La “realidad” en México es una construcción narrativa fácilmente moldeable a los intereses y los fines de quienes ostenten el poder. Todo es posible. Cualquier resultado, factible. Tan solo es cuestión de jalar una idea por acá, otra por allá y listo: tenemos una nueva realidad sobre la que construir un discurso público, un acto de gobierno o un sexenio entero. En ningún aspecto de la vida pública del país esta manipulación es tan escandalosa —o potencialmente dañina— como en el trabajo cotidiano de nuestros funcionarios públicos. Julio Patán, en su artículo semanal en el diario 24 horas, realizó un recuento de los eufemismos (o en ocasiones mentiras simples y llanas) que los funcionarios públicos usan para simular que están chambeando, para justificar públicamente su salario. “Se está investigando” (¿cuándo?, ¿dónde?, ¿cómo? Nadie sabe nunca), “se levantó un cerco sanitario” (que no consiste en más que un custodio a la entrada de un edificio aplicando gel antibacterial), o “se está trabajando” (una de las más nuevas y exitosas maneras de sacudirse cualquier responsabilidad y preguntas incómodas frente a cualquier acto de gobierno: como ya se está trabajando, entonces usted, que busca precisar exactamente en qué se está trabajando, mejor cállese).
Hace algunos años también lo escribió la extraordinaria Sara Sefchovich en su libro México: país de mentiras (Océano, 2012), publicado a fines del sexenio de Felipe Calderón: sin importar las alternancias partidistas, las modas ideológicas y los funcionarios en turno, en nuestro país existe un abismo entre discurso y práctica. A los ciudadanos nos mienten una y otra vez: nos prometen lo que no tienen ni la menor intención de cumplir y nos aseguran que se está haciendo lo que no se hace.
Sefchovich nos recuerda que esto no es nuevo. La mentira y la simulación han echado raíz profunda desde tiempos de la Colonia cuando la promulgación de leyes en la Nueva España venía acompañada de la frase: “Obedézcase, pero no se cumpla”, la cual no tenía más objetivo que dar un amplísimo margen al poderoso en turno para decidir si una ley era aplicable o no en el contexto local. En aquel entonces se podía argumentar, por ejemplo, que las “buenas costumbres” de un lugar eran contrarias a la legislación promulgada, y eso bastaba para dejarla sin efecto de inmediato.
Hoy, transcurrido el sexenio de Enrique Peña Nieto y una muy buena parte del de Andrés Manuel López Obrador, el libro de Sefchovich es un puntual y muy frustrante recordatorio de que de poco han servido las luchas democráticas y las alternancias para erradicar la mentira y la simulación como forma de gobierno en el país. Estas fueron y siguen siendo piedras angulares de un sistema político incapaz de cumplir algunas de las promesas más básicas para millones de personas. Un sistema cuya forma de garantizar cierta gobernabilidad es seguir tejiendo sobre las mentiras que se han ido construyendo con los años.
Porque no, los mexicanos no vivimos en un país seguro ni respetuoso de los derechos humanos, ni en donde el ejercicio de gobierno sea transparente ni haya rendición de cuentas; en donde se garantice nuestro derecho a la información, a la salud o a la educación; un país en dónde se protejan nuestros recursos naturales, se garantice la libre expresión o al menos se haga efectivamente un cerco sanitario o se investigue lo que se debe investigar en vez de mandar a las familias de los desaparecidos a cavar con sus propias manos en la tierra que parece habérselos tragado para siempre.
¿Cómo sería México sin mentira y simulación?, se pregunta Sefchovich para cerrar su texto. ¿En dónde nos encontraríamos? ¿Qué país estaríamos construyendo? Entonces, como hoy, estas preguntas son relevantes y lo son más en tiempos electorales. Lástima que las posibilidades de que alguna de las personas que estarán en la boleta en 2024 articule una idea de país que nos acerque a reducir la brecha entre promesas vacías o mentiras a medias o mentiras a secas y la vida cotidiana de los mexicanos sea prácticamente nula. México, país de mentiras.