La joven de 22 años, convertida en un icono del feminismo en México, enfrenta una condena de hasta siete años de prisión en un juicio que dará comienzo el 1 de septiembre
Roxana Ruiz Santiago se asoma cautelosamente antes de abrir la puerta. Mide menos de un metro y medio y viste unos pantalones de mezclilla y una blusa blanca bordada a mano que contrasta con su piel morena. Tiene los ojos grandes, el pelo negro y largo; lleva una trenza y en la cara una sonrisa. A sus 22 años ha sobrevivido a un intento de feminicidio y ha pasado nueve meses en la cárcel, pero su pesadilla aún no termina. En 2021 acabó presa por matar a su violador y desde entonces espera a que inicie el juicio que determinará si es culpable del homicidio o queda libre por actuar en defensa propia. Se enfrenta a una condena de hasta siete años.
La mujer originaria de Oaxaca recibe a EL PAÍS en su casa de Ciudad Nezahualcóyotl, en el Estado de México, a un mes de que inicie el juicio previsto para el 1 de septiembre. Un tribunal permitió en febrero de este año que continuara su proceso en libertad a condición de no salir del Estado, ir a firmar cada dos semanas a un juzgado y justificar a la policía cada movimiento que hace. Ruiz dice que vive con temor e incertidumbre sobre su futuro y el de su hijo, un niño de cinco años. “Siento tensión en el pecho porque no quiero regresar a la cárcel. No sé si es delirio de persecución, pero tengo miedo de que la familia de ese hombre me vaya a hacer algo”, comenta mientras prepara el almuerzo.
De los más de 3.000 asesinatos de mujeres registrados en 2021 en México, según las cifras del Gobierno, más de 370 ocurrieron en el Estado de México, donde Ruiz migró a los 15 años. Desde 2015 esta entidad al centro del país tiene una alerta declarada por violencia de género por ser uno los lugares con más crímenes contra las mujeres. Nezahualcóyotl y Ecatepec fueron los municipios con más feminicidios reportados el año pasado, con siete cada uno. La madrugada del 8 de mayo de 2021 Roxana pudo haber formado parte de esa estadística. Hoy sobrevive para contar lo que sucedió.
“Yo no quería matarlo….”, dice y respira profundo después de lavar un mango. “Si yo no me hubiese defendido o, más bien, si este tipo hubiese logrado matarme, mi mamá sería la que estaría luchando por justicia, y yo estaría muerta”, advierte. La Fiscalía alega que su manera de defenderse fue desmesurada, mientras que sus abogados exigen que el caso se juzgue con perspectiva de género.
Aquella noche, cuenta la joven, despertó cuando el hombre la agredía física y sexualmente en su propia casa. Cansada de revivirlo, Roxana solo espera que el mal sueño termine. “Me causa dolor y vergüenza que lo que yo viví no sea reconocido, porque fui violada y soy sobreviviente de un feminicidio”, continúa con la voz quebrada que inmediatamente se compone.
Todo pasó muy rápido: forcejearon, ella lo empujó y logró quitárselo de encima, corrió e intentó escapar, pero no pudo hacer más que tomar una playera y defenderse. “Se la puse en el cuello, empezamos otra vez a forcejear, él queriéndome quitar de atrás de él... fue cuando nos caímos y yo no solté la playera por el miedo que tuve”, explicaba en una entrevista a este diario, el pasado diciembre.
Rox, como le gusta que la llamen, tampoco se quiebra cuando parte una cebolla. Lo hace con la técnica que solo la práctica puede dar. En ningún momento le lloran los ojos. “A veces sí me lloran, pero me aguanto”, dice con un guiño. “Roxana es muy risueña. Hasta le digo que en las audiencias no sea tan risueña porque luego se quiere enganchar y alegar con los contrarios”, comenta su abogado Ángel Carrera, quien la visita este último miércoles de julio para revisar unos papeles del expediente y está presente en la entrevista.
Sin descuidar la cebolla, la joven responde: “Es que dicen puras mentiras”. “Una vez, cuando todavía estaba adentro, en una audiencia, el señor [el padre de su agresor] empezó a decir que por qué no me salí y busqué ayuda, que por qué tuve que matar a su hijo, pero lo que no sabe el señor y lo que yo quería decir es que sí intenté salirme. Su hijo no me dejó salir, pero la licenciada [la fiscal a cargo de la acusación] empezó a decir que yo soy un peligro para la sociedad”, relata con coraje.
