El testimonio es atropellado, desordenado, algo confuso. Propio de una mujer que acaba de pasar más de 48 horas de espanto: amordazada, vendada y torturada con “tocamientos de tipo sexual”, una navaja al cuello, descargas eléctricas por “diversas partes del cuerpo”, cortes en el pie izquierdo, golpes y amenazas. Todo ello, mientras escucha cómo son torturados también sus dos sobrinos y su marido, hasta que llega un momento en que deja de oír sus quejidos y de sentir cómo se revuelven contra sus captores. Hasta que los hermanos Andrés y Jorge Tirado (27 y 35 años) y su tío José Luis González (73) son asesinados. Margarita María Ochoa (72) es la única superviviente de un secuestro que comenzó a las 14.00 del viernes 16 y concluyó el domingo 18, cuando la policía irrumpió en el inmueble de la calle Medellín 113, en la colonia Roma, en el corazón acaudalado de la Ciudad de México. EL PAÍS ha accedido en exclusiva a la transcripción de la entrevista que los investigadores de la Fiscalía capitalina le realizaron a la mujer la misma noche de su liberación.
Según el testimonio que Ochoa le dio a la policía, hubo entre ocho y 10 personas implicadas en el crimen, motivado por una disputa por la propiedad de la misma casa en la que sucedieron los hechos, aunque fuentes de la Fiscalía aseguran que solo hubo siete agresores. Durante siete meses, las víctimas y los presuntos culpables convivieron en la vivienda de dos plantas. Arriba, vivían Ochoa, González y sus sobrinos. Abajo, tres de los detenidos, Blanca Hilda Abrego (madre), Sally Mechaell Arenas (hija) y Randy Arenas (nieto), junto a un segundo nieto de tres años, del que no se conoce el nombre. Además, el novio de Sally Mechaell, Azuher Lara, también pasaba mucho tiempo en la residencia. Los cuatro adultos han sido procesados y se encuentran en prisión preventiva. Hay otra presunta cómplice detenida, identificada como Rebeca. Los otros sospechosos todavía no han sido arrestados, aunque los agentes esperan dar con ellos en los próximos días.
El viernes a las 14.00, Lara subió a la segunda planta para pedirle al marido de Ochoa que moviera su coche con la excusa de que obstaculizaba el paso de un técnico que había venido a arreglar la lavadora. A los cinco minutos, Lara volvió para decir que González se había caído y tenía una herida en la rodilla. Al bajar, Ochoa descubrió a su esposo “tirado en el piso, maniatado y con la cara cubierta de cinta tipo canela pero de color plateado”. Vio a “un grupo de entre 8 a 10 personas, todas las cuales estaban cubiertas de cara”. Se abalanzaron sobre ella, la amordazaron y la vendaron.
Primero llegaron las amenazas, luego los cortes en el meñique y la planta del pie de izquierdo. Después, la llevaron junto a su marido a otra habitación. A él le tumbaron en el suelo. Ella, boca abajo en la cama. Dos mujeres pusieron una navaja en su cuello y le administraron pequeñas descargas eléctricas para que diera su información bancaria —mientras estaba cautiva retiraron dinero de una de sus cuentas—. Poco después, Ochoa escuchó gritos procedentes del salón y un ruido que sonó “como un disparo”, aunque en la transcripción dice que no puede asegurar el origen. Los secuestradores aparecieron con sus dos sobrinos, a los que también interrogaron sobre sus datos bancarios. Uno dijo que solo tenía un sobre con dinero en la casa, el otro que no disponía de efectivo.
“Este ya está muerto”
“A partir de ese momento comencé a escuchar ruidos fuertes de agresión hacia mis sobrinos. Asumo que eran ellos porque también escuché patadas como si se estuvieran defendiendo. También escuché que alguien se estaba ahogando. No puedo precisar el tiempo que pasó, pero dejé de escuchar la voz de mis sobrinos y en su lugar escuché que una mujer dijo: ‘Este ya está muerto’”. Alguien abrió una bolsa de plástico y la arrastró por el suelo. “Cuando movieron a mi esposo puedo asegurar que él estaba vivo porque escuché un quejido. Después ya no escuché nada más”.
