Concluye una semana movida en el caso Ayotzinapa, que el martes cumplía nueve años, dominada por el nuevo informe de la comisión presidencial y el desencuentro entre el Gobierno y las familias a cuenta de cientos de documentos militares. El presidente de la comisión, Alejandro Encinas, ha presentado este miércoles un documento de 133 páginas que hace un amplio recuento de las investigaciones de estos años. En el texto, que
entos-de-espionaje-militar-que-exigen-las-familias-de-los-43.html" data-link-track-dtm="">adelantó EL PAÍS el martes por la noche, se explica que más de 400 personas, entre criminales y autoridades, participaron en el ataque contra los muchachos, cuyo paradero se desconoce hasta hoy.
El informe organiza testimonios y pruebas para señalar nueve posibles lugares donde podrían haber acabado los 43 normalistas desaparecidos. Señala que los muchachos nunca estuvieron juntos tras el ataque, perpetrado por el grupo criminal Guerreros Unidos, en contubernio con autoridades de todos los niveles de Gobierno. Apunta tres posibles causas del ataque: una confusión de Guerreros Unidos, por pensar que los muchachos eran parte de un grupo criminal contrario; una intervención involuntaria de los jóvenes en sus negocios de trasiego de drogas al robar varios autobuses; o un “escarmiento” por parte de José Luis Abarca, alcalde de Iguala, por una protesta que los normalistas habían organizado meses antes contra él.
Ha habido alguna sorpresa también. Encinas ha confirmado que los investigadores mandarán al laboratorio de análisis genético de la Universidad de Innsbruck, en Austria, restos hallados recientemente en un paraje cerca de Iguala, conocido como Las Cuevillas. Hasta la fecha, las autoridades solo han recuperado pequeños huesos de tres de los jóvenes. El presidente de la comisión ha señalado además que, en una lógica de colaboración ahora rota, el exjefe de los investigadores sobre el terreno, Tomás Zerón, huido en Israel, dijo en las respuestas a un cuestionario que le mandaron que el Gobierno anterior construyó una versión de los hechos falsa en reuniones sostenidas en diferentes lugares, entre ellos la residencia de Los Pinos, donde vivía el entonces presidente, Enrique Peña Nieto.
El comisionado se ha centrado así en las fortalezas del informe, su carácter narrativo, a veces didáctico, sobre el contexto criminal en la región en la época del ataque, la estructura de Guerreros Unidos, sus paraguas institucionales, el análisis de las comunicaciones intervenidas por la DEA al grupo criminal… Ha empleado un tono conciliador, propositivo, que parecía obviar los sucesos de los últimos días, en que la ruptura entre familias de los 43 y Gobierno parecía inminente. Puede que aún lo sea, pero la presentación del informe parece caminar en sentido contrario, pese a sus lagunas y omisiones, principalmente sobre el papel del ejército.
El caso Ayotzinapa atrae y molesta al Gobierno. El presidente, Andrés Manuel López Obrador, vio en su resolución un ejemplo de las bondades futuras de su mandato. La daba por seguro. Tan es así, que el año pasado afirmó que lo lograrían antes de que acabara diciembre. Nada más lejos. Las posturas han parecido estos días más lejanas que nunca, mientras el abogado de las familias, Vidulfo Rosales, ha sacado a pasear el fantasma de la verdad histórica, resumen del desfalco probatorio de la administración de Peña Nieto (2012-2018).
Quizá sea injusto hablar de verdad histórica. La versión que ha dado Encinas en su informe se aleja de las líneas maestras de la narrativa del sexenio pasado. Entonces, las autoridades torturaron acusados, manipularon evidencia y la sembraron, según los actuales investigadores, argumentos que soportan con pruebas. Eso no ocurre ahora, pero lo cierto es que las pesquisas han llegado a un límite, marcado ahora mismo por la Secretaría de la Defensa y los agujeros negros de su archivo. En ese límite ocurren los desencuentros. Ahí mismo han aparecido documentos extraños, como “Ayotzinapa. Narrativa de los hechos de acuerdo a la investigación realizada”, liberado el martes por el Gobierno, un resumen intervenido del informe de Encinas, alejado en realidad del original.
Es difícil saber qué pasará con el caso. A veces parece que se enquista, otras que avanza, aunque sea despacio y con limitaciones. El Gobierno, que ve en el horizonte decenas de campañas electorales entre lo local y lo federal, trata de mirar para otro lado. Colocar el visor en las fortalezas de la investigación y alimentar la idea de que todo desacuerdo responde a manipulaciones y tergiversaciones. No hay medias tintas en Palacio Nacional. El trabajo en el caso Ayotzinapa ha sido impecable hasta ahora y cada matiz es una zancadilla del aparato conservador, siempre dispuesto a aprovechar las críticas.
Así, no hay espacio para la maniobra en el gabinete. Solo se puede cambiar de tema. Esa ha sido la intención de Encinas este miércoles. Y le ha ido bien, pero es inevitable señalar que el documento ignora una demanda clave para las familias: los centenares de documentos militares que plasmarían conversaciones de la red criminal de Iguala, antes, durante y después del ataque contra los estudiantes, el 26 y 27 de septiembre de 2014, en este municipio del Estado de Guerrero.
Las familias de los 43 estudiantes desaparecidos reclaman al Gobierno una serie de documentos de espionaje castrense, claves para profundizar en las pesquisas sobre el destino de los normalistas. Se trata de documentos que plasman conversaciones en que actores del crimen local hablarían del destino de los estudiantes. El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), equipo que ha investigado el caso estos años, dio en julio una extensa explicación sobre la naturaleza de estos documentos, su importancia, las búsquedas que han hecho en archivos militares para encontrarlos, y los movimientos al interior de la Secretaria de la Defensa para evitarlo.
La insistencia del GIEI y las familias no es capricho. En el minuto y medio que ha dedicado a hablar de este tema este miércoles, Encinas ha recordado que él mismo encontró dos documentos de este tipo, hace algo más de dos años, en un archivo de inteligencia militar, traspapelados. En uno de ellos, dos personajes del mundo criminal de Iguala hablan el mismo día del ataque, del posible destino de 17 de los 43 estudiantes desaparecidos. El Ejército los estaba espiando en tiempo real. En sus investigaciones, el GIEI ha encontrado análisis de estas conversaciones y pruebas de que existen versiones más largas de las mismas. Los expertos señalan además que por la numeración de los documentos existentes, es evidente que hay otros. Su ausencia quema a las familias de los 43.
Pese a todas estas pruebas, el Gobierno se ha cerrado en banda y ha dicho que los documentos solicitados, cientos de hojas en realidad, no existen. Las reuniones mantenidas estos días y las declaraciones de las familias y sus abogados atestiguan el desencuentro. La duda ahora es qué pueden hacer las partes para cambiar la inercia de alejamiento instalada en medio. Ahora mismo, las posturas de uno y otro lado parecen inamovibles, unos a partir de pruebas, otros, de silencio.
Encinas ha evitado centrarse en esta y otras polémicas, como las menciones a las capturas de pantalla del primer informe, presentadas en agosto del año pasado, imágenes en que aparecen supuestos intercambios de mensajes de la red criminal de Iguala. Estos pantallazos no tienen nada que ver con los documentos de espionaje del Ejército, ni con la intercepción de las comunicaciones al crimen regional que realizó la DEA en la época del ataque. Son capturas de pantalla que un testigo llevó hace unos meses a la comisión, cuya autenticidad es inverificable.