La escuela primaria a la que asistí se llamaba Alma Campesina y estaba enclavada en lo alto de una loma arbolada a la que subíamos presurosos para no llegar tarde. Fue ahí que escuché por primera vez de las guerras púnicas; un profesor, muy apasionado de la historia occidental, nos hablaba de Escipión el Africano del lado de Roma y del gran Aníbal y sus elefantes del lado de Cartago. Nos contaba también cómo, incluso cuando Roma había ganado la Segunda Guerra Púnica y Cartago ya no suponía un peligro para Roma, Catón el Viejo seguía insistiendo que había que arrasarla por completo. Cada vez que pronunciaba un discurso ante el Senado Romano, terminaba siempre con la misma frase, aunque nada tuviera que ver con el tema tratado. La frase se ha vuelto un lugar común y es considerada ya una clásica locución latina: “Carthago delenda est” (Cartago debe ser destruida). La narración de mi profesor era tan vívida que podíamos imaginar al airado Catón pronunciar la frase mientras lamentábamos la suerte de Aníbal. Tiempo después, un nuevo supervisor escolar fue nombrado y recuerdo cómo en cada una de sus visitas a nuestra escuela siempre terminaba sus discursos con la misma frase, aunque nada tuviera que ver: “Porque en cada niño oaxaqueño hay un Benito Juárez”. Nos explicaba con paciencia que no importaba nuestra pobreza, nuestras instalaciones precarias, el hecho de no hablar bien castellano y nuestras muy escasas posibilidades de acceder a educación superior; si podíamos soñarlo, la posibilidad estaba ahí, podíamos convertirnos en el siguiente Benito Juárez y presidir la República mexicana; en cada uno de nosotros, niños parados al sol rogando porque ya se terminara la ceremonia de homenaje a la bandera, latía un Benemérito de las Américas en potencia. Ante nuestra imaginación infantil, el niño Juárez con su flauta de carrizo y angustiado por la pérdida de sus borregos, se erigía como una esperanza, la posibilidad de gloria de alguien que, siendo como nosotros, alcanzó la cumbre del panteón nacionalista.
Todo en el contexto nos hizo creer que Juárez era una especie de santo. En determinadas fechas preparábamos “altares patrios” con flores, velas e imágenes. Ante el altar recitábamos poemas y cantábamos con emoción: “Juárez, tu México canta la eterna gloria que supiste conquistar, Juárez, tu raza levanta, un monumento que te habrá de perpetuar”. El nacionalismo tiene muchas semejanzas con la religión, tiene sus rituales, sus altares y sus santos; como población oaxaqueña tenemos muy claro que entre todo el santoral, Juárez destaca sobre cualquier otro, sobre todo porque era uno de nosotros. “Si la patria es Dios, Juárez es San Pablo” le explicó un profesor a una madre de familia que se negaba a cooperar económicamente para la compra de velas destinadas al altar patrio que se habría de erigir para celebrar el natalicio de Juárez. Con el paso del tiempo esta frase tomó el sentido del mundo para mí. Así como San Pablo fue fundamental en el comienzo de la institucionalización del cristianismo —antes de él era otra cosa— Juárez capitalizó y le dio cuerpo al Estado Mexicano. Lo doloroso de todo esto fue darme cuenta que sus famosas Leyes de Reforma, que fortalecieron al Estado, despojaron también a los pueblos indígenas en la misma proporción. Nadie nos ha contado los efectos de la Ley Lerdo para la propiedad colectiva de la tierra ni de las estrategias que, sobre todo en Oaxaca, desplegaron los pueblos para resistir y mantener la propiedad comunal; lamentablemente pueblos originarios de otras regiones del país fueron totalmente despojados de sus bienes comunales, de ser dueños colectivos de sus tierras y cajas, fueron convertidos en peones de hacienda. Nadie nos habló nunca del profundo amor liberal que Juárez tenía por la propiedad privada y esa ignorancia explica que haya funcionarios que hoy en día se atreven a hablar del “pensamiento indígena” de Juárez. Los efectos de las Leyes de Reforma fueron tan definitivos sobre los pueblos indígenas que varios historiadores han llamado a este fenómeno “la segunda Conquista” por sus consecuencias devastadoras. El empobrecimiento de los pueblos indígenas no se puede explicar sin las Leyes de Reforma. La llamada Segunda Transformación llevó a la concentración de la tierra a tal grado que la respuesta fue la Revolución Mexicana, la Tercera Transformación en términos del actual presidente de la República.
Nada de esto nos han contado. Falta mucho por difundir sobre ese complejo personaje que fue Juárez y del que solo nos llega a las escuelas su historia como de santo canonizado por la patria, necesitamos saber más para sacar nuestras propias conclusiones. El nacionalismo como religión oficial, tiene dentro del santoral tanto a Juárez como a Ricardo Flores Magón, da igual que entre ambos haya un abismo de pensamiento. A López Obrador le da lo mismo rendir homenaje a uno u a otro sin dar cuenta de esa enorme contradicción.
Mientras los nada laicos homenajes a Juárez continúan, las resistencias al despojo se hacen presentes como en el siglo XIX. Para consagrar Guelatao como lugar de peregrinación, el año pasado López Obrador anunció que se construiría un camino desde esta comunidad hasta los valles centrales de Oaxaca para rememorar el camino que Juárez hizo desde su lugar de nacimiento hacia la ciudad; para su construcción se anunció una inversión de 183 millones de pesos, cifra considerable si consideramos que el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas recibe un poco más de 71 millones al año. El pasado 20 de marzo, autoridades municipales y funcionarios federales recorrieron a pie este camino que lleva casi el 50% de construcción; se inauguraron así las peregrinaciones a pie en honor del santo nacional en el que Juárez ha sido convertido. Un día después, el 21 de marzo, el Presidente de la República visitó Guelatao junto a John Kerry, enviado especial de la Casa Blanca para el clima. Después de los actos públicos, ambos sostuvieron reuniones con funcionarios del sector energético en México, reuniones preocupantes sobre todo para pueblos indígenas de Oaxaca que se encuentran en resistencia al capitalismo verde y al megaproyecto federal llamado Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec. Este tipo de megaproyectos ponen en riesgo la autonomía de los pueblos indígenas de nuevo y parecen repetirnos una vez más que, al igual que Cartago, la propiedad comunal de la tierra debe ser destruida.