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Fentanilo, retrato de un asesino de masas

La vida se detiene en la avenida de Kensington cada 10 minutos más o menos. Sucede cuando el metro zumba por las vías elevadas, una estructura de acero azul que sobrevuela esta calle de Filadelfia, una auténtica ratonera. El estruendo no permite pensar, pero al menos durante ese instante los problemas de la zona cero de la crisis del fentanilo en Estados Unidos quedan en suspenso. Después, ya volverán a la pelea bajo las vías los adictos y los voluntarios que los auxilian, los dealers y la policía, los youtubers y los turistas atraídos por las noticias, los comerciantes armados y los vecinos que resisten en este gigantesco mercado de la droga al aire libre. Centenares de consumidores del potente opiáceo, 50 veces más fuerte que la heroína, viven y mueren en estas calles. Algunos, como Daniel, que perdió todos los dedos del pie a causa del frío, deambulan por ellas desde hace años como extras en una película de zombis. Otros no pasan de su primer mes aquí.

Equivalencias de la potencia del fentanilo

El consumo de dos miligramos de este opioide sintético se considera como una dosis letal

1 miligramo de fentanilo

50 miligramos de heroína

67 miligramos de oxicodina

100 miligramos de morfina

Fuente: CDC.

La suerte de todos ellos se echa a unos cuatro mil kilómetros, al lado de otras vías del tren, las que atraviesan Culiacán, en el corazón del territorio del narco mexicano. Allí, un cocinero de fentanilo que pide llamarse Miguel lleva a cabo macabros experimentos con un puñado de adictos que prueban la mercancía antes de mandarla a Estados Unidos. Empieza con una dosis, un tercio puro y el resto una mezcla de anestésicos baratos. Las “cobayas humanas” se lo inyectan ante él. Si le dicen, “no, pues no me dobló, no me durmió, échale más”, aumenta la pureza. Asegura que nunca se le murió nadie.

Culiacán, capital de Sinaloa, y Filadelfia, postal y símbolo de la mayor crisis de drogas de la historia de Estados Unidos, son dos de las estaciones del viaje de una dosis de fentanilo. Más de 18.000 kilómetros separan la aguja de Daniel de los laboratorios chinos de Wuhan, en los que se fabrican los precursores químicos necesarios para sintetizar la droga. Ese polvo blanco y barato que se inyecta, se fuma o se toma en píldoras es responsable de las dos terceras partes de las 107.888 muertes por sobredosis registradas en Estados Unidos en 2022, un récord histórico. Son unas 295 al día, como si cada mañana se estrellara un avión de los grandes en el aeropuerto de Nueva York.

Con el objetivo de descifrar todas las aristas de un problema global, EL PAÍS ha seguido el rastro a través de ocho ciudades, tres países y dos continentes al asesino en serie más eficaz de los adultos estadounidenses de entre 18 y 49 años, a los que mata más que los accidentes de tráfico y las armas de fuego.

Es un viaje con paradas en los tugurios donde el narco cocina el fentanilo y en los puertos del Pacífico, corroídos por la corrupción. Por la maquinaria de propaganda de Pekín y por los despachos de Washington en los que trabajan los estrategas de una guerra de momento perdida. Se cuela por la frontera con México, en la que en 2022 las autoridades se incautaron de 370 millones de dosis letales, más que suficientes para matar a toda la población de la primera potencia mundial, y sube por las carreteras por las que los camiones lo llevan, escondido entre botes de frijoles, hasta las malas calles de Filadelfia o San Francisco, las dos ciudades que encabezan las clasificaciones de muertes por fentanilo en el mundo.

Miguel es, en la definición de las autoridades estadounidenses, uno de los “químicos cualificados” que emplea el cartel de Sinaloa para la producción a gran escala de fentanilo. Aunque Miguel no se llama Miguel. Tampoco es químico. Ni siquiera terminó la secundaria.

Trabaja como cocinero en el territorio de Los Chapitos, los cuatro hijos del Chapo Guzmán que heredaron el negocio mientras el padre cumple cadena perpetua en Colorado (EE UU). “Yo aprendí a cocinar mirando a otros”, asegura Miguel, tirado en el sillón de la casa “de seguridad” a las afueras de Culiacán (Estado de Sinaloa, México) en la que ha aceptado contar su historia con la condición de preservar su anonimato y de que el reportero no desvele ningún detalle que lo delate. El otoño ya entró, pero afuera hace más de 30 grados. El zumbido del aire acondicionado acompaña la conversación, de casi una hora, en un salón medio vacío.

Dice que tiene 29 años y que se gana la vida fabricando fentanilo en la sierra, cuna de narcos históricos, como El Chapo. Dice también que se la gana bien: hace unos 450.000 pesos limpios al día (más de 25.000 dólares, 24.000 euros).

De niño, trabajó en el campo. A los 13, empezó de “puntero”, vigilando un trozo de carretera para los narcos. A los 15, unos tíos suyos lo invitaron a servir en un laboratorio de heroína como chico para todo. Le pagaban 500 pesos. “¿Usted no lo habría agarrado?”, pregunta, sin esperar respuesta. “Obvio que lo iba a agarrar”.

Primero aprendió a convertir la goma de opio en heroína. Después se dedicó a la metanfetamina, mientras estuvo de moda hace algo más de una década. No le gustaba: el olor le daba ganas de vomitar. Su “cocina” de fentanilo en las montañas es un chamizo pequeño, cubierto por unas lonas y oculto por las ramas. Esa es otra de sus grandes ventajas sobre la heroína: no es solo una sustancia mucho más poderosa y adictiva, es también mucho más fácil de producir y transportar. No hacen falta extensos campos de amapolas, ni campesinos que los cuiden, ni tener suerte con la temporada de tormentas.

Para sintetizarla, Miguel sigue una receta de tres pasos. Se refiere a los precursores químicos necesarios para la fórmula como los “líquidos”. ¿Cuántos emplea? Se queda unos segundos en silencio mientras cuenta con las manos: “10, más la base”, dice. De sus “proveedores”, en cambio, no cuenta nada.

