En el béisbol, cuando la victoria de uno de los equipos es inevitable, la parte final del último inning (la parte baja de la novena entrada) se suspende. Es necio continuar un encuentro de resultado irremontable. El objetivo del juego es ganar.
Por fortuna, la democracia no es un juego de pelota. Su propósito es convencer y participar. Los ciudadanos no son meros espectadores sino componentes activos que pueden ser persuadidos —incluso el más escéptico y desanimado— hasta el momento final de la contienda. El domingo, Xóchitl Gálvez despilfarró una de sus últimas oportunidades para lograrlo.
El esperado primer debate presidencial ya es cosa pasada. El formato incluyó un aguacero de cuestionamientos para los candidatos, sorprendió por sus fallas técnicas y fue acelerado. Resultó imposible para las candidatas atender el interrogatorio, proponer, embestir y resguardarse en un tiempo tan limitado. El dinamismo sacrificó la pedagogía y el contraste.
La estructura —refunfuñan algunos— afectó a Gálvez. Sostengo lo opuesto: la configuración limitó sus posibilidades de cometer (aún más) errores, le permitió lucir más confiada que si hubiera permanecido de pie y le facilitó una cómoda revisión de sus tarjetas.
La agotada lectura de su alegato de cierre fue dolorosa, lapidaria.
Sin dudas ni sobresaltos. En menos de dos horas, la candidata guinda sacó la pelota del parque y demostró por qué va 21 puntos por encima de la opositora (Enkoll). A diferencia de su mentor —Andrés Manuel López Obrador— quien solía lucir incómodo en los debates, Sheinbaum se mostró natural y disciplinada. Evidenció que su propuesta política contrasta en el cuidado y en el detalle con las del actual presidente. En más de un sentido, López Obrador fue el gran ausente del debate. Ni ella ni su oponente se ocuparon de nombrarlo demasiado.
Sin reparo hay que admitirlo: este es el primer debate memorable del obradorismo desde la entrada a escena de Andrés Manuel.
Sheinbaum demostró sustancia presidencial —el objetivo primario de este tipo de encuentros— al iniciar con una referencia al conflicto diplomático de México con Ecuador, al corregir la plana a los moderadores y solicitar el correcto funcionamiento de los cronómetros. Ahí en donde Gálvez aguardó expectante, Sheinbaum buscó solucionar. Para unos, un acto de arrogancia, para otros, una señal de liderazgo.
Claudia Sheinbaum ha llegado a primera base y seguirá serena hasta las siguientes: el debate del 28 de abril y el del 19 de mayo. Con la confianza de Xóchitl Gálvez abatida y habiendo superado los temas más espinosos para la actual Administración (seguridad y educación), Sheinbaum mira de reojo el plato de home.
Gálvez, por su parte, nos hizo sufrir y aturdió a la moderadora. Parecía suplicar con los ojos que —un amigo, un milagro, lo que fuere— la sacara de tan cruel situación. En un debate en el que tenía todo para ganar, trastabilló, tembló y acertó de rebote. Demostró, para sorpresa de pocos, por qué posiblemente no alcanzará la suma de votos obtenidos por el PAN y el PRI en la elección de 2018. Anaya era mejor. Meade también. Y quizás lo hubiera sido cualquiera de los precandidatos que compitieron junto a ella el verano pasado.
Dos opciones de lo acontecido ayer con Gálvez: o no se preparