Un juez ha condenado a Servando Gómez, alias La Tuta, a 47 años y seis meses de prisión por delincuencia organizada y tráfico de drogas. La Tuta, que cuenta 55 años, vive preso desde 2015, cuando fue detenido por elementos de la extinta Policía Federal, en Morelia, la capital de Michoacán. Fue allí, en Michoacán, donde La Tuta creó y cultivó su imperio criminal, Los Caballeros Templarios, una organización sincrética, a caballo entre la violencia mafiosa y el delirio religioso.
Viejo profesor normalista, Gómez y sus templarios sembraron el terror en Michoacán durante los gobiernos de Felipe Calderón (2006-2012) y Enrique Peña Nieto (2012-2018). Basados en Tierra Caliente, sometieron pueblos e industrias, imponiendo la extorsión como forma de vida, parte de su contradictoria lógica fundacional, que les anunciaba como salvadores de un pueblo al que luego sangraron sin pudor.
La Tuta alcanzó notoriedad por sus inclinaciones mediáticas. Inauguró un género -la narcopropaganda- que tan bien domina ahora el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG). La Tuta daba entrevistas a medios de comunicación, filtraba información, vendía una imagen de Robin Hood tropicalizado, idea que amparaba en pequeñas obras que Los Caballeros Templarios financiaban en los pueblos de la zona. Era la foto que le gustaba, La Tuta, el prohombre, líder de una asociación de benefactores, felices con el besamanos y la sonrisa del pueblo, enfrentando al monstruo de la corrupción.
En algo tenía razón, en la corrupción, mecanismo que convirtió en ventaja cuando el Gobierno federal le pisaba los talones, allá por finales de 2014 y principios de 2015. La Tuta se reunía con políticos de Michoacán y los grababa, quizá sabiendo que en el futuro podrían servirle para presionar por sus intereses. Así ocurrió por ejemplo con Rodrigo Vallejo, hijo de Fausto, el entonces gobernador de Michoacán. En un vídeo divulgado en julio de 2014, La Tuta aparecía hablando con el junior, en pleno operativo del Gobierno contra los templarios.
Más allá de su cercanía con el poder político, los vídeos de La Tuta ilustraban la gran contradicción de la lucha contra el crimen en el país, pasada y presente, su flexibilidad. Al mismo tiempo que el Gobierno de Vallejo, del PRI, cerraba filas con el Gobierno federal, también del PRI, contra Los Caballeros Templarios, personas de su entorno se reunían con sus presuntos enemigos, dándoles el rango de figuras políticas, con los que diseñar estrategias para evitar más violencia.
El auge de La Tuta y los templarios fue también el del movimiento de grupos de autodefensas en Michoacán. Hartos de la extorsión, líderes sociales de pueblos de Tierra Caliente, caso de Apatzingán, Parácuaro o Tepalcatepec, organizaron grupos de hombres y se alzaron en armas contra Los Caballeros Templarios. Ocurrió a principios de 2013 y en apenas un año, las autodefensas, con figuras como José Manuel Mireles a la cabeza, controlaban ya una quinta parte del Estado, territorio ganado muchas veces a balazos.
La guerra entre unos y otros obligó al Gobierno federal a reforzar su intervención, nombrando a un comisionado especial para el caso, Alfredo Castillo, y enviando a miles de policías y militares al Estado. En poco tiempo, los líderes de los templarios fueron capturados o murieron en enfrentamientos, según explicó la administración Peña Nieto. Parte de los grupos autodefensas se convirtieron en lo que habían jurado combatir, bandas de mafiosos sin escrúpulos. La violencia continuó, sujeta a siglas y alias distintos.
La Tuta ha vivido estos años en la misma prisión de la que escapó Joaquín El Chapo Guzmán. Ambas cosas ocurrieron en el mismo año, 2015, con algunos meses de diferencia. Mientras el cartel de Sinaloa cavaba un túnel bajo la prisión de máxima seguridad de Almoloya, en el Estado de México, para su jefe, La Tuta adquiría sus rutinas carcelarias, que ya no ha abandonado. Esta condena es la primera, quizá vengan más. Él mismo señaló más de una vez que el asesinato había formado parte de su catálogo criminal.