Al final del proceso, pone la espesa mezcla a secar sobre una tela extendida. De ahí, salen unos grumos que pasa por una licuadora casera hasta que queda un polvo blanco. El kilo de precursores chinos le cuesta al cartel, según la DEA, la agencia de narcóticos estadounidense, unos 800 dólares. De ahí, salen cuatro kilos de fentanilo. La ganancia puede llegar a suponer entre 200 y 800 veces lo que pagaron al inicio. Es decir, de 160.000 a 640.000 dólares por kilo. Por eso, cuando la demanda aprieta, se juntan hasta 14 a trabajar.

Sinaloa, Estado del noroeste de México, es uno de los puntos calientes de la producción de la droga que tiene en jaque a Estados Unidos. La mayor parte de las incautaciones del Ejército se concentran aquí. La zona de Culiacán y alrededores, uno de los epicentros del imperio de la narcocultura, con su culto al crimen organizado como estilo de vida, está controlada por Los Chapitos. En febrero, detuvieron a Ovidio Guzmán, el hermano menor. La orden del narco fue, después de eso, parar: no hacer ruido, bajar el nivel. “Esperar tantito”. Así que Miguel tiene en suspenso su laboratorio. Dice que de momento está tranquilo con los ahorros y que confía en que vuelva a haber trabajo.

Durante la conversación, se refiere una y otra vez a “la plebada”, término sinaloense para nombrar a “los muchachos”. Dice: “Yo no estoy revuelto con la plebada”. O: “La plebada tiene sus trabajadores”. O: “A veces toca hacer cosas con gente de la plebada”. Casi al final, habla directo: “La plebada son Los Chapitos”.

Afirma que no trabaja en exclusiva para ellos. Que tiene sus clientes, que son gente tapada, empresarios que funcionan bien, “que se llevan los kilos”. Él prefiere no andar muy cerca de los hombres de Los Chapitos. Porque “si te mandan a matar a una persona, tienes que ir a matarla. Y mi negocio no es matar gente, oiga, mi negocio es trabajar”. Por eso Miguel tiene el laboratorio en la sierra, y por eso, cuando termine la entrevista, saldrá a toda prisa para su rancho. No quiere “tener pedos con la plebada”.

Son las 11.30 de otro día neblinoso en Tenderloin, un barrio del centro de San Francisco de pasado bohemio convertido en apocalíptico símbolo de la decadencia de la ciudad pospandémica. Joseph, de 41 años, vive en estas calles. Lee, sentado en el suelo, una crónica de la guerra de Ucrania en un periódico atrasado. Le gusta saber lo que pasa en el mundo, dice. No duerme mucho, casi siempre de día, para evitar que le roben lo poco que tiene: una mochila y una bolsa de plástico que arrastra al caminar, porque le cuesta hacerlo erguido.

Llegó a San Francisco en 2016 desde Chicago. Vivió con una novia en un apartamento del centro. Tras romper con ella, se agravaron sus problemas previos de adicción y acabó engrosando la estadística de las 653.000 personas sin techo que malviven en Estados Unidos, un 12% más que el año anterior, otro máximo histórico.

El periódico también le sirve para envolver medio gramo de fentanilo, algo de crack, papel de aluminio, y un mechero. En un callejón apartado, saca una pipa, la enciende y aspira. Se dobla sobre sí mismo y se balancea. Un par de minutos después, de vuelta de algún lugar al límite de la conciencia, confiesa: “Yo antes consumía heroína. Esto es mucho peor, cada vez quiero más. Y lo necesito cada 40 minutos. Si no, me vuelvo loco”. Según la neurociencia, su efecto es más fuerte y más corto, lo que provoca que sus adictos vivan en la ansiedad que describe Joseph. “Y lo que es peor: nunca es como la primera vez”.

Hay centenares de personas que, como él, buscan en Tenderloin volver a sentir lo que la primera vez. Casi todos tienen un historial de consumo de drogas a sus espaldas y muchos cuentan que acabaron en el fentanilo por algún revés de la vida: una enfermedad, una pérdida, la epidemia de salud mental que azota el país… Son blancos en su mayoría, figurantes en el tercer acto de la tragedia de los opiáceos, que empezó en los años noventa con unas pastillas con receta llamadas Oxycontin, fuente de riqueza y oprobio de la familia Sackler, continuó con el resurgir de la heroína a principio de siglo y desde mediados de la década pasada protagoniza el fentanilo, que barrió de las esquinas a todas las demás.

Los adictos subsisten en el centro de San Francisco entre tiendas de campaña, sillas de ruedas, alcantarillas humeantes y basura. Por la mañana, compran el veneno barato que los mata lentamente. A mediodía, se procuran un zumo, o algo de comer. Algunos forman grupos para estar protegidos; no se dicen mucho inteligible, pero cabecean juntos. Cuando están colocados, se quedan tirados de cualquier manera, sujetos por la cabeza contra el pavimento. Cuando no, sonríen a los extraños, dicen gracias y buenos días, como si quisieran aferrarse a la brizna de humanidad de la buena educación.

A cada rato, alguien grita “¡sobredosis!”, y sale corriendo un tropel armado con inhaladores de naloxona. El Narcan, en su formulación comercial, actúa sobre los mismos neurorreceptores que el fentanilo, desactivando su efecto fulminante. Según un estudio del Hospital General de Massachusetts, lo que contribuye a que sea una droga peligrosísima es que el consumidor de una cantidad demasiado alta deja de respirar antes incluso de perder la conciencia. Cuando la alarma por sobredosis es falsa, los resucitados se escabullen a paso ligero, sin tiempo de agradecer su suerte. Nadie quiere acabar en el hospital: una noche sin fentanilo es peor que la muerte.

Ante ese panorama, la mayoría de los locales ha cerrado. En las esquinas, los vendedores de droga, centinelas con pasamontañas, velan por la buena marcha de su negocio sin quitarse el ojo los unos a los otros. Es fácil distinguirlos: no tienen pinta de estar colocados.

El orden y la seguridad de los vecinos corren a cargo de los voluntarios de asociaciones como Urban Alchemy, que recibe financiación del Ayuntamiento. La policía tiene otras prioridades. Después de tres meses de visitar Tenderloin varias veces por semana, resulta inevitable pensar que la ciudad entregó el barrio a los drogadictos, y que la vida está organizada en función de ellos.

