La apuesta que Andrés Manuel López Obrador está jugando con Claudia Sheinbaum es doblemente arriesgada: supone que puede exponerla a las luchas internas de su partido en 2023 y que, al crispar de dedos de una encuesta de selección nacional de candidato, la jefa de Gobierno será capaz de reunificar el apoyo de todos los votantes para convertirse, en tan solo unos meses, en la única depositaria del legado de López Obrador.
Esta apuesta es errada porque ignora los riesgos que supone hacer política como mujer. Ser precandidata mujer no es similar a ser cualquier precandidato.
Amplia investigación ha demostrado que el camino de las mujeres al poder es un campo minado; una trayectoria mucho más difícil y peligrosa que para los hombres. Es por ello que, cuando en verdad se está comprometido con tener un liderazgo femenino, se deben crear mecanismos de arropo particularmente sólidos.
El trabajo de la escritora Rayne Fisher-Quann ha mostrado cómo, en sociedades machistas, el ciclo de vida de una mujer poderosa es corto, cruel y bien conocido. La mujer en cuestión comienza con un periodo de altísima atención mediática que gusta a la gente. Sin embargo, rápidamente esto tiende a terminar. La mujer comete un error sencillo, una nimiedad como no vestirse acorde a un evento o un desacierto como dar una declaración inadecuada.
En ese momento comienza lo que la autora llama la “mujerización”, una forma de apedreamiento público moderno. El desliz de la mujer da rienda suelta al machismo y a la misoginia que yacían expectantes ante su error. La tormenta se desata con una ira desenfrenada, y con ello surgen reacciones desmedidas y desproporcionadas al error que cometió la mujer. Su caída en popularidad es estrepitosa. Y así, con la “mujerización” de las mujeres en el poder, se cierra un ciclo que termina por reivindicar el sesgo subconsciente que la sociedad tenía en contra de las mujeres poderosas desde un inicio.
La sociedad mexicana tiene un fuerte sesgo inconsciente en contra de las mujeres poderosas y, por tanto, es muy susceptible a este ciclo. De acuerdo con el Índice de Normas Sociales de Género de las Naciones Unidas, el 90% de los mexicanos tienen sesgos negativos en contra de las mujeres y el 57% los tienen, específicamente, en contra de las mujeres en la política. Esto es un sesgo profundo y mucho más alto que países latinoamericanos como Argentina, Brasil o Colombia. En México, en público, la mayoría dice que votaría por una mujer, pero en su interior piensan otra cosa.
Sheinbaum está transitando un camino altamente peligroso. Y López Obrador lo está haciendo mucho más peligroso al exponerla a una campaña larga y confrontacional, plagada de divisiones dentro de su propio partido y de choques con la autoridad electoral. El presidente no parece comprender que el juego preelectoral que él mismo ha diseñado tiene los dados cargados en contra de su candidata.
Con Sheinbaum, López Obrador está siendo un político incapaz de comprender los retos que enfrentan las políticas. Es decir, está siendo un hombre normal cuando la situación requiere un hombre extraordinario.
No basta con que López Obrador le levante la mano en público a Sheinbaum y diga “es ella”. No basta con que los diputados de Morena paguen espectaculares de #EsClaudia. Sin una estrategia diseñada estratégicamente para proteger la mayor vulnerabilidad que tiene la jefa de Gobierno de la Ciudad de México —que en un país machista como México es el simple hecho de ser mujer — la exposición mediática es contraproducente.
Los datos ya muestran el desgaste innecesario al que se está sometiendo a Sheinbaum. Hasta abril del 2021, gozaba de una aprobación del 71% en la Ciudad de México —mayor que la aprobación de López Obrador a nivel federal (63%) —. La larga precampaña ha terminado con esta ventaja y la ha llevado a solo el 47%.
Como cualquier mujer en un país machista, Sheinbaum tiene una popularidad más frágil. A diferencia de López Obrador, los escándalos son demoledores con ella. La caída de la línea 12 del metro ocasionó una caída en su aprobación de 22 puntos en solo un mes. En cambio, el escándalo más grande que ha tenido López Obrador, el Culiacanazo, solo le quitó solo dos puntos al presidente.
La dureza con la que se evalúa a Sheinbaum no existe, ni para López Obrador, ni para otros hombres. El mismo Marcelo Ebrard no sufre lo mismo. Cuando la línea 12 cayó, la opinión favorable de Ebrard se desplomó 12 puntos por debajo de la de Sheinbaum, pero en tan solo cuatro meses se repuso. Hoy Ebrard está al frente de las preferencias de acuerdo con encuestas de El Financiero.
Sin embargo, López Obrador no parece comprender que necesita una estrategia distinta para apoyar a Sheinbaum si de verdad la estima. Dejarla al frente de una contienda electoral que durará tres años es un desatino, un riesgo innecesario y una falta burda de comprensión sobre lo que significa ser mujer en la política.
Al paso actual, Sheinbaum llegará a la contienda con la aprobación que Peña Nieto tenía luego de dos años de haber gobernado (38%). Tan solo en el último año, la aprobación de la jefa de Gobierno ha caído en 9 puntos.
Hasta ahora, Sheinbaum todavía no ha cometido un error que permita su “mujerización”, pero al nivel de exposición actual no cabe duda de que lo habrá. Para ser mujer y estar en campaña tres años no basta ser una buena candidata, se debe ser perfecta. No tengo duda de que el mismo López Obrador no hubiera podido estar en campaña 18 años y llegara a la presidencia si hubiera sido mujer. El machismo lo habría ahogado.
Si López Obrador de verdad cree que su candidata es Sheinbaum debe sacarla del fuego. Tenerla al frente no es un acto democrático, es ser candil de la calle y obscuridad para su candidata.