La capital de habla hispana más grande del mundo enfrenta sus primeros días de cuarentena voluntaria con las calles vacías, los hoteles cerrados, comida para llevar y la resistencia de barrios escépticos
Mientras se escriben estas líneas, un grupo de cuatro albañiles sin cubrebocas taladra sin descanso el pavimento de una calle cercana. El barrendero que limpia la calle de una colonia de clase media recoge con sus manos la basura para echarla a un contenedor cuyo aire fétido respirará todo el día. Los vecinos hacen fila, pegados, en una tienda de barrio para comprar cualquier cosa menos de primera necesidad: unas papas de bolsa, un paquete de tabaco, una cerveza. Y aunque parezca por esta cuadra que nada ha cambiado en una semana, ha cambiado casi todo.
Ciudad de México, la capital de habla hispana más grande del mundo, por donde transitan caótica y ruidosamente 20 millones de personas cada día, ya no es la misma. Ni en los barrios acomodados ni en los pobres. Pero un monstruo urbano de tal magnitud no se duerme de un día para otro. La capital, que no se ha detenido ni con terremotos que la han masacrado, ni con la crisis de la influenza H1N1 en 2009, está aprendiendo a parar. Y eso, para esta metrópoli es mucho más de lo que se esperaba hace solo siete días.
De lejos suena el organillero. Una musiquilla como de tiovivo que podría ser el himno desafinado de la capital. Que a las dos de la tarde ese sea, junto con el taladro, el único ruido que soportan los vecinos, es algo inaudito. Ya dejó de pasar el afilador, el que compra colchones viejos, el que vende tamales, camotes, el claxon de cientos de coches atorados en una calle a la que les llevó el GPS para evitar el desastroso tráfico. Los negocios están cerrados, solo sobreviven algunas tiendas de comida, farmacias y los eternos OXXO, tiendas 24 horas propiedad de Coca-Cola.
Ha pasado solo una semana desde que se decretara la emergencia sanitaria en el país y con ella una cuarentena masiva, aunque de momento sin sanciones. Las cifras hasta ahora son tímidas para las dimensiones del país: 141 muertos por coronavirus. Un dato aparentemente pequeño si se compara con la crisis que vive estos días su vecino del norte, Estados Unidos, o mucho menos que Europa. Lo que preocupa de momento es el ritmo de contagio. La cifra de contagiados es de más de 2.700. Pero el conteo no es tan sencillo: los técnicos del Gobierno han reconocido abiertamente que no saben cuántos casos podría haber con exactitud, que su sistema se basa en proyecciones, que por cada caso positivo podría haber 10, 15 más. No lo saben o no lo dicen. El país ha realizado apenas 25.410 pruebas para una población de más de 120 millones de habitantes. La apuesta de México puede convertirse en una bomba de tiempo.
48 horas después de la emergencia sanitaria, la Central de Abasto, el estómago de la capital, uno de los mercados más grandes del mundo —con 327 hectáreas y alrededor de 500.000 personas al día—, continúa su trajín como si, fuera del recinto, el mundo no enfrentara una pandemia. Es uno de los pocos rincones de la capital que no se puede permitir parar, pues abastece a millones de personas cada día, tanto clientes que comprar al por menor a un precio asequible, como mayoristas.
A las siete de la mañana, un hombre cargado con 20 cajas silba mentando madres a una pareja de unos setenta años que se detiene absorta ante el precio irrisorio de un kilo de tomates maduros. Alrededor otros chocan, se saludan, ofrecen a gritos trocitos de mango para probar, recogen entre la basura los desechos de los tráilers y llenan sus despensas.
Pero a un lado del corredor de la venta minorista, el I-Q, los que hasta ahora hacían caja con los restaurantes, tiendas y hoteles de la capital, se han convertido en las primeras víctimas de la pandemia en el mercado. “Ya cerraron los restaurantes, los hoteles y la venta ha caído un 70%, a ver qué hacemos ahora… La cosa pinta muy fea”, cuenta un vendedor de fruta al por mayor, que prefiere no dar su nombre. En dos días ha despedido a 8 trabajadores, solo quedan él y su hijo. Esto le preocupa más que la fiebre.
A 30 kilómetros de ahí, en Santa Fe, el centro financiero y corazón corporativo de decenas de empresas muestra la cara opuesta este viernes. Si uno deambulara por primera vez por estas calles bien asfaltadas, salpicadas de rascacielos vanguardistas, pensaría que quienes habitan este exclusivo barrio son practicantes de yoga, runners, señoras de la limpieza y cajeras de supermercado. Durante la hora punta de esta colonia, a las 9 de la mañana, nadie que no tenga este perfil cruza sus avenidas.