En 2021, la alcaldesa demócrata, London Breed, declaró la emergencia, pidió ayuda al Estado de California y al Gobierno federal. Desde entonces, la policía de tráfico estatal y la Guardia Nacional colaboran con los agentes locales persiguiendo a las mafias de la droga. En noviembre, se esforzaron en limpiar las calles con motivo de una cumbre de países de la región eje Asia-Pacífico de la que salió el compromiso del presidente Joe Biden y de su homólogo chino, Xi Jinping, de colaborar mejor para atajar la crisis. Solo fue un espejismo. Se marcharon los líderes mundiales y regresó el apocalipsis.

El 15 de diciembre de 2021, un empresario chino hecho a sí mismo pasó a ser uno de los hombres más buscados del negocio global del fentanilo. Se llama Chuen Fat Yip. Tiene 70 años, ojos marrones, 1,72 de estatura y 68 kilos de peso. Nació en Wuhan. El Departamento de Estado de Estados Unidos ofrece una recompensa de cinco millones de dólares por cualquier información que conduzca a su arresto.

Chuen dirige, según Washington, una “organización de narcotraficantes que opera en China continental y Hong Kong” y “controla un grupo de empresas que venden compuestos y precursores químicos”. Una de ellas es Wuhan Yuancheng Gongchuang Technology.

Esa empresa tiene una web activa, en la que dice que exporta a más de 20 países. Hay un número de teléfono. Al otro lado, suena la voz de un hombre. Al preguntarle por las sanciones, se excusa: “Yo solo soy un vendedor…”. Luego dejará de contestar a los mensajes.

Chuen defiende su inocencia. Asegura que el caso se sostiene en “informaciones no veraces” del reportero estadounidense Ben Westhoff. Así consta en una declaración de su empresa enviada en 2022 a un tribunal de Texas, donde, entre otras cosas, lo acusan de presuntamente acordar el envío de 24 kilos de 4-ANPP, un precursor del fentanilo.

Westhoff es periodista de investigación. Estaba trabajando en su libro Fentanyl, Inc. (2019, traducido al español como La fiesta se acabó) cuando dio con Chuen. Buceó en internet en busca de anuncios de precursores y encontró copiosa publicidad de empresas en China dedicadas a su producción y exportación. Casi todos los caminos parecían conducir a una misma matriz: Yuancheng.

Era 2017, y producir y vender esos precursores era aún legal en China. Parte del problema siempre ha sido ese: no estaban prohibidos. Contribuían a la muerte de decenas de miles de personas en la otra punta del mundo, aunque no hicieran daño en esta. Una de las fuentes de información oficial más actualizadas es un reciente documental emitido por la televisión estatal. Asegura que en China, con una de las regulaciones antidroga más severas del mundo, el abuso del fentanilo es “prácticamente desconocido”. Desde 2017, la República Popular ha resuelto 397.000 casos criminales relacionados con estupefacientes; menos de 10 estaban vinculados con el opiáceo.

El documental reconoce la dificultad de seguir la pista a las nuevas variantes. En 2013, ya había 13 tipos de fentanilo. Una década después, superan el medio centenar solo en China. Desde 2015, Pekín ha ido aumentando el número de sustancias controladas: seis, aquel año; cuatro, en 2017; dos más al siguiente. El NPP y el 4-ANPP entraron en 2017 en la lista de los compuestos perseguidos, así que los vendedores en línea de China comenzaron a ofrecer a Westhoff sustitutos legales. Este, por teléfono desde San Luis (Misuri), resume así la espiral: “Hay un montón de diferentes productos químicos que se pueden utilizar para hacer fentanilo, y que en China son legales”.

En mayo de 2019, Pekín dio el paso de prohibir todas las sustancias análogas. Antes, en los primeros años de la epidemia, una parte importante del fentanilo que llegaba a Estados Unidos lo hacía desde el país asiático, en paquetes enviados por correo ordinario. Cuando se fueron apretando las tuercas de su producción en Asia, los narcos mexicanos (y no solo; hay laboratorios también en Estados Unidos o en Canadá, donde acaban de desarticular en Vancouver el más grande descubierto hasta la fecha) aprendieron rápido la lección de cómo cocinarlo, pero, siguieron necesitando de China los ingredientes de la receta: los famosos precursores.

En febrero de 2018, Westhoff se hizo pasar por un comprador y al fin llegó a la empresa de Chuen en Wuhan. Además de famosa por ser la cuna del coronavirus, la ciudad es la capital de la provincia de Hubei, uno de los polos químicos del país, así como la sede de varias empresas sancionadas por Estados Unidos por su vinculación con el fentanilo.

China es la mayor productora mundial de ingredientes farmacéuticos, pero no siempre fue así. El cambio llegó con las reformas aperturistas de Deng Xiaoping. En 1985, cuando comenzaban a admitir capital extranjero, una de las primeras farmacéuticas en aterrizar fue la belga Janssen. Su fundador, el doctor Paul Janssen (1926-2003), era un amante de China y corrió a ser uno de los primeros visitantes extranjeros a los guerreros de terracota de Xi’An. También fue el químico que sintetizó fentanilo en 1959, que rápidamente pasó a ser uno de los analgésicos opiáceos más utilizados en todo el mundo.

El día en que Westhoff las visitó, había centenares de vendedores distribuidos por las oficinas de Chuen. Hacía frío. Hablaron fugazmente. Unos meses más tarde, lo llamaría por teléfono para contarle que era periodista. En su libro, aclara que Yuancheng no vendió mercancía considerada ilegal en China, pero que todo indica que era consciente de que sus precursores se usaban para fabricar ilegalmente fentanilo.

