Cada vez que las tropas israelíes penetraban en su campamento de refugiados, Alaa tomaba su fusil de asalto y se coordinaba con otros shabab —jóvenes, como en Cisjordania todos llaman eufemísticamente a los milicianos— de Nur Shams para intentar tender una típica emboscada de guerrilla urbana a los soldados, que se marchaban pronto tras superar una mezcla de disparos, cócteles molotov y explosivos construidos con bombonas de butano. “Normalmente, entraban a arrestar a alguien, había algunos enfrentamientos y se iban. Como mucho usaban un dron, pero para vigilancia”, explica Alaa, con un M-16 al hombro decorado con una pegatina de los compañeros que ya no le acompañan. La semana pasada, mientras se sucedían los entierros de los 1.400 muertos en el ataque masivo y por sorpresa de Hamás, “entraron de forma brutal” en este campamento con 12.000 habitantes cerca de la ciudad de Tulkarem, en Cisjordania.
Las tropas dejaron la zona a oscuras y cortaron las comunicaciones. Los jóvenes comenzaron a coordinarse con walkie-talkies, mientras los bulldozers se abrían paso por las estrechas callejuelas del campamento, entre disparos de drones y bombardeos con helicópteros Apache, como si el reloj hubiese retrocedido dos décadas. “No es normal el número de casas en las que entraron, ni las que demolieron, ni la agresividad. Pusieron tiradores casi en cada esquina”, cuenta. El resultado: 13 palestinos (cinco de ellos niños) y un policía de fronteras israelí muertos en 27 horas de operación.
Alaa no recuerda nada igual porque es la incursión más sangrienta en Cisjordania desde la Segunda Intifada (2000-2005), cuando solo era un bebé que acabaría creciendo sin horizonte de mejora hasta ingresar en las Brigadas Al Quds ―el brazo armado de la Yihad Islámica que aquí monopoliza pósteres, pintadas y bandas sobre la frente― y, ahora, con 21 años, ilusionarse con la fragilidad que mostró Israel el pasado 7 de octubre, en la que ya es la jornada más sangrienta de su historia. “Gaza nos ha dado fuerza extra para defender a nuestra gente y nosotros le mandamos un mensaje: no estáis solos”, sentencia.
Carteles que claman venganza
Oscurecido por los miles de cadáveres en Israel y Gaza, el ciclo de la violencia se intensifica y agrava en Cisjordania. Al menos 82 palestinos han muerto en Cisjordania desde el pasado día 7, en un ritmo inédito en dos décadas. Sobre todo, en enfrentamientos con soldados israelíes, aunque también se ha incrementado el número de civiles asesinados por colonos ultranacionalistas, que han colocado carteles en hebreo con lemas como “Venganza” o “Arrasar [Gaza] + Anexionar = Victoria”.
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En Nur Shams, no hace falta ir rastreando señales de la redada. Agujeros de bala más anchos de lo habitual (aparentemente de un tipo de munición israelí que se expande tras el impacto), coches quemados o dañados por el paso de los bulldozers, edificios en ruinas, asfalto levantado en la única calle por la que caben blindados, sacos terreros, barreras antitanques de acero, señales de metralla en el exterior de las casas, un pequeño cráter del misil que mató a siete palestinos…
El ejército israelí asegura en un comunicado que descubrió en el campamento decenas de artefactos explosivos caseros y “neutralizó al menos a 12 terroristas”, parte de ellos en un bombardeo aéreo, un recurso habitual en Gaza, pero prácticamente inédito en Cisjordania en las últimas dos décadas. Un vídeo grabado con el móvil muestra al menos seis cadáveres en el suelo, ninguno con un arma de fuego cerca. Otro, a cuatro jóvenes juntos en el momento del impacto.
