Tras los ataques recientes del crimen organizado contra la población, el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador presumió sus políticas contra la inseguridad. Los bloqueos carreteros, incendios a locales y asesinato de civiles inocentes al azar en cinco Estados del país obligaron a las autoridades a dar explicaciones sobre la capacidad del narco de poner en jaque a la ciudadanía. El mandatario insistió en que los homicidios van en descenso, que los últimos golpes a los cárteles habían dado resultados y la respuesta violenta había sido una consecuencia de la irritación de un “narco debilitado”. Aunque esta teoría la han cuestionado algunos expertos consultados por este diario, las cifras de homicidios han descendido en algunos puntos de la geografía mexicana, aunque en otros han aumentado por encima de lo que soportaban en 2015. Esta es una radiografía de la evolución de la violencia en la era López Obrador. La imagen resultante es compleja, y no tan apegada a las dinámicas políticas como argumentan partidarios y opositores del gobierno, sino más bien a movimientos diferenciados a ras de territorio.
A cierre de 2021, la tasa de homicidios en México fue de 28 por cada 100.000 habitantes. Efectivamente, tanto esta cifra como el dato avanzado de la primera mitad de 2022 supone un leve pero claro descenso respecto a años anteriores: el máximo de 2018 (casi 30) es el pico histórico de una serie que en su metodología actual se remonta a 1990. Este tope fue presentado por el ejecutivo actual como una “herencia recibida” del mandato de Enrique Peña Nieto que se habría logrado combatir. Pero, por una parte, es igualmente cierto que el dato se mantiene muy alto en términos comparativos, por encima de países como Colombia (23), Brasil (22) o Guatemala (17), que también han sufrido los embates del crimen organizado, según la recopilación que mantiene el Banco Mundial. Y, por otra, la superposición de la dinámica de homicidios con los periodos presidenciales no ofrece coincidencias especialmente nítidas. Ciertamente, la escalada comenzó a partir de 2006, cuando el expresidente Felipe Calderón emprendió una guerra contra el narco que continúa, aunque con menos fuerza, estos días. Pero el descenso que el expresidente Peña Nieto se atribuyó en algún momento de su mandato ya empezaba en los últimos años del sexenio de Calderón, y el priísta tuvo tanto un mínimo en 2014-15 como una escalada que le dejó en el triste récord de 2018. Así las cosas, resulta difícil predecir hacia dónde se moverá la cifra ‘roja’ en la segunda mitad del gobierno de López Obrador.
Además de las cifras de asesinatos, es necesario tener en cuenta cuando se habla de violencia de una de las peores tragedias del país: los desaparecidos. En México hay hasta la fecha 104.889 personas en paradero desconocido y más de 53.000 que han sido hallados en fosas clandestinas, pero que todavía no se han podido identificar. Para dimensionar, uno debe imaginarse una fosa común del tamaño del imponente Estadio Azteca repleto de gente. Una mayoría de ellos desaparecieron desde 2006, inicio de la mentada guerra. Y, a diferencia de la tasa de homicidios, la de personas desaparecidas o no localizadas no ha dejado de escalar: sus “valles” son más planos, y su ascenso bajo el mandato obradorista, incuestionable. Si se compara con conflictos armados o la represión militar en otros países, resulta difícil entender cómo no es la prioridad de cualquier Gobierno: Colombia cuenta con poco más de 99.000 desaparecidos desde 1970, principalmente por el conflicto entre guerrillas y grupos paramilitares que vivió el país; en Argentina, la dictadura militar (1976-1983) dejó alrededor de 30.000, según cuentas de organizaciones no gubernamentales; y en Guatemala, las tres décadas de conflicto y represión gubernamental a finales de siglo pasado dejaron 45.000, de acuerdo a un cálculo de Amnistía Internacional.
La geografía de la violencia
Las tasas nacionales de homicidios o desapariciones son apenas un resumen federal. Si de cualquier país del mundo puede decirse que las dinámicas de violencia que alberga son complejas y diferenciadas, esto es quizás especialmente cierto en México: no sólo por su tamaño, sino también por su ubicación geográfica y por los distintos factores que lo atraviesan. Si la violencia está fragmentada, es cambiante y se mueve en paralelo con economías ilegales de todo tipo, es esperable que su consecuencia última (la muerte) también lo haga. Por eso, aunque los índices nacionales acaparan titulares, oscurecen una varianza gigantesca que va desde los 2,3 homicidios por 100.000 habitantes de Yucatán (históricamente una de las zonas más pacíficas del país, que lo sigue siendo) hasta los 108 de Zacatecas. Y no sólo, ni sobre todo, pesan las diferencias en 2021, sino lo que ha pasado cada entidad territorial para llegar hasta su situación actual. Desde esta perspectiva todas ellas se pueden dividir en varios grupos, según hayan superado o no la actual media nacional en algún punto del pasado reciente, y en función de cómo se ha movido la tasa.
Zacatecas y Sonora tienen el triste título de tener tasas récord para ambos territorios, y además ser los únicos de alta incidencia homicida en los que el ritmo se ha acelerado bajo el mandato de López Obrador. En Guanajuato, Baja California, Morelos, Michoacán o (a niveles menores) San Luis Potosí los homicidios per capita también han crecido pero el aumento no se ha acelerado como en los anteriores. Y a renglón seguido aparece un grueso de entidades federativas con mejoras desde 2018 pero que no ha logrado bajar de los niveles de 2015 (comparando así trienio con trienio: el último de Peña Nieto con el primero del actual gobierno): Colima, Chihuahua (en ambos los niveles siguen especialmente elevados a pesar de la tendencia), Quintana Roo, Jalisco, Tabasco, Oaxaca, Nayarit o Tamaulipas (con mejoras más significativas). Guerrero, Sinaloa y Baja California Sur son los tres que lograron bajar de los niveles de 2015, dejando sus máximos atrás (por ahora).