Yu Haibin, subdirector de la Oficina Nacional de Control de Narcóticos, uno de los primeros espadas de la lucha antidroga en China, explicó esta semana en una entrevista con EL PAÍS en Pekín que está al tanto del caso de Chuen Fat Yip. “Hasta ahora no hemos encontrado evidencias de que él o su compañía hayan violado la ley en China”, dijo. “Si Estados Unidos pudiera proporcionarnos pruebas obtenidas legalmente, podríamos emprender acciones conforme a la legislación china. Estamos abiertos a la cooperación”. El asunto refleja el problema de fondo. En mitad de uno de los peores momentos de la tensión geopolítica entre Washington y Pekín, la Casa Blanca ha seguido imponiendo en 2023 sanciones contra decenas de empresas y ciudadanos chinos. Pero las investigaciones chinas revelan que los equipos y las sustancias implicadas “no están controlados” en este país, dice Yu. Es decir, su comercialización no está prohibida.

En noviembre, Xi se comprometió en su reunión con Biden en San Francisco a hacer más por resolver la crisis. Yu explica que entre los próximos pasos a dar estará “una cooperación integral que incluye compartir información de inteligencia, la investigación de casos y el intercambio técnico”. De momento, no está claro si será suficiente. La DEA ha observado ya un aumento en el tráfico de precursores desde la India.

El escolta le hizo un gesto desde el asiento del copiloto y ella logró agacharse como pudo en la parte trasera del coche. Entonces, empezó la lluvia de balas: los 36 tiros que le dieron la bienvenida como alcaldesa de Manzanillo.

Griselda Martínez se inclinó sobre la espalda de un muchacho sentado a su lado. La vida de ambos dependía de que el chico mantuviera la calma. “Si se desespera y se levanta”, pensaba ella, “nos matan a los dos”. El escolta disparó a una de las dos motos atacantes. Le dieron en la cara, pero él también alcanzó al tirador. El conductor abrió fuego también, y las motos huyeron.

Era junio de 2019 y Martínez apenas llevaba siete meses de alcaldesa en el primer puerto del Pacífico mexicano, puerta de entrada de Asia desde hace casi un siglo. Por aquí, pasan cada día toneladas de alimentos, ropa o piezas de coches. Y desde hace más de una década, también los precursores llegados de China. En abril, la Marina descubrió 11.500 botellas de tequila que contenían en realidad casi 10 toneladas de los líquidos que han convertido a Manzanillo en un polvorín.

La alcaldesa es una mujer menuda de 55 años. Antes de la entrevista aparecen dos escoltas. Después cuatro más. Tiene 15 en total, que la acompañan desde el intento de asesinato, tiempo en el que no ha vuelto a pisar su casa. Primero pasó un año durmiendo en un cuartel de la Marina. Luego, otros dos en la sede del Ayuntamiento. Desde 2022, vive resguardada en otro edificio municipal.

Cuando Martínez llegó a la Alcaldía, la policía estaba infiltrada hasta el hueso por los dos grupos criminales que controlan la zona: el cartel de Sinaloa y el Cartel Jalisco Nueva Generación, las dos mafias más poderosas de México. Las dos funcionan como multinacionales del crimen, con una estructura que va de lo más alto —redes internacionales, lavado de dinero— a lo más bajo: su marca está impresa en las pequeñas bolsas de cocaína o metanfetamina que se venden en las calles. El logo de Sinaloa es una manzana. El de Jalisco, la iniciales del grupo: CJNG.

Martínez despidió a más de 200 policías de un total de 300. Los agentes llegaban a matarse entre ellos porque trabajaban cada uno para un bando diferente. El capitán de la Marina Fernando Winfield, al frente de la policía, recuerda que hace un par de años llegó con sus hombres a una casa donde habían denunciado un asesinato. Al entrar al salón, el muerto estaba sentado con una bala en la cabeza. Era uno de sus antiguos agentes. La presión para los nuevos es difícil de soportar. Las mafias les ofrecen dinero, los buscan por Facebook y los amenazan.

La cadena que une la corrupción en los puertos, la entrada de precursores químicos y la violencia ha sido reconocida hasta por el propio presidente de México. “Vamos a limpiar los puertos y las aduanas en el país”, prometió Andrés Manuel López Obrador en verano de 2020 desde Manzanillo. Y ordenó entregar su seguridad a los militares. En los últimos dos años, cuatro funcionarios de aduanas han sido asesinados allí.

La Marina declinó dar información o acceso al puerto para este reportaje. La alcaldesa explicó que dentro de las instalaciones hay semáforos que marcan qué contenedores se revisan y cuáles no. “Es aleatorio, un tema de suerte”. Todo eso hace que detectar estos productos, que entran en cantidades que no superan muchas veces los pocos litros, se parezca a dar con una gota de aceite en un océano.

Con 160.000 habitantes, Manzanillo era hasta hace no tanto el tranquilo pueblo de pescadores donde Bo Derek rodó la película 10, en la que encarnó a la mujer perfecta a finales de los setenta. Aquellos tiempos dorados acabaron, aunque el turismo, principalmente mexicano, todavía viene a los hoteles un poco ajados. La ciudad es parte de uno de los Estados más pequeños y con menos población del país. Se solía vender en el extranjero con el eslogan “Colima, el lugar donde no pasa nada”.

Pero luego, empezaron a pasar cosas. En 2010, el exgobernador Silverio Cavazos fue asesinado a balazos en la puerta de su casa. La importancia del puerto con la expansión de las drogas sintéticas, su condición de ruta hacia el norte por el paso del Pacífico y el hecho de estar rodeada por Jalisco y Michoacán, dos territorios dominados por el crimen organizado, lo han llevado al límite. Desde hace años suele encabezar las listas de los territorios más violentos de México. En 2022 repitió como el lugar con la tasa de homicidios más alta del país, que alcanzó en 2019 su récord histórico. Desde entonces apenas han bajado levemente. Son casi 100 muertes violentas al día.

Pedro está sentado en una silla de plástico en una ferretería en Culiacán. Es del Estado vecino de Durango y tiene 32 años. No se llama Pedro y tampoco quiere que su nombre aparezca en la prensa.

Hace algo más de un año, empezó a “exportar” pastillas de fentanilo a Estados Unidos. Ahora, tras la violenta detención del hijo menor del Chapo, de 33 años, y su posterior deportación en septiembre a Estados Unidos, está parado por la orden de Los Chapitos de bajar el ritmo. Así que ha vuelto a la marihuana y la metanfetamina. Mejor no arriesgarse: “Ahorita, si la gente de acá te agarra con fentanilo, vas a mamar. Tú, tu mamá, tu primo, todos a mamar. Hasta a los perros les van a matar”.