A Samantha la acaban de contratar en un supermercado, necesitan gente y su familia se ha quedado sin trabajo, eran vendedores ambulantes. A unos metros de ahí, Cristina Gómez echa cubetazos de agua con cloro en la entrada de un corporativo que no va a pisar nadie. “De momento me han dicho que venga, quién sabe hasta cuándo”, señala Gómez.
Un taxista comenta que no es que los vecinos no salgan de su casa en Santa Fe, sino que la mayoría de los que ahí viven tiene otras residencias más cómodas donde pasar la cuarentena: casas de campo con piscina en Cuernavaca o un chalet en Acapulco.
Si la Central de Abasto permanecía impasible ante las llamadas de emergencia sanitaria y cuarentena, el centro comercial más grande de Santa Fe parece un cementerio. Aunque sus puertas están abiertas, solo hay luz en la sucursal del banco Citibanamex y en una tienda de atención al cliente de Telcel. Los baños no tienen ni agua. Santa Fe es, tres días después de la alerta de las autoridades, como un centro comercial de Barcelona estos días; el mercado, como Merca Madrid hace tres meses. Solo que en Ciudad de México estas dos realidades suceden al mismo tiempo.
Hacia la salida de este barrio exclusivo de la capital, un grupo de hombres y mujeres vestidos como para desinfectar Chernobyl fumigan un paradero de taxis. Son de una constructora, no tienen ninguna especialidad con químicos, pero han decidido apoyar a la colonia. Lupita Aguilar es la gerente de compras de Edificarte, pero este viernes reparte botecitos de gel antibacterial a los que se encuentra. Los que llevan los trajes blancos y una bomba cargada con benzalconio son arquitectos. “Decidimos hacer algo para ayudar en esta contingencia. No queríamos quedarnos parados. Compramos todo lo necesario, avisamos a la alcaldía [Gobierno del barrio] y salimos a las calles”, cuenta el director de una de las empresas del grupo, Armando Villareal.
La escena de Santa Fe se repite un poco más abajo, en otro lujoso barrio de la capital, Polanco. Por sus calles vacías, solo transitadas por algún vecino con su perro, circula otra brigada de hombres de blanco rociando de fenol tanto las aceras como a algún viandante despistado. “Es biodegradable y además no es tóxico. Si quiere, ahora le damos un baño”, cuenta uno de los trabajadores de la empresa Central Control de Plagas, contratada por el Gobierno municipal. Se repiten aquí las escenas de Wuhan (China) meses atrás, pero en la versión mexicana: se desinfectan los barrios ricos.
En uno de los rincones con más actividad de Polanco, conocido como Polanquito, un entresijo de calles con decenas de bares, restaurantes y comercios, la resistencia se llama Frutería Esperanza. Esta tienda, junto a otra de alimentación, son las únicas que se mantienen abiertas estos días. Los tomates en este punto de la ciudad cuestan cinco veces el precio de la Central de Abasto, 50 pesos (unos 2,5 dólares). “Y eso que he tenido que bajar el precio a casi todo”, señala el heredero de un negocio familiar de hace más de 50 años, Hugo Hernández. Nunca, ni durante el terremoto del 85, ni con la crisis de la gripe porcina en 2009, ni en el último temblor de 2017 habían visto las calles del barrio como están ahora. “Ya nadie camina, pocos compran aquí. Estoy saliendo con el servicio a domicilio, es lo que me levanta esto un poco”, añade Hernández con una mascarilla de tela blanca que apenas cubre la punta de su nariz.
Las calles del centro este sábado olían diferente, sin tacos, sin el trajín habitual de miles de personas sudando entre sus aceras diminutas y abarrotadas. La 20 de noviembre, llena siempre de damas de honor que persiguen a novias desesperadas para conseguir los vestidos del mismo tono, estaba desierta. Unos grafitis animaban la vista gris de una de las avenidas que dan al Zócalo, las pinturas sobre las persianas eran lo único vivo de unos comercios que solo de madrugada se observan cerrados.
Una barrendera se entretiene moviendo las hojas que han caído de los árboles en la calle 20 de noviembre. Senorina Castillo, de 50 años, comenta bajo un traje de manga larga de jardinero, guantes, visera de plástico y cubrebocas: “De qué sirve que aquí me cuiden, que me den todo esto, si yo en la combi vengo hasta parada. Desde que cancelaron algunas rutas, las pocas que hay vienen hasta arriba de gente”, cuenta. La visera está tan rallada que no le deja ver la calle y le duele la cabeza del calor. En el asfalto del centro, el termómetro supera los 30 grados al medio día.
