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Caspar David Friedrich, el silencio melancólico de la naturaleza salvaje

El pintor Caspar David Friedrich (1774-1840) creó la que quizá sea la imagen más icónica del Romanticismo: El caminante sobre el mar de nubes, de 1817. Muestra la figura de un hombre de pie en una cumbre rocosa, de espaldas al observador. Frente a él, un enorme precipicio se extiende hacia un horizonte infinito de nieblas y cimas escarpadas....

Este individuo solitario que se aventura con valentía en la naturaleza salvaje y desconocida se ha interpretado como un símbolo de la búsqueda de conocimiento, libertad y comunión con la naturaleza. Además de ser la quintaesencia pictórica del espíritu romántico, El caminante se ha convertido en un icono de la cultura popular, con múltiples versiones en el arte, la publicidad y las redes sociales.

Ese anhelo de comunión con la naturaleza es el hilo conductor de la ambiciosa retrospectiva Caspar David Friedrich: Arte para una nueva era, que ha organizado la Hamburger Kunsthalle, en Hamburgo, para conmemorar el 250º aniversario del nacimiento de Friedrich, el pintor romántico alemán por excelencia. Reúne, por primera vez en décadas, la mayoría de sus grandes obras maestras con 60 pinturas y un centenar de dibujos.

Friedrich marcó la historia del arte con su innovadora concepción del paisaje: estudiaba minuciosamente cada elemento de la naturaleza, pero luego los recombinaba para conseguir composiciones de una intensa expresividad. “Así consigue que la naturaleza aparezca de una forma especial: convincente y realista hasta el último detalle, pero al mismo tiempo con una atmósfera densa y significativa”, señala el historiador y comisario de la muestra Johannes Grave, de la Universidad Friedrich-Schiller de Jena.

La muestra permite contemplar las inusuales creaciones de Friedrich: crepúsculos a la luz de la luna, cielos grises y ominosos sobre mares revueltos, fiordos solemnes y montañas majestuosas; parajes sobrecogedores todos ellos, dominados por una atmósfera de silencio extrañamente inquietante.

Nacido en la ciudad alemana de Greifswald, en la costa del Báltico, Friedrich se formó como artista en Copenhague y se estableció en Dresde. De talante melancólico, vivió la eclosión del movimiento romántico a finales del XVIII, cuyo avance se extendió rápidamente por Europa y América. El nuevo espíritu rebelde reaccionaba contra el racionalismo de la Ilustración y la Revolución Industrial. Frente a la creciente tecnificación y uniformización de la sociedad, los románticos promovían un regreso a la naturaleza primigenia y a la singularidad del individualismo. Ansiaban experimentar las fuerzas naturales sin domesticar, prefiriendo la emoción por encima de la razón.

Fue en la isla báltica de Rügen, que empezaba a convertirse en destino turístico y que él mismo recorrió a pie varias veces en la primavera de 1801, donde Friedrich comenzó a dibujar paisajes que se alejaban de los motivos tradicionales. Pero fue sobre todo al final de la década cuando logró una de sus primeras obras maestras que le granjeó un éxito rotundo: El monje junto al mar, de 1808-10. Su radical composición dispuesta en tres franjas horizontales, de playa, mar y cielo, impresionó al público. Y al rey Federico Guillermo III, que corrió a comprarla.

Su extremo minimalismo y abstracción, la soledad de la minúscula figura humana y el protagonismo absoluto de la naturaleza la han convertido para algunos expertos en un precursor del expresionismo abstracto. “Es el Big Bang del romanticismo”, resume sobre el cuadro el historiador Florian Illies, en su reciente biografía sobre el pintor, Zauber der Stille (La magia del silencio).

Este óleo excepcional, que es uno de los préstamos destacados de la exposición, también presenta una de las características que definirían el arte de Friedrich: las personas vueltas de espaldas al observador (Rückenfiguren, en alemán) que contemplan ensimismadas el espectáculo natural. Estos personajes, representados como observadores observados, pueblan algunas de las telas más memorables del pintor, como El cazador en el bosque, de 1813, y la propia Caminante, de 1817.

Como buen romántico, Friedrich filtra el paisaje a través de su libérrima imaginación creadora para suscitar emociones profundas. “Es un gran mérito, quizá lo más grande de lo que un artista es capaz, cuando toca el espíritu y suscita pensamientos, emociones y sentimientos en el observador, incluso si estos no son los suyos”, escribió Friedrich en sus Observaciones.

Pese a que su iconografía es muy alemana —las montañas, las cruces—, Friedrich consigue conectar con todas las audiencias, destaca Alexander Klar, director de la Hamburger Kunsthalle, en conversación con EL PAÍS: “Si obvias esa germanidad te das cuenta de que muchos de sus paisajes están completamente desprovistos de personas y al mismo tiempo son un reflejo del ser humano; habla un lenguaje universal”. Klar subraya la excepcionalidad de la muestra: no había sido posible reunir tal densidad de obras en muchos años “y probablemente no pueda volver a hacerse en muchos años más”.

En 1823, el artista pinta otra de sus telas magistrales: El mar de hielo. Friedrich muestra una gran mole de hielos erizados. De nuevo, la naturaleza se impone al ser humano, cuyos esfuerzos inútiles aparecen simbolizados por el casco de un buque volcado y naufragado en la banquisa. El óleo se ha interpretado como la advertencia romántica sobre la futilidad de la osadía del ser humano en el intento de dominar el entorno natural.

Friedrich fue un pintor de éxito —entre sus clientes estaban miembros de las cortes de Prusia, Turingia y del zar de Rusia— y ejerció cierta influencia entre artistas coetáneos —aunque Goethe lo consideraba demasiado oscuro—, pero su obra quedó relegada durante más de medio siglo. Hasta que en 1906 una retrospectiva en Berlín revivió el interés por el legado del gran pintor romántico y fue posteriormente reivindicado por las vanguardias del siglo XX. El Tercer Reich se apropió de su obra como exponente de la germanidad, aunque a Hitler le generaba dudas: no sabía si sus paisajes elevaban el alma alemana, o si más bien la deprimían un poco, según escribe Illies.

La fascinación que generan las telas de Friedrich hasta nuestros días se muestra en una segunda parte de la exposición, que agrupa a artistas contemporáneos que se han inspirado en su obra, como Hiroyuki Masuyama, Elina Brotherus y Olafur Eliasson. La muestra de Hamburgo es el mascarón de proa del Festival Caspar David Friedrich, que abarcará otras dos exhibiciones sobre aspectos concretos de su obra en 2024: en la Alte Nationalgalerie, en Berlín, y en la Staatliche Kunstsammlungen, en Dresde. Después la muestra viajará también a Nueva York, al museo Metropolitan, avanza Klar.

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