Dice que antes del parón movía con sus socios un millón de pastillas al mes. Siempre de las azules, “las chingonas”. Las compraban a dos dólares “a un camarada de aquí” y las vendían a 15 a “otro camarada pocho de allá”. Allá es Nueva York. Descontando gastos, calcula que le sacaba a cada pastilla cinco dólares a repartir, quitando la “parte grande” que se lleva la “plebada”. Aunque lo más caro era el transporte. “Los Ángeles, Kansas, Nueva York. Cuanto más arriba, más caro”.

El fentanilo que entra en Estados Unidos desde México lo hace en polvo o, cada vez más, en píldoras falsas, que se camuflan de marcas comerciales como Xanax, Vicodin u Oxycontin, que el narco prensa con máquinas que también les venden en Asia. El precio de una de las pastillas de Pedro ronda los 20 dólares en Nueva York.

El traficante deja claro que lo más difícil es pasar la frontera. Según las autoridades de Estados Unidos, más del 90% del fentanilo lo hace a través de los “puertos de entrada”, escondido en vehículos particulares o en camiones de carga. En 2018, según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza, se interceptaron 600 kilos de la sustancia. En 2023, la cantidad ascendió hasta octubre a 25 toneladas. Dos miligramos son suficientes para matar a una persona.

Pedro utiliza tráileres de los grandes: “gusanos”, los llama. Dice que no sabe dónde ocultan la droga, pero que lo mejor es llevar el camión cargado “de comida, latas de frijol, de chile, o partes de carros”. Así se disimula mejor al pasar por los rayos X, cuyo uso está impulsando la Administración de Biden. Está orgulloso, porque, asegura, los de la patrulla fronteriza nunca sorprendieron a uno de los suyos.

El cartel aprovecha los agujeros propios de cualquier frontera. También paga jugosos sobornos a las autoridades. Uno de los pliegos de la acusación al hijo del Chapo detalla cómo, para garantizar un envío, organizó una red de mordidas desde Culiacán hasta Tijuana. Esa era la ruta de Pedro, por el corredor del Pacífico. “Solo de aquí a la frontera”, aclara, “te gastas en puras mordidas unos 30.000 dólares entre la policía, los militares y la Fiscalía. En Estados Unidos si te agarran vas a la cárcel, pero aquí en México lo puedes arreglar con billete”.

Hay tarifas diferentes. No se paga lo mismo por pasar un retén sin que lo revisen que el dinero que hay que poner en caso de que detengan a alguien. “Ahí te van a quitar 200.000 o 300.000 dólares. Es la forma de trabajar”, explica, como quien detalla las reglas de un juego de mesa.

Una vez el cargamento ha pasado, hay otro momento delicado. En una de las acusaciones a Guzmán, se cuenta cómo dos de sus hombres tuvieron que mover más de 20 kilos de fentanilo que tenían guardados en una habitación de hotel en Los Ángeles. Como el personal se olía algo raro, acabaron enterrando la mercancía en el patio trasero de una casa. “Lo que pasa”, explica Pedro, “es que a veces llegas a Los Ángeles y hay que cambiar de camión para seguir p’arriba. Entonces, hay que esconderlo en una oficina y esperar”.

Los lugares más comunes para las “oficinas”, según el sumario de Guzmán, son el sur de California, El Paso, en Texas, y Phoenix (Arizona). A partir de ahí entra en escena la red de distribución estadounidense del cartel. “Los pochos son los que tienen el contacto con los güeros”, dice Pedro. “Venden al mayoreo, tiene sus clientes, sus dealers. Blancos, negros, puertorriqueños… ¿Me explico?”.

Hasta hace muy poco, MAC era uno de los últimos eslabones de esa cadena de suministro. Un dealer de poca monta. Por eso pide que se usen sus iniciales y que no se revele dónde se hizo la entrevista.

Vendía fentanilo en Santa Cruz, a 120 kilómetros de San Francisco. “Se lo compraba a los hondureños en Tenderloin, o en Oakland”, aclara. “Ellos controlan el mercado allí. Conseguía una onza (28,34 gramos) a 400 dólares, y luego vendía cada gramo en Santa Cruz a 50. También, 100 miligramos a 10 dólares, o un cuarto, a 20. Era un gran negocio, solía sacar 1.500 pavos al día”.

De complexión corpulenta, cuenta que él mismo terminó enganchado al fentanilo después de que le recetaran Oxycontin tras una cirugía. Perdió su trabajo y se hizo camello. Ahí comenzó, dice, su infierno. “Todas las semanas me metía en peleas y había muchos robos. Las sobredosis estaban a la orden del día, y mucha gente moría. Yo mismo llevaba Narcan. Vendía, pero también trataba de salvar vidas”.

En el momento de la entrevista, MAC llevaba dos semanas tratando de desintoxicarse, cansado de un estilo de vida que, o lo mandaría a prisión, o lo acabaría matando. Por consumirlo o, simplemente, por andar con fuego. El “fetty”, como se conoce en el argot de la calle, es una droga extremadamente peligrosa cuando se manipula; una ingesta accidental puede resultar mortal. “En mi opinión, eso facilita el negocio”, dice MAC. “El mercado de la cocaína o la metanfetamina está controlado por unos carteles a los que el fentanilo les parece muy peligroso. Si estás dispuesto a asumir el riesgo, es dinero fácil”.

En las calles, los vendedores como MAC toman prestados para sus papelinas nombres de marcas comerciales o de referencias culturales, como Mini, Scooby Doo o Fortnite, para hacer más atractiva su oferta.

No es que el fentanilo necesite demasiada ayuda para venderse, advierte Sam Quinones, autor del libro The Least of Us, tal vez la historia más completa sobre la actual crisis. En él, Quinones reconstruye cómo llegó y cómo se extendió la droga por Estados Unidos. “Entró hacia 2014 por el Medio Oeste, entonces venía por correo de China. En muy pocos años, la plaga se extendió por todo el país”, aclara en una entrevista telefónica.

