Los jueces consideran pruebas descartadas hasta ahora y reactivan el proceso contra siete militares implicados en la matanza que sacudió al país durante el Gobierno de Peña Nieto
Un tribunal ha ordenado detener de nuevo a los siete militares implicados en la matanza de Tlatlaya, en México, en junio de 2014. La Fiscalía acusa a los siete uniformados de ejercicio indebido del servicio público y a tres de homicidio y encubrimiento. En 2016 todos salieron de prisión. Entonces, dejando de lado pruebas cruciales, el mismo tribunal consideró que no había elementos para enjuiciarlos. Pero ahora, tenidas en cuenta todas las pruebas, los jueces han decidido la reaprehensión de los soldados.
Al menos ocho personas fueron asesinadas en aquel evento, hace ya más de cinco años. Nadie supo en un principio qué había pasado exactamente. La Secretaría de la Defensa, Sedena, divulgó una versión distorsionada de los hechos, que se mantuvo durante meses. El Ejército dijo que un convoy militar se había enfrentado a un grupo de civiles armados en una bodega a medio construir, en una comunidad del municipio de Tlatlaya, en el Estado de México, a unas horas de la capital; que los civiles habían atacado a los militares y que estos se habían defendido; que en el tiroteo, 22 civiles habían muerto y un militar había resultado herido.
En septiembre de ese mismo año una testigo de lo ocurrido, Clara Gómez, desmintió a los militares y denunció que después del enfrentamiento, una vez rendidos, los militares habían ejecutado a los supervivientes. Otras dos testigos dijeron lo mismo. En su investigación, la Fiscalía concluyó que los asesinados eran ocho, el resto había caído en combate. La oficina del ombudsman elevó ese número, sin embargo, a entre 12 y 15. Además, los militares modificaron la escena del crimen, movieron cuerpos y armas para apuntalar su versión.
La irrupción de Gómez y las demás testigos provocó un escándalo en México que acabó en la detención de los militares. Pero los errores y omisiones de los investigadores, estatales y federales y las controvertidas interpretaciones de los jueces acabaron con los militares en libertad. Procesados, acusados, pero en libertad.
La nueva orden de detención supone un giro en el caso, congelado desde la liberación de los militares en 2016. Sus abogados podrían ampararse ante la decisión del tribunal, pero su margen de actuación es estrecho. De todas formas, los jueces podrían impulsar la detención de los soldados mientras esto ocurre. Su captura depende ahora de la voluntad de la fiscalía, reticente en el pasado a volcarse en este caso. Y también del actual Gobierno y su capacidad para fiscalizar la actuación de las Fuerzas Armadas.
El cambio de criterio en los juzgados ha tenido que ver con la decisión previa de otro tribunal, que obligaba a este a contemplar pruebas que antes obvió. Las pruebas son las declaraciones testimoniales de las testigos y el dictamen que realizó la Fiscalía hace años, sobre cómo los militares modificaron el lugar de los hechos.
El caso Tlatlaya sacudió al Gobierno de Enrique Peña Nieto, poco antes de la desaparición, a finales de septiembre de 2014, de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. La actuación del Ejército en tareas de seguridad pública en México es, no obstante, motivo de polémica desde hace más de una década. Son varias las causas y sin duda la primera es la cantidad de señalamientos por tortura, homicidio y desaparición forzada. Desde que las Fuerzas Armadas suplen masivamente a los cuerpos policiales, esto es, desde principios del Gobierno de Felipe Calderón, en diciembre de 2006, los señalamientos por asesinato, tortura, desaparición forzada y otras violaciones a derechos humanos se cuentan por decenas. De 2007 a 2017, la Comisión Nacional de Derechos Humanos emitió 125 informes en que probaba la culpabilidad de elementos del Ejército en este tipo de delitos.
Otro de los motivos de la controversia es su opacidad, la resistencia de las Fuerzas Armadas a rendir cuentas. Hasta la semana pasada, México desconocía el número de civiles que han muerto en enfrentamientos con militares en los últimos cinco años. Cuestionado al respecto, el Ejército respondía que ellos no llevaban la cuenta. Aunque suene raro, nadie, ni el Gobierno pasado ni este, le habían hecho reproche alguno. Y la semana pasada, sin explicación alguna, el secretario de la Defensa llegó con todos los datos: de diciembre de 2006 al 30 de septiembre de 2019, 5.396 mexicanos -el Gobierno les llama a todos “agresores”- murieron en enfrentamientos con militares.
El uso de la palabra agresor no es baladí. Es uno de tantos conceptos que el Ejército emplea habitualmente en sus comunicados, como repeler o abatir. Entre todos arman una narrativa en la que la institución siempre se comporta de acuerdo con la ley, sin cometer errores, mucho menos delitos. Así ocurrió en el caso de Tlatlaya y así ha ocurrido en decenas de casos estos años.
Más allá del destino de los soldados, la decisión del tribunal es importante porque reconoce por primera vez la existencia de un segundo evento de disparos. El Ejército y la defensa de los soldados siempre ha negado que los militares ejecutaran a los supervivientes después del enfrentamiento. Han negado que existiera una segunda ronda de disparos, posterior al tiroteo.
Los militares acusados de homicidio y encubrimiento son elementos de tropa. Sus nombres son Fernando Quintero, Roberto Acevedo y Leobardo Hernández. El teniente que iba al mando esa madrugada, Ezequiel Rodríguez, ha librado de momento el cargo de encubrimiento y solo enfrenta una acusación por ejercicio indebido. El tribunal considera que no hay pruebas de que él supiera qué ocurría dentro de la bodega, aunque estuviera a pocos metros.