Ochoa se quedó en la habitación con un hombre que la custodiaba. Pensaba que iban a matarla, según recoge el expediente de la Fiscalía. Vino un segundo secuestrador que amenazó con violarla. Ella le dijo que no se atreviera porque “podía ser su abuela”, pero aun así el hombre la agredió con “tocamientos de tipo sexual”. Después de eso, la dejaron sola. Consiguió zafarse de la venda y las cuerdas que la amordazaban, pero cuando trató de llegar a la azotea para pedir auxilio, sus captores la descubrieron. La ataron otra vez y taparon su cabeza con una tela “con la cual comenzaba a distorsionarse mi vista, veía luces de colores y proyecciones de figuras como la Catrina”.
Dos hombres la llevaron a una bodega en la planta baja. Al principio la ataron a una silla de ruedas, después la movieron a una cama. El domingo, cuando ya habían pasado dos días, comenzó a sentirse “deshidratada” y pidió agua. Le dieron un vaso y unas rodajas de manzana. Abrego curó las heridas de su pie izquierdo y permitió que se bañara, lo que hizo que descubriera una herida sangrante “en el costado izquierdo del pecho”. Ochoa escuchó a Abrego decir que tenían un problema con los cuerpos. La enfermera estaba empezando a asustarse y quería deshacerse de las pruebas.
Cuando la policía llegó por fin a Medellín 113, Ochoa se encontraba otra vez amarrada a la silla de ruedas, en el salón de la planta baja. En la casa también estaban Abrego, su hija y su yerno. En otra habitación, los agentes descubrieron los tres cadáveres, muertos desde el viernes. Según la principal línea de investigación, los secuestradores dejaron con vida a la mujer para que esta les cediera la propiedad del inmueble.
Una maraña legal
Medellín 113 era propiedad de dos hermanos de Ochoa. Uno de ellos residía allí, un anciano enfermo que falleció en mayo, identificado en el expediente de la Fiscalía por las iniciales C.G.O.A. Abrego era cuidadora del hombre al menos desde 2004. Como parte del acuerdo que tenían, la mujer cobraba 1.800 pesos semanales y residía en la planta baja de la vivienda junto a su hija y sus nietos. Cuando el anciano murió, Ochoa se trasladó desde Hermosillo a la Ciudad de México para asistir al entierro. Allí, un abogado y amigo de su marido le recomendó quedarse en la casa hasta que resolvieran la herencia, porque Abrego “tenía la pretensión de quedarse con dicho inmueble”. Al poco llegó también González. Ambos se alojaron en la habitación que antes había pertenecido al hermano de Ochoa y permitieron que Abrego y su familia siguieran viviendo en la primera planta mientras encontraban otro hogar.
En 2019, cuando el hermano de Ochoa se puso enfermo por primera vez, Abrego le pidió a la mujer que firmara unos documentos que la reconocían como “concubina” del anciano. La enfermera esperaba cobrar una pensión de viudedad. Ochoa aceptó con la condición de firmarlos después de la muerte de su hermano. Pero este mayo, después del fallecimiento del hombre, la cuidadora fue un paso más allá y le aseguró a Ochoa que su antiguo paciente había dejado el inmueble a su nombre. “No puede ser posible, mi hermano jamás habría hecho tal cosa”, se lee en la transcripción del interrogatorio. Cuando Ochoa fue al banco para comprobar las propiedades de su hermano, se enteró de que este la había dejado a ella como titular de una cuenta. También de que Abrego “había dispuesto” del dinero de otra cuenta.
Los hermanos Tirado, un actor y un músico, eran nietos de la hermana de Ochoa. Aunque llevaban ocho años en la capital, se mudaron a la casa en junio “debido a que sus actividades laborales no les generaban ingresos económicos estables”. “Les invité a vivir con nosotros, pensando que ellos serían una compañía para mi esposo y para mí”, le contó Ochoa a la policía. Cuando su marido y sus sobrinos fueron asesinados, la mujer estaba a punto de regular la herencia de la casa, una vivienda que sus hermanos heredaron a su vez de su abuela: “Debido a que mi otro hermano no tiene la posibilidad de trasladarse a la Ciudad de México, convenimos que él y mis sobrinos nietos me otorgaran poder para vender el inmueble”.
El asesinato de los hermanos Tirado y su tío conmocionó a un país que convive a diario con la violencia y tiene las estadísticas de homicidios por las nubes. En parte, porque sucedió en la Roma, un barrio adinerado y considerado una burbuja aislada de la realidad que impera en el resto de México; en parte, por lo insólito y truculento del crimen. Ahora, la policía busca a los últimos cómplices en libertad mientras la investigación trata de desenmarañar un caso condicionado por la ambición de los sospechosos y su inexperiencia en el mundo criminal, según la principal línea de investigación de la Fiscalía.