La pandemia ―con su receta de aislamiento, fatal para los adictos en proceso de recuperación, y la plaga de problemas de salud mental que trajo consigo― disparó su consumo. Entre 2019 y 2022, las muertes por sobredosis han crecido un 99,8%.

En su libro, que llega hasta mediados de 2021, Quinones cuenta que pronto los traficantes empezaron a cortar con fentanilo, mucho más barato, otras sustancias, como la cocaína o el éxtasis y hasta la marihuana sintética. “Así fue cómo miles de personas, las que no morían por una sobredosis accidental, acabaron enganchadas a algo que ni siquiera sabían que estaban tomando”, relata. No era cuestión solo de ganar más, sino de aumentar la demanda manipulando la oferta. Ese es uno de los puntos más acuciantes del problema ahora mismo. Y no solo en Estados Unidos: en ciudades como México, algunos estudios han encontrado trazas del opiáceo en sustancias testadas en fiestas. De momento, en Europa, donde las autoridades vigilan la situación de cerca, el problema no resulta aún preocupante.

Para Quinones, una de las consecuencias más inesperadas es la influencia de esta crisis en el uso recreativo de otras drogas. En Nueva York, los consumidores ocasionales salen de fiesta con tiras, que cuestan un dólar o se reparten gratis y son legales en una veintena de Estados, para detectar fentanilo en lo que pillan. Para sus defensores, esas tiras son a esta epidemia lo que los condones a la del sida en los años ochenta. Como entonces, muchos otros, sencillamente, prefieren no jugársela.

Cuando se patentó para su administración intravenosa en 1959, el fentanilo cambió para siempre la cirugía. Consciente de su enorme poder, Janssen, su inventor, solo permitió durante años su distribución controlada a anestesiólogos, gremio en el que se registraron los primeros casos de adicción. Fue como poner puertas al campo: a finales de los sesenta, ya existían variantes con parecidos efectos.

Al crimen organizado le costó enterarse de su existencia, pero cuando lo hizo aprendió a valorar rápidamente sus ventajas como droga de consumo en las calles, una droga más potente, más barata, más adictiva y también más letal. Tanto, que el Departamento de Justicia estadounidense ha identificado varios casos de cocineros inexpertos que han muerto en México intoxicados por los vapores de los precursores.

“Es importante subrayar que aún hoy es un analgésico bueno y útil desde un punto de vista médico, para operaciones complejas, o para enfermos terminales de cáncer”, recuerda Lawrence Kwan, director médico del centro de ayuda a adictos de la fundación Saint Anthony’s, en San Francisco, y profesor de la universidad de Standford. “El problema es cuando se consume de forma descontrolada”.

Su condición de valiosa herramienta médica dificulta su combate: simplemente, no se puede ilegalizar. Tampoco es fácil con los precursores: muchos de ellos se usan en la fabricación de productos de limpieza o medicamentos de uso común, como el ibuprofeno.

Como cualquier opiáceo, el fentanilo genera ansiedad y adicción, en su caso, mucho más rápidamente; bastan unas pocas tomas para engancharse. Las sobredosis también son más frecuentes: Julian Miller, un adicto de 27 años que trata de salir del hoyo en un centro de rehabilitación a dos horas de San Francisco, contó en una entrevista que él había sobrevivido a tres, pero que su hermano no tuvo tanta suerte. Ese coqueteo con la muerte es una experiencia muy común entre los consumidores.

Paradójicamente, es una droga menos destructiva que otras como la metanfetamina. No tiene secuelas sobre órganos vitales como el corazón. Kwan cuenta que en una conferencia sobre cardiología a la que asistió recientemente, escuchó que “el acceso a donantes de corazón ha mejorado como triste efecto secundario del aumento de las sobredosis de opiáceos”. No mentían: un estudio publicado en julio de 2021 por la Sociedad Americana del Corazón confirma que el número de trasplantes ha aumentado con las muertes por sobredosis.

Con el fentanilo, también surge el dilema clásico del camello: ¿cómo cortarlo sin que pierda su fuerza? Y surgen otros nuevos: ¿cuál es el límite de pureza al que se puede llegar para incentivar la adicción, pero sin exterminar a la clientela?

Los narcos mexicanos buscan respuestas a esas preguntas en un descampado cercano las vías del tren en Culiacán, antes de facturar la mercancía rumbo a Estados Unidos, con experimentos registrados en documentos del Departamento de Justicia estadounidense. Son pruebas como las que relata Miguel, el químico que no terminó la secundaria. Dice que una vez, uno de los adictos se echó más cantidad sin que él se diera cuenta. “¡Fum!, cayó redondo”, recuerda. “Llegó otro y le metió sal en la boca. Y todavía se quejaba: ¿por qué me despertaron?”.

En el descampado donde Miguel dice que ha llevado a cabo esas pruebas macabras también se acuerdan. “A veces viene gente preguntando, quieren drogarse de gratis”, dice María, una habitual del lugar, antes de pegar una fumada a una pipa con metanfetamina. Entre restos de ropa y jeringuillas por el suelo, asegura que ella no quiere saber nada del fentanilo: “Esa chingadera te mata”.

Desde su despacho en la Casa Blanca, Rahul Gupta, zar antidroga de Joe Biden, dirige los esfuerzos de Washington para resolver un rompecabezas de momento irresoluble. Es el primer médico en ocupar el puesto en más de medio siglo de “guerra contra las drogas”, y está aplicando por primera vez desde ese cargo las políticas progresistas conocidas de “reducción de daños”. En una entrevista con EL PAÍS, detalló los tres principales puntos de ese programa: “Hacer ampliamente disponible el Narcan, que desde marzo se puede adquirir sin receta; distribuir jeringuillas que previenen la propagación de enfermedades contagiosas, y facilitar tiras para detectar sustancias como el fentanilo o la xilacina [también conocida en las calles como tranq] en la cocaína o el éxtasis”.