La noche en cuarentena del sábado muestra que quienes iluminaban las calles del corredor de ocio nocturno de la capital eran los bares y restaurantes y no el alumbrado público. La Roma y la Condesa parecen haber sufrido un apagón repentino. Ni un alma camina por los camellones arbolados, y algunos de sus clubes emblemáticos como el Pata Negra, han cubierto con tablas de madera los cristales.
En la avenida Álvaro Obregón, solo un lugar se mantiene prendido. El Hospital Obregón, un centro privado que mantiene en su puerta a unas 30 familias sentadas bajo la lluvia. Ha prohibido la entrada a todo aquel que no sea un paciente. Y la evaluación de los síntomas de urgencias la hace un agente de la Policía Bancaria.
—Yo lo que veo es si tienen problemas respiratorios, si les falta el aire, tienen tos… Entonces los aíslo y llegan los enfermeros o un médico.
—¿Dónde?
—Ahí. — y señala unas sillas del hall separadas por otros dos asientos cada una.
Luis Aguilar espera noticias de su mujer, que entró hace seis horas para dar a luz a su segundo hijo. “Está ahí la pobre, pariendo sola. No me quejo… Pero es que no me dicen nada”, señala nervioso. La mayoría de los que esperan son familiares de casos de urgencias de traumatología, sobre todo por accidentes. Si sospecharan de un cuadro de coronavirus, la orden es remitirlos a los hospitales autorizados, el de Nutrición o el de Enfermedades Respiratorias, ambos públicos, que algunos especialistas consideran que van a colapsar pronto en las próximas semanas.
Un vendedor de películas en el barrio de Tepito.
Un vendedor de películas en el barrio de Tepito.Monica Gonzalez / EL PAIS
La mañana siguiente, en el barrio bravo de Tepito, en el centro, ajeno históricamente a muchas otras recomendaciones del Gobierno, con una tradición de décadas de comerciantes de mercancía ilegal o robada, los puestos se pusieron como cada fin de semana.
Una vecina del barrio envía un mensaje de Whatsapp a este diario:
—Si te digo como están haciendo con el gel, no lo crees.
—Sorpréndame…
—En cuanto se supo que se tenía que usar el gel antibacterial —por supuesto que tenían los originales— lo vendieron más caro. De ahí vino lo de cómo hacer más para sacar más dinero y pues claro, lo primero es pensar en los ingredientes: gel y alcohol. Listo, gel del cabello [gomina] y alcohol del que sea. Total, lo único que necesitan es que huela a alcohol en lo que lo prueba el cliente, después de comprarlo no se aceptan reclamaciones. Te quedan las manos pegajosas. Siempre digo que los mexicanos somos bien chingones para todo pero en Tepito les ganamos.
En el mercado este fin de semana no hay casi clientes, es posible que les salga más caro abrir que recoger los toldos. Pero en este barrio cerrar el mercado un fin de semana es ceder ante la autoridad, algo que va en contra de su ADN. “Tepito existe porque resiste”, repiten sus vecinos orgullosos. “Pues a ver cuánto les dura el dicho este. A ver qué hacen cuando se enfermen y tengan que pagar el hospital. Pinche gente necia”, señala enojada una de las pocas vecinas de toda la vida que decidió cerrar su negocio hace dos semanas, Eugenia Ponce, y que camina entre el mercado intentando convencer a unos vendedores obstinados. En cada puesto, aunque sea de ropa interior, hay botes sin marca con etiquetas caseras que ofrecen medio litro de gel antibacterial a 100 pesos, unos cinco dólares.
El Domingo de Ramos, en una de las iglesias más concurridas de la capital, la de San Hipólito, en el centro, unos vendedores de artesanías con palma hechas para este día se han quedado sin clientes. El recinto está cerrado. No hay feligreses ni en esta ni en ninguna de las iglesias de la capital.
La segunda semana de cuarentena ha arrancado con más fuerza. Las brigadas de funcionarios del Gobierno capitalino revisan que los establecimientos permanezcan cerrados. Quien puede, teletrabaja. La mayoría de los que no, que suponen decenas de miles de vendedores ambulantes o trabajadores sin contrato, se han quedado en casa ante la disyuntiva de perder todavía más dinero en el pasaje hasta el centro. El silencio de sus calles recuerda a los días festivos en los que la ciudad se vacía y da un respiro. México está aprendiendo a parar. Y la enorme capital parece que al menos lo está intentando.