fue enganchado por un cuate de infancia, quien había ascendido a coyote o pollero, como les dicen en Guatemala a los traficantes de medio pelo: “Tú, que tanto vas a México, ¿no quieres llevar?”.
—Llevar puedo, pero, ¿cuánto me das? —preguntó él de forma ingenua.
“No sabía de eso, y acepté 500 pesos por viaje, con una carga de tres kilos o más que recogíamos en un laboratorio, después supe que algunos cobraban el viaje hasta en mil 500 pesos, por el riesgo que se corre: si la autoridad se da cuenta, es a uno al que llevan al bote. La última carga la hice hace tres años”.
—¿En dónde entregan?
—Hay enlaces en Cacahoatán, ellos lo llevan a Tapachula, y de ahí hacia Tamaulipas.
—¿Tamaulipas?
—Sí, era la ruta. La mejor época para el tráfico es cuando está la cosecha de rambután y de lichi, porque hay cómplices en los ranchos donde se producen esas frutas, y se aprovechaba para meter la droga entre las rejas. Y la exportación igual… De Tapachula salen los trenes y camiones cargaditos de rambután, todos con premio.
—¿Y no tenías miedo?
—No, porque acá uno está acostumbrado a ver eso, y como también había acompañado al pollero a dejar mercancía a Ciudad Hidalgo, donde se supone hay más supervisión, se quita el miedo. Llevábamos hasta 10 kilos y nunca pasó nada. Cuando salía la oportunidad, aceptaba, porque era un billete extra…