El caso de Ruiz recuerda al de Yakiri Rubio, una joven que en 2013 estuvo en la cárcel por matar a uno de sus violadores y fue liberada tras ser absuelta por un tribunal de Ciudad de México, en un caso paradigmático que sentó precedentes a la hora de juzgar un homicidio por exceso de legítima defensa y con perspectiva de género. Roxana obtuvo la libertad condicional, pero la Fiscalía insiste en solicitar su reingreso a la cárcel. “Dicen que me voy a fugar, ¿pero cómo? Si a veces ni me alcanza para los pasajes para los juzgados”, cuestiona la joven que no ha podido conseguir empleo por su situación judicial.
Mientras saborea la libertad a medias, Ruiz aprovecha el tiempo para estudiar su caso y hacer mucho de lo que más le gusta, como cocinar. Cuando estaba en la cárcel, esa era una de sus labores preferidas par ganarse la vida. Así no tenía que formarse para “el rancho”, como le llaman a la hora de la comida. Lo importante era sobrevivir y casi nunca era fácil. “Poco a poco fui agarrando la onda porque el hambre es canija”, comparte. “Pero sí había comida que no me comía, por ejemplo, el pollo hace mucho daño, o una cosa que se llama pantano, que no sé si son acelgas o espinacas, pero sabían a tierra”, describe.
La fama con la que Roxana ingresó al penal no le puso el camino fácil. Las autoridades y muchos medios locales contaron su caso de manera tendenciosa. Así que desde las custodias hasta las reclusas, la trataban como a “una asesina despiadada”. Recuerda que fue ingresada a una celda de cuatro por cuatro metros, donde vivían otras siete internas que la obligaron a dormir en el baño. Con las cucarachas como únicas compañeras, nunca tuvo un colchón, solo una sábana para taparse.
De ese lugar al que no quiere volver, Roxana tiene muchas memorias que quisiera poder borrar y muchas otras que no puede contar por temor a represalias, pero pese a todo, ahora su objetivo es encontrar las fuerzas para seguir luchando por ser escuchada y poder darle voz a muchas mujeres que lo necesitan. “Allá adentro hay muchas injusticias. No les basta con tenernos encerradas, hay maltrato tanto humano como psicológico”, expone.
Desde que se conociera su caso, organizaciones y grupos feministas han apoyado y acompañado a la joven cuando estaba encerrada, en la calle y en redes sociales. Cuando salió ahí estaban para recibirla, también durante las audiencias han acompañado el caso. La lucha por obtener justicia la ha convertido en una especie de icono del feminismo. La chica de 21 años que entró a la cárcel no es la misma que salió. Lo hizo por la puerta principal, con la frente y el puño en alto, y encontró su rostro y su nombre escritos hasta en las paredes.
En la entrada de su casa hay muchas plantas. Entre ellas, sobresalen unas siemprevivas, una especie de suculenta de hojas gruesas y puntiagudas, que se caracteriza por sus propiedades curativas y su increíble resistencia hasta en los ambientes más hostiles. “Esas se dan muy bien por aquí”, comenta la joven con una especie de complicidad con la planta, también conocida como “inmortal”.
Días después de la conversación, a unos pasos de donde estuvo recluida, Roxana encabeza una protesta para exigir justicia en su caso. Afuera de los juzgados federales del penal, la joven espera la resolución a una petición de la Fiscalía para que sea reingresada a la cárcel. El juez ha optado por reservarse la decisión, pero finalmente el juicio tiene fecha de inicio.
Mientras tanto, Rox prepara junto con sus amigas una manta bordada a mano que ella misma diseñó. Se trata de una mujer con medio cuerpo tras las rejas, tomada de una mano de un niño pequeño, su niño, ―quien en todo momento la ha motivado para seguir adelante―. También puede leerse un mensaje: “Ya no más presa por defender mi vida”.
El 1 de septiembre irá a juicio contra el mismo sistema que la quiere regresar a prisión.