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Jean-Pierre Sauvage, Nobel de Química: “Ya se está trabajando en máquinas que viajen por la sangre y maten el cáncer”


El químico Jean-Pierre Sauvage entorna los ojos para viajar mentalmente a un mundo que ya no existe. Nació en el París del que huían los nazis hace 78 años, en los estertores de la II Guerra Mundial. Su padre, Camille Sauvage, era un clarinetista de jazz muy conocido en Francia, que abandonó a su bebé y prosiguió su carrera artística como compositor de bandas sonoras de películas. La madre, Lydie Angèle Arcelin, ama de casa, rehizo su vida junto a un “cariñoso y atento” militar del Ejército del Aire que no paraba de cambiar de destino. El pequeño Jean-Pierre aterrizaba cada año en un lugar diferente: Túnez, Argelia, Estados Unidos. “No era muy buen alumno porque cambiaba de colegio todo el tiempo”, rememora. Sauvage parecía condenado al fracaso académico, pero acabó ganando el Nobel de Química de 2016 por “insuflar un sucedáneo de vida a unas moléculas que estaban desprovistas de ella”, en sus propias palabras.

La relevancia de Sauvage se entenderá mejor dentro de un siglo. Su equipo logró en 1983 sintetizar una estructura molecular que incluía dos anillos entrelazados. Como se asemejaba a los eslabones de una cadena, la bautizaron catenano. En 1994, su laboratorio consiguió que uno de los dos anillos girase 180 grados al someterlo a un estímulo eléctrico. Parece sencillo, pero fue un hito histórico: el primer paso hacia la creación de máquinas moleculares, compuestas por piezas móviles con una escala 100.000 veces menor que el espesor de un cabello humano. En 1999, el químico holandés Ben Feringa construyó el primer motor molecular, con una hélice propulsada por luz. “Y ya se está trabajando muy seriamente en máquinas que viajen por la sangre y transporten moléculas asesinas de células cancerosas”, celebra Sauvage, que recibe a EL PAÍS en un hotel de Valencia, adonde acudió hace unos días para ser jurado de los Premios Rey Jaime I.

Sauvage y Feringa suelen contar que se sienten como los hermanos Wright, pioneros estadounidenses de la aviación, que lograron su primera máquina voladora a motor en 1903, sin poder sospechar que menos de un siglo después habría aviones con más de un centenar de pasajeros yendo de un continente a otro a mayor velocidad que el sonido. “Es imposible hacer predicciones”, opina el químico francés. “Algunos descubrimientos fundamentales tardaron un siglo en convertirse en aplicaciones. Los semiconductores son de alrededor de 1830 y se aplicaron un siglo después para hacer transistores. Y ahora se utilizan para hacer teléfonos móviles y ordenadores”, explica el investigador, profesor emérito de la Universidad de Estrasburgo (Francia). “Las máquinas moleculares no están inspiradas en la naturaleza, como en el caso de los aviones y las aves. Las máquinas moleculares son una auténtica creación del ser humano, de los químicos”, subraya.

El químico publicó el año pasado un libro, La elegancia de las moléculas (Plataforma Editorial), en el que deja volar su imaginación. “Con el tiempo, la mayor parte de las reacciones químicas que gobiernan la naturaleza podrían ser controladas o imitadas por un nanorrobot: contraofensiva inmunitaria, producción de anticuerpos, de hormonas a la carta, reparación de células e incluso de órganos dañados, corrección de las anomalías del texto genético”, vaticina Sauvage en su obra. “Nada de todo esto pertenecerá a largo plazo al ámbito de la ciencia ficción”.

Las máquinas moleculares son una auténtica creación del ser humano, de los químicos”

Sentado en la cafetería del hotel de Valencia, su realismo del presente contrasta con su fantasía futurista. “Hoy no podemos hacer gran cosa. Las máquinas moleculares son más bien un nuevo concepto: podemos hacer moléculas que se muevan como decidamos. Podemos hacer que una molécula bastante compleja ejecute un movimiento rotatorio. O podemos hacer que se comporte como un músculo, estirándose y contrayéndose. Las aplicaciones llegarán en el futuro, todavía no estamos ahí”, reconoce.

El investigador francés ha desarrollado esos músculos moleculares desde 2002 con una química española, María Consuelo Jiménez, de la Universidad Politécnica de Valencia. “Lo primero fue demostrar que podemos hacer una molécula que se contrae y se estira. Ahora se puede pensar en fabricar materiales, sobre todo fibras, que puedan contraerse y estirarse. Quizá se podrían hacer músculos artificiales para reemplazar músculos dañados en personas, pero eso será en el futuro. De momento, no hay auténticas aplicaciones”, explica Sauvage.

El químico francés también persiguió durante años “el grial de la química”, la fotólisis del agua: utilizar la inagotable luz del Sol para romper la molécula H₂O y obtener dihidrógeno (H₂), un combustible ideal capaz de producir gran cantidad de energía generando solo agua como residuo, en vez de CO₂, como ocurre con el petróleo y el gas. El investigador compara esta “reacción química legendaria” con el sueño de los alquimistas de transformar el plomo en oro. Sería una fuente de energía interminable y no contaminante. Sauvage recuerda que asumió el desafío en 1974, en plena crisis del petróleo. El químico se obsesionó con su objetivo durante años, día y noche, incluso los fines de semana.

Algunos descubrimientos fundamentales tardaron un siglo en convertirse en aplicaciones”

Sauvage dio un paso significativo en 1977. Su equipo logró que una mezcla de agua y moléculas sensibles a la luz liberase pequeñas burbujas de hidrógeno. El experimento desató la expectación mundial, pero la reacción requería dos metales preciosos, rutenio y rodio, tan escasos que hacían inviable generalizar el proceso. “Hay muchos laboratorios buscando moléculas complejas que puedan convertir la energía solar en combustible, en hidrógeno. Es un campo muy próximo al de las máquinas moleculares, pero es diferente. Abandonamos esos proyectos porque sabíamos que eran muy difíciles. Demasiado difíciles. Y ahora he dejado de investigar, porque soy demasiado viejo”, expone.

Sauvage invita al “vagabundeo intelectual” en su libro. “Internet y los algoritmos nos proponen, con una pertinencia asombrosa, los contenidos que corresponden a nuestros gustos y a nuestros hábitos. Y, al hacerlo, nos encierran en ellos”, lamenta. El investigador mantiene una estricta rutina desde hace décadas. Todos los sábados acude a la biblioteca de su universidad a primerísima hora, a las 8.30, y coge una treintena de revistas científicas. Allí, totalmente solo, anota asombrado en un cuaderno los descubrimientos de otros, incluidos los de otras disciplinas.

“La imaginación no se puede imponer, pero, al igual que la suerte, estoy convencido de que se provoca. Mis lecturas y ensoñaciones científicas de las mañanas de sábado […] desempeñaron un papel decisivo en la síntesis del primer catenano”, reflexiona en su libro. En Valencia, el químico recuerda con amargura a su padre biológico, Camille Sauvage, fallecido en 1981. “Se fue cuando yo era un bebé y desapareció de mi vida, pero era muy conocido en Francia como compositor y director de orquesta”, rememora. El músico murió dos años antes de que su hijo iniciase la revolución científica que ha merecido el Nobel de Química.

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