Para cuando los padres y madres de los 43 de Ayotzinapa llegan al Zócalo, ya ha anochecido sobre Ciudad de México. Han pasado nueve años desde el 26 de septiembre de 2014, cuando el grupo criminal Guerreros Unidos y la policía desaparecieron a los estudiantes en Iguala, Guerrero, en uno de los mayores crímenes de Estado que ha encajado un país ya de por sí castigado con una larga historia de guerra sucia y represión. Y pocas imágenes ilustran tan bien la ruptura entre las autoridades y los familiares de las víctimas como la de esta noche de martes: el Palacio Nacional completamente cercado con altas vallas azul oscuro; el símbolo del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador blindado contra el dolor y la rabia de las mujeres y hombres que, cada 26, siguen saliendo a gritar que quieren volver a ver con vida a sus hijos. En la mitad del muro, un enorme grafiti en letras blancas y mayúsculas: “Fue el Ejército”.
En la plaza ni siquiera se ven policías. Como si las autoridades se desentendieran de la protesta, protegida solo por la Brigada Humanitaria de Paz Marabunta, una ONG. Los familiares de los 43 han vuelto con heridas reabiertas a las calles de la capital, desde el Ángel de la Independencia hasta el Zócalo, después de que la relación con el Gobierno haya llegado a un punto muerto. El diálogo, si no está roto ya, pende de un hilo. Casi una década después del secuestro de los 43 jóvenes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, la investigación está estancada. Para los parientes de las víctimas, el futuro de las pesquisas pasa por el acceso a una serie de archivos de inteligencia militar, un presunto espionaje del Ejército a Guerreros Unidos durante los días posteriores a la desaparición. La existencia de los documentos está avalada por la investigación del grupo independiente de expertos (GIEI), que asegura que en ellos aparece información relevante sobre el paradero de los 43.
El Ejército, sin embargo, defiende que ya ha entregado todos los documentos de los que dispone, una tesis que rechazan rotundamente tanto los familiares como el GIEI, que abandonó México en julio frustrado ante la resistencia de los militares a proporcionar información. En su último informe, apuntaban de nuevo contra el cuerpo castrense y denunciaban la implicación, omisiones, ocultamientos, montajes y negligencias de las Fuerzas Armadas y los distintos niveles de Gobierno —Fiscalías, dependencias estatales y federales—, factor que ha impedido avanzar en la resolución del caso, según ellos.
Los familiares se reunieron el pasado miércoles con López Obrador en un acercamiento que estuvo a punto de saltar por los aires y puso de manifiesto las fuertes tensiones entre presidencia y los parientes. Este lunes, en un nuevo intento en el que ya no estuvo el presidente, pero sí Alejandro Encinas, el subsecretario de Derechos Humanos, las cosas no fueron mejor. Vidulfo Rosales, el abogado de las víctimas, calificó el encuentro de “fracaso”, y acusó a Encinas de retroceder en la narrativa oficial y volver a acercarse a la “verdad histórica”. Esa versión fue difundida por la Administración de Enrique Peña Nieto (2012-2018) y planteó que los estudiantes fueron secuestrados por Guerreros Unidos, quemados en un basurero y después arrojados a un río. Las investigaciones posteriores de la Fiscalía y el GIEI han rechazado este relato como un montaje.
“Nueve años después de la desaparición forzada de nuestros hijos por el Estado mexicano, para nosotros el principal obstáculo es acceder a los documentos de la Sedena (Secretaría de la Defensa Nacional). Lamentamos que la postura del presidente sea primero ponerse en frente de esa institución y no ante la verdad y la justicia como él prometió en su campaña”, ha arremetido Emiliano Navarrete, padre de José Ángel Navarrete González, uno de los estudiantes desaparecidos, durante el mitin celebrado en el Zócalo. “No vamos a someternos a un presidente autoritario, no estamos para caer en su juego. Los elementos legales nos respaldan, como los informes del GIEI. Queremos llegar a saber la verdad de dónde están nuestros hijos, dónde se los llevó el Gobierno, porque son ellos los que nos han arrebatado a nuestros jóvenes”.
Rosales, que también ha tomado la palabra, se ha referido al “crítico momento” en el que se encuentra “la lucha por la presentación con vida” de los 43: “Queremos rechazar de manera tajante la narrativa de hechos presentada el día de ayer por este Gobierno. No se sustenta en prueba alguna e incorpora elementos y datos de la mal llamada verdad histórica, una investigación que ha sido cuestionada y que fue hecha pedazos por distintos organismos internacionales. El propio Gobierno ha aceptado que se ocultó la verdad”.
El abogado de los familiares ha criticado que el relato promovido por la Administración actual criminaliza a las víctimas al plantear que algunas de ellas tenían vínculos con Guerreros Unidos, tesis que no se respalda en las pruebas existentes. Además, denuncia, la nueva narrativa acota la responsabilidad al ámbito municipal de Iguala, y deja impunes a las autoridades federales y “principalmente a elementos del Ejército mexicano”. “La investigación se encuentra estancada por la responsabilidad de este Gobierno, que lejos de ponerse del lado de las víctimas se ha colocado del lado de las instituciones, particularmente del Ejército”, ha afirmado.
Campesinos e indígenas
La manifestación ha transcurrido de forma pacífica. El contingente lo abrían los familiares, con caras impasibles y banderas pegadas al cuerpo con las caras de sus hijos. Un paso por detrás, los actuales estudiantes de Ayotzinapa: centenares de adolescentes con la cabeza rapada, muchos de ellos vestidos de negro luto, coreando un grito grave y constante para dejar claro sus raíces: campesinos, obreros e indígenas de zonas rurales que tienen en las escuelas normales, centros estigmatizados por su base popular y su ideología de izquierdas, la única posibilidad de formarse.
Los monumentos, las glorietas, los hoteles de lujo, los edificios del Gobierno, el Palacio de Bellas Artes, todo ha aparecido hoy blindado contra ellos, como si la ciudad esperara una invasión y no una marcha desesperada. Los cierres de las tiendas se bajaban a su paso. Por las calles del Centro Histórico, el grito normalista se ha transformado en un aullido que retumbaba con fuerza renovada, amplificado por el eco de los edificios y el ruido metálico de los golpes contra los muros. Los jóvenes cargaban tres lápidas simbólicas, en homenaje de otros tres estudiantes que murieron durante el ataque del 26 de septiembre: Julio César Ramírez Nava, Daniel Solís Gallardo y Julio César Mondragón Fontes.
Más tarde, en el Zócalo, la situación era tensa. Mientras los familiares hablaban desde un pequeño escenario, algunos grupos de manifestantes pintaban las vallas con consignas como “narcoestado militar”. Un par de petardos han explotado contra el cerco; los familiares han respondido desde el micrófono rogando mantener la calma y una protesta pacífica. El futuro de la investigación ha quedado resumido en la pregunta retórica lanzada por Emiliano Navarrete al cielo de la capital: “¿Qué hacemos, qué paso sigue?”. Al finalizar, la plaza olía a pintura fresca: la de 43 nombres escritos en los muros que separan el Palacio Nacional de nueve años de horror.