La xilacina es la última y más urgente preocupación de Gupta. Los consumidores lo mezclan porque alarga y profundiza el efecto del fentanilo, a base de enlentecer el ritmo cardíaco, la presión sanguínea y la respiración. Al no ser un opiáceo, no responde a la naloxona, por lo que ya participa en el 90% de las 1.413 muertes por sobredosis registradas en 2022 en Filadelfia. No solo eso: los forenses ya lo han detectado en cadáveres de los 50 Estados.

La medida de las agujas está en el centro del debate en el barrio de Kensington en Filadelfia. Un edificio de ladrillo alberga la sede de una organización llamada Prevention Point. En ese lugar, cuyos trabajadores cortan el paso a los periodistas, los adictos pueden echar un rato cuando aprieta el frío y les cambian las jeringuillas usadas. Eso está provocando, dice Kevin Bernard, “capellán” de The Rock, un centro católico cuya vida se organiza en torno a un gimnasio de boxeo (después de todo, esta es la ciudad de Rocky), que las aceras “estén inundadas de agujas”. “Por ellas, la gente pasea a los perros, y los niños van a la escuela. Lo que hace esa gente es una desgracia para Kensington”, considera.

Bernard es un hombretón con la nariz partida, expúgil y expolicía, que lleva toda la vida aquí y conoce como nadie el barrio. Una o dos veces por semana guía una vieja furgoneta llena de voluntarios ataviados con chalecos amarillos. Hablan con los yonquis y, si alguno se anima, lo montan en el vehículo y lo llevan a su centro o lo derivan a lugares como The Philly House, el albergue para sintecho más antiguo de Filadelfia, cuyo presidente, Phil Montgomery, explica en su oficina del centro de la ciudad que tiene capacidad para 240 camas. “Desde aquí, los desviamos a centros especializados en desintoxicación”, aclara.

En un local adyacente a The Rock, policías llegados de todo el país aprenden también a detectar cuándo una persona está bajo los efectos del fentanilo: a cambio de algo de comida, voluntarios como Keith, de 36 años, que lleva cuatro en Kensington y perdió una pierna en estas calles, se someten durante más o menos una hora a pruebas, desde dejarse medir las pupilas a probar a caminar en línea recta.

En la calle, los agentes de la ciudad no se emplean contra el menudeo. “Yo soy una defensora de las políticas de control de daños y superé mi propia adicción, pero esto es sencillamente demasiado”, opina la activista por la reforma de la política de drogas Brooke Feldman al lado de las vías del tren, en lo que queda de la colonia de tiendas de campaña conocida, en español, como El Campamento. “Ver cómo se pinchan frente a un agente, no sé… Esto tiene que ver con el comportamiento humano, y si no te incentivan a cambiar, no cambias. La barra libre no es buena para nadie”.

Aquel día, Feldman salió a patrullar junto a Ronnie Kayser, que fundó una organización de mujeres que ayuda a los adictos, Angels In Motion (AIM), después de perder a un hermano por sobredosis, y Mary Lou Toewe, que forma parte de la junta directiva de AIM y es madre de un chico que “lleva años entrando y saliendo de la droga”. Conducen un coche cargado con agua y unas bolsas de comida que reparten a los adictos. También portan un ungüento para las heridas que les provoca la xilacina, que, inyectada, hace moratones, necrosa la carne y acaba dejando agujeros por los que, en algunos casos, asoman los huesos.

Los detractores de las políticas de control de daños, que, cuando se llevan al paroxismo, pueden incluir la distribución de tiendas de campañas gratis para los adictos, consideran que esas medidas actúan de imanes para ellos, que se mudan de todo el país a lugares como Tenderloin o Kensington para poder vivir su vida sin problemas. En San Francisco, Gina McDonald, madre de una de ellas, explicó que su hija Sam, “guapa, de clase media”, prefirió cambiar “las comodidades de la casa familiar” por Tenderloin. “Yo no le permitía drogarse en su cuarto. En la zona donde vivimos, no puede poner una tienda de campaña, ni comprar en la calle. La arrestarían. En Tenderloin puede hacer lo que quiera”.

En Filadelfia, la gran pregunta es en qué se va a traducir la reciente elección de la demócrata Cherelle Parker, primera alcaldesa de la historia de la ciudad. Hizo campaña con un mensaje de dureza contra el crimen, y prometió pedir ayuda a la Guardia Nacional. Su primera medida ha sido decretar el “estado de emergencia de seguridad pública”. Todo indica que en un año electoral como el que empieza, se recrudecerá en el frente del fentanilo aún más la guerra cultural que enfrenta a demócratas y republicanos, que culpan del problema a la gestión de las ciudades liberales y a los llamamientos a desfinanciar a la policía que siguieron al asesinato de George Floyd en 2020.

Aquel año, los votantes de Oregón aprobaron la primera ley del país que despenalizó la posesión de pequeñas cantidades de drogas duras, castigada con multas testimoniales, no con cárcel. Rendida ante la evidencia, la gobernadora Tina Kotek ha anunciado su intención de revertir algunas de esas medidas para controlar la situación en Portland, su ciudad más grande.

Michelle Leopold se enteró de la muerte de su hijo Trevor por las redes sociales. Sabía que solía fumar marihuana, pero no que tomaba fentanilo. Todo indica que él tampoco lo sabía.

Aquella noche, compró con dos amigos cuatro pastillas de 30 miligramos de oxicodona y se las tomaron en la habitación de su residencia universitaria. Solo una de ellas contenía una dosis mortal. Según el forense, Trevor murió a los pocos minutos de consumir aquella píldora, así que la amiga que durmió esa noche con él lo hizo junto a un cadáver.

Desde aquel 17 de noviembre de 2019, la madre ha convertido la habitación del hijo en Marin, a 20 minutos de San Francisco, en el centro de operaciones de su lucha contra el fentanilo. Junto a la cama en la que solía dormir el chico tiene una fotografía con su cara sonriente y un texto que dice: “Trevor Leopold, 18 años, víctima de un homicidio inducido por envenenamiento por fentanilo”.

Casos como el de Trevor han calado en la opinión pública estadounidense, gracias al testimonio de madres como la activista antiaborto Rebecca Kiessling, que declaró en febrero ante el Congreso. Perdió en 2020 a dos de sus hijos de una sobredosis accidental de fentanilo, que, dijo “llegó a través de la frontera sur”. “¡Es una guerra: hagan algo!”, exigió a los congresistas.