Por debajo de la media nacional están los territorios comparativamente menos violentos, pero incluso entre ellos hay diferencias importantes. Nuevo León, el Estado de México, Tlaxcala, Campeche o Querétaro están viendo ascensos más o menos pronunciados, más o menos sostenidos que en alguno de ellos podría estallar como ya lo hizo en el pasado en alguno de los listados en el anterior grupo. En contraste, Puebla, Veracruz, o la propia capital sufrieron incrementos que bajaron desde 2017, 2018 o 2019. Coahuila, Chiapas o Durango tienen un perfil más plano, como Yucatán, que sigue a la feliz cola de esta clasificación.
Estas variaciones son la punta del iceberg de la violencia que se mueve por debajo. Como lo son también las cambiantes (y dicientes) cifras de muertes violentas que tienen lugar fuera del Estado de residencia habitual de la víctima.
El gráfico muestra un dato importante. El 42% de los asesinados en Baja California no eran de ahí. Esto se debe muy posiblemente a que desde 2015 el cartel Jalisco Nueva Generación irrumpió en este rincón del noreste del país altamente codiciado por las rutas del narcotráfico. Su llegada a una zona controlada por otros grupos provocó una sangría de muertos y una guerra entre bandas que permanece estos días. Muchos de los recién llegados para arrebatarle a los de Jalisco el poder que habían acumulado provienen de Sinaloa y Sonora, muchos colaboradores del legendario cartel de Sinaloa. Por su parte, Jalisco ha reclutado también a gente en su Estado y en Michoacán para hacer frente a esta batalla en el norte. Así, mientras la mentada tasa ascendía en Baja California, en Sonora o en Tamaulipas, se moderaba en Jalisco o en Chihuahua.
Pero la imagen no está completa sin incluir una vez más la cifra de desapariciones. Ciertamente, Zacatecas encabeza esta clasificación en 2021 como también lo hace con la de homicidios. Pero es Jalisco quien ocupa el segundo lugar, seguido de cerca de Nayarit y Morelos: nótese que mientras este último sí presentaba un incremento notable de homicidios desde 2018, los otros dos tenían descensos.
Y es que cuando uno compara en términos relativos la evolución de homicidios y la de desapariciones en algunos estados, como por ejemplo en los dos con mayor incidencia de este último fenómeno, puede observar que en ciertos casos los ascensos son disparejos.
En el caso de Jalisco, de hecho, como se adelantaba más arriba el gráfico muestra claramente cómo las desapariciones suben mientras los homicidios no. Esto hace sospechar de un ‘efecto reemplazo’ en los datos entre ambos indicadores. De hecho, cruzándolos se obtiene una correlación más débil de la que cabría esperar, emergiendo una serie de entidades federativas con menos homicidios que la media nacional, pero más desapariciones.
Aunque el grueso de ambas cifras son hombres, en México como en otros países, las mujeres son objeto de una violencia homicida y de desaparición especialmente dirigida a ellas. El fenómeno del feminicidio merece ser analizado aparte por sus características específicas, por sus implicaciones políticas y sociales diferenciadas, y también por lo difícil que resulta interpretar los datos al respecto en la maraña legal federal. Pero sí resulta necesario referir cómo la división por sexos de las víctimas varía notablemente en el espacio y en el tiempo. Sirva la cifra de desapariciones para subrayar lo desproporcionado de las mismas hacia las mujeres especialmente en el Estado de México, único con un volumen sustancial de este fenómeno en el que representan casi la mitad del total. Para el país son el 29%, una cifra que aumenta a oleadas, siendo una de ellas el periodo desde 2019 (uno de incrementos de feminicidios según datos oficiales).
Homicidios y percepción de inseguridad
El grado de inseguridad percibido por la ciudadanía es una de las principales correas de transmisión entre la violencia y la política en una democracia. Y, una vez más, México muestra una considerable variación.
Llama por ejemplo la atención la percepción de inseguridad altísima en Tabasco, uno de los Estados tradicionalmente más seguros del país, con menor número de homicidios. Uno de los motivos puede estar relacionado a que la población no solo percibe la inseguridad en términos de muertos, sino otro tipo de delitos relacionados con el crimen organizado, como la extorsión. Es habitual que el narco, especialmente cuando controla un territorio o plaza, imponga un impuesto o cuota a los negocios, empresarios, que contribuye a financiar su poder criminal. Este tipo de delito apenas se denuncia, cuentan a este diario los expertos, pues el miedo a las represalias es muy alto. De manera que las cifras oficiales de extorsión manejan una cifra negra que imposibilita el diagnóstico del problema.
Pero es muy posible que haya otros mecanismos en marcha: la brecha existente entre la inseguridad percibida en el propio municipio y el barrio o vecindario, siendo éste un nivel mucho más cercano a la experiencia de uno, ayuda a entender que la inseguridad tiene quizás más que ver con la información que llega por vías secundarias que por el conocimiento de primera mano. No en vano la correlación entre inseguridad percibida y grado de homicidios es clara cuando se pregunta por el nivel municipal, pero no al buscarla con el barrio.
Esto sugiere que efectivamente el terreno de la percepción de inseguridad es uno de batalla política y dialéctica, informacional en última instancia. Las cifras de homicidios o desapariciones juegan su papel, sin duda. Pero es seguro que lo harán junto a otros muchos elementos que el gobierno de López Obrador (y sus contrincantes) manejarán durante el trienio que aún les queda en el poder.