Cultura del martirio
Uno de ellos es Muyahed Qazli. Tenía 15 años y su imagen domina hoy el típico salón árabe en el que los sofás ocupan tres paredes y en los que los vecinos se sientan para dar el pésame a la familia. Um Muyahed (el matronímico con el que prefiere ser nombrada) se muestra entera, en parte porque dolor y orgullo se mezclan cuando un hijo pierde la vida en el marco del conflicto con Israel, sea activamente (inmolándose en un atentado suicida) o como víctima inocente, como un civil en el bombardeo de una vivienda. Es la denominada “cultura del martirio”.
La madre cuenta que Muyahed no solía rezar, pero en los últimos días empezó a pedir a Dios que, si llegaba su hora de morir, fuese como un mártir: “igual que los niños de Gaza”. “Claro que veo cómo actúan los israelíes y tengo miedo a perder más hijos, pero en el barrio no hay familia que no haya perdido alguno. Y es más fácil para nosotros, que tenemos varios hijos, que para otras familias. Tenemos cinco niños y cuatro niñas. Bueno, ahora cuatro y cuatro”, asegura.
Lleva en el cuello un colgante con la foto de Muyahed y sostiene con la mano un rosario musulmán. Para posar, se pone la kufiya, el pañuelo tradicional convertido en símbolo de la identidad palestina. Explica que, cuando empezaron los bombardeos sobre Gaza ―que han aumentado de intensidad hasta cobrarse más de 5.000 vidas― “los jóvenes del campo empezaron a ir a tirar piedras a los soldados”. “Luego otros no se pudieron aguantar y fueron a disparar a los puestos de control militares, de la rabia de lo que estaban viendo en televisión y en los teléfonos”, cuenta. Un adolescente entra con el rostro tapado y una cinta en la frente de la milicia de la Yihad Islámica. “Así son los jóvenes del campo”, justifica, sobre ese laberinto de calles habitado por refugiados de la Nakba, la huida o expulsión de unos 700.000 del millón de palestinos que vivían en el actual Israel entre 1947 y 1949.
Otro adolescente, Anas Turabi, de 17 años, asegura que los militares lo utilizaron como escudo humano. Pero le quita importancia porque lo que de verdad le molestó es que le pegasen “como a un saco de trigo”. “Cada vez que entrábamos a una casa, el soldado abría la nevera y si no veía comida me pegaba”, afirma mientras muestra moratones en el costado.
Turabi relata que lo esposaron con las manos por detrás y un uniformado lo sacó a la calle e hizo caminar justo por delante, con el fusil apoyado en su hombro. Fueron 10 horas en las que de vez en cuando adosaba un explosivo a una puerta. Se alejaban y, cuando explotaba, le ordenaba entrar primero en el edificio por si había dentro milicianos esperando para disparar.
El ejército israelí asegura que interrogó a “decenas de sospechosos” y arrestó a 20 durante la incursión, de los cerca de 600 que lleva en Cisjordania desde el ataque de Hamás. Los relatos de los habitantes del campo sobre la redada siguen el patrón de anteriores incursiones en otras ciudades de Cisjordania: una decena de soldados entra, en ocasiones por la fuerza, separa a los hombres de las mujeres y los niños, e interroga a los primeros. Farhan, de 17 años, estaba en casa de sus tíos cuando entraron los militares: “Primero pidieron todos los DNI y móviles. Y a mí la contraseña. Me negué, pero me amenazaron y me dio miedo. Se la acabé dando. Investigó y enseguida encontró una foto con mártires de Gaza. Me la enseñó y preguntó: ¿Qué? ¿Tú también eres un terrorista de Hamás?”.
Pese a la incursión, no se ven caras muy tristes. Alaa admite que las imágenes de las muertes en Gaza lo afligen, pero confía en el papel de “la resistencia cuando [los soldados israelíes] entren por tierra”. “Yo no soy de Hamás, pero aquí todos luchamos juntos. Y lo que hizo me da fuerza para seguir luchando, al ver lo falso y débil que es ese ejército. No es un ejército, es una golosina”.