Miembros del ala más dura del Partido Republicano han pedido autorizar el uso de los bombardeos selectivos y de operaciones antiterroristas para acabar con el narco mexicano como se actuó contra el Estado Islámico a mediados de la década pasada. Saben que es política y diplomáticamente imposible sacar adelante una propuesta así, pero el fentanilo, que ―como suele recordar la aspirante republicana a la Casa Blanca Nikki Haley, ya ha matado a más estadounidenses que las guerras de Vietnam, Afganistán e Irak juntas― también se ha convertido en una poderosa arma para enardecer a los votantes y con la que atacar a Biden, a cuya gestión de la frontera culpan de las muertes de esos jóvenes.

El tema es también uno de los mayores puntos de fricción en la relación entre México y Estados Unidos. Sobre todo, desde que en 2019 China prohibió su exportación y la producción quedó en manos del narco. El presidente mexicano López Obrador se ha defendido atacando, desacreditando los órdagos de mandar al Ejército o las amenazas de bloquear fondos binacionales. También ha puesto a funcionar su red consular, la mayor de un país extranjero en Estados Unidos, para convencer a millones de electores de origen mexicano de que no voten por los candidatos que enarbolan ese discurso.

Hasta hace poco, López Obrador ni siquiera reconocía que en su país se fabricaba fentanilo, y limitaba la responsabilidad de México como paso desde China hacia al norte. No existen cifras oficiales de muertes por fentanilo, pese a que en la frontera es un problema en auge. El presidente llegó incluso a mandar en primavera una carta a su homólogo chino, Xi Jinping, pidiéndole ayuda. La respuesta desde la otra orilla del Pacífico fue clara: “Estados Unidos debe afrontar sus propios problemas”. Mientras tanto, la Casa Blanca, que ha creado una alianza de 130 países para luchar contra las drogas sintéticas (en la que está México, pero no China), trata desesperadamente de dar la impresión de que tiene la crisis bajo control.

Las autoridades mexicanas han desarticulado 37 laboratorios de fabricación de píldoras de fentanilo desde que López Obrador llegó en 2018 al poder, según dijo en marzo su secretario de Defensa, Luis Cresencio Sandoval. México también se defiende comparando las cifras de incautaciones con respecto al sexenio anterior: 7.576 kilos frente a 532. El pequeño detalle es que la crisis se desató durante los años de este Gobierno, no antes.

Acaba de amanecer frente al Ayuntamiento de San Francisco. Tres mujeres jóvenes que han dormido al calor de una alcantarilla están tiradas bajo los efectos de la primera dosis de fentanilo del día. Cuando una de ellas recupera algo de lucidez, explica que se llama Abby, que es de Oregón, que estudió Bellas Artes y que se rapó el pelo para sacarse los piojos. No tiene teléfono, pero sí Instagram, dice.

Su cuenta es el relato en fotos de la crisis del fentanilo en Estados Unidos a través del descenso por el abismo de la adicción de una chica que en 2018 se mostraba al mundo como una amante de la música a la que le gustaba patinar. Empezó a fumar y a cultivar marihuana. Después llegaron las malas compañías, la pandemia, la soledad, la muerte de su madre, los subidones, los malos días y la calle.

Se calcula que hay 48 millones personas que, como Abby, sufren adicciones a algún tipo de sustancia en Estados Unidos, un país brutalmente individualista en el que a menudo da la impresión de que basta un golpe de mala suerte para perderlo todo. Según un estudio publicado en agosto, solo uno de cada cinco adictos al fentanilo tiene acceso a la prescripción de los medicamentos más eficaces: la metadona, y, en mayor medida, la buprenorfina.

Mejorar ese acceso en un sistema de salud despiadado es uno de los retos para afrontar una crisis enormemente compleja. Otra solución pasa por legalizar los lugares para testear las sustancias, según Carl Hart, psicólogo de la Universidad de Columbia y uno de los grandes expertos en el uso de drogas recreativas, cuyo consumo responsable defiende. “Caerían las sobredosis accidentales. Las autoridades creen erróneamente que eso puede confundirse con alentar el consumo, y no es así: salvaría vidas”.

Los apóstoles de la reforma de la política de drogas consideran que, si algo ha vuelto a demostrar la crisis del fentanilo, es el fracaso de la guerra contra ellas lanzada en 1971 por Nixon. Con un célebre discurso en la Casa Blanca, el presidente del Watergate inauguró una ofensiva que, según algunos cálculos, le ha costado un trillón de dólares a Estados Unidos. Irónicamente, mientras esa guerra se libraba más allá de las fronteras, y las guerrillas, los paramilitares, las pandillas y los políticos, policías y militares corruptos seguían enriqueciéndose con un negocio formidable, el origen de la peor crisis de la historia de las drogas del país se incubaba en los años noventa en casa, en el seno de su poderosa industria farmacéutica, gracias a una familia, los Sackler, que ha evitado la cárcel a base de pagar multas millonarias.

El objetivo de Nixon, dijo aquel día histórico, era acabar con el consumo de opio, que cundió entre los veteranos que regresaban de la guerra de Vietnam. No lo consiguió: en 1970, uno por cada 100.000 estadounidenses murió por sobredosis. En 2022, en pleno apogeo de la peor crisis de drogas que ha conocido Estados Unidos, la cifra se ha multiplicado por 30, mientras la espiral de violencia continúa en México: desde que el presidente Felipe Calderón sacó en 2007 a los militares de los cuarteles para combatir a los carteles, los asesinatos han crecido más de un 300%.

Tras esos números, se esconden las vidas en suspenso por el fentanilo. Los campesinos mexicanos que cocinan droga en la sierra y hacen experimentos con cobayas humanas. Los traficantes que se enriquecen enviando camiones de frijoles a través de la frontera. Las alcaldesas amenazadas de muerte. Los empresarios chinos y sus fábricas de precursores en Wuhan. Y los dealers, los adictos, los voluntarios y las madres que perdieron a sus hijos en el frente de la tercera guerra de los opiáceos. Una guerra cuyo final se antoja aún muy lejano.

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