En los comercios, los hombres no se daban abasto para atender al público
El gregarismo jubiloso del domingo, ayer fue ausencia y silencio.
Las mujeres demostraron una vez más que pueden estar por miles en las calles y también dejarlas semivacías.
Y que a punta de rebeldía, de recibir la mal disimulada "solidaridad" patronal o por la llana voluntad de evaporarse del paisaje citadino pudieron cumplir hasta los límites de lo posible la consigna: Un día sin nosotras.
Sin ellas.
Por supuesto no fueron todas...esta vez.
Y quizá por eso se notaban más aquellas que sí salieron. Por lo general solas –o a lo sumo en parejas–, las que no se guardaron esperaban el Metro, caminaban por las calles del Centro Histórico, hacían turismo y otras más portaban los uniformes de los trabajos donde la vocación o las exigencias del oficio las convierte en imprescindibles: la salud, la policía y la limpia pública, principalmente.
Pero estaban también –no pocas, en efecto– aquellas que por la necesidad imperiosa de ganar una comisión (a veces su único ingreso) buscan convencer, persuadir a los transeúntes de entrar a una fonda, de graduarse anteojos, de comprar perfumes, bonetería.
Ellas eran parte de quienes jamás pudieron plantearse no trabajar ayer.
Otros ámbitos donde hubo muchas no obstante su obligada asistencia se hicieron de herramientas para manifestarse. Hacerse oír.
Así, en el Instituto Nacional de Cancerología el paro de trabajadoras fue parcial y concluyó con una concentración en el auditorio a las 2 de la tarde. Pero como desde hace varios días, continuaron a la vista de todo mundo los carteles y cartulinas donde (enfermeras, empleadas administrativas, doctoras y otras más) exponen de forma anónima las conductas violentas a las que –aseguran– son sometidas cotidianamente. Y ayer se sumaron muchas más.
En todas partes las formas de visibilizar la ausencia consiguieron el efecto buscado en la convocatoria El 9 nadie se mueve.
Sin quien vendiera boletos en las estaciones del Metro, también faltaron las empleadas, las afanadoras y las conductoras.
Y para uno de los encargados de la estación Pino Suárez, una de las de mayor aglomeración, desde primera hora se hizo palpable que la mayoría no vendría.
Esta vez los andenes estaban casi solos en el perímetro destinado a las mujeres. Y se acusaba por todos lados la falta de quienes a diario se trasladan presurosas desde los pueblos y colonias del oriente de la ciudad para checar puntualmente en las oficinas y en los comercios del centro, del poniente y del sur.
Ellas y su perfecta sincronía en el tiempo del trasborde y de su recorrido (claro, cuando no hay averías en el servicio) y que lo mismo aprovechan para maquillarse, desayunar algo o dar una fugaz cabeceada. Pero ayer no estuvieron.
Ya sobre las avenidas Pino Suárez, 20 de Noviembre, República de Uruguay, Madero, 5 de Mayo y el resto de las que convergen al Zócalo, los comercios lucían con poca clientela incluso pasado el mediodía.
En la gigantesca mercería Ganón, donde se adquiere todo lo impensable para la confección de ropa (desde un cuello de encaje hasta los remaches de un pantalón de mezclilla), los hombres se volvían locos tratando de suplir a sus compañeras. Y tampoco se presentaron, enumeraba uno de ellos –mientras medía un listón de satín–, las cajeras, las encargadas de facturación, las almacenistas, las encargadas de limpieza, las de telemarketing, las vendedoras…
Y así podía verse también tratando de arreglárselas como podían, los empleados de las zapaterías Vazza y de otras más. Algunos de esos comercios que viven del ajetreo de la venta al mayoreo, de plano no abrieron.
Caso singular. El imán por excelencia de todo el que una vez haya ido al Centro, la farmacia París, que presume trabajar los 365 días del año desde su fundación en 1944, este lunes sólo abrió uno de sus locales. Con cara de desesperación, un cajero ilustraba su improvisación y preguntaba angustiado a un compañero: "¿dónde tienes la Emulsión de Scott?"
Con todo, este lunes fue también una suerte de resaca colectiva de la marcha del domingo.
En cualquier diálogo propuesto o escuchado al paso, era tema obligado el de los destrozos, el vandalismo, las pintas aún visibles en muchos lados. Y no menos en la fachada del Palacio Nacional.
Mientras los expertos en restauración utilizaban todas las técnicas disponibles –incluida la de "disparar" miles de litros de agua a presión– para borrar el grafiti, mucha gente tomaba fotografías y discutía, se quejaba.
Incluso llegaron a formarse círculos espontáneos de debate.
Al pie de la estatua a Francisco I. Madero, pintarrajeada, con pegotes y destrozos con martillos en el pedestal, un joven solitario portaba una cartulina: "Quisiera que sólo fuera un día".
En unos minutos, 30 personas –hombres sobre todo– ya lo rodeaban para increparlo y para argumentar cada quien desde su visión. No había agresividad, sólo interés por hablar. Nadie convocó. Sólo el afán de decir.
Le imputaban estar a favor de quienes vandalizan, porque la reparación "de todos modos la vamos a pagar con nuestros impuestos". Sin abrumarse, él argüía: "ésta no es una lucha de hombres contra mujeres, sino contra un gobierno que no hace nada por proteger a nuestras familias".
Y así seguían, mientras alguien preguntaba: "¿Cuánto tiempo perdurará el eco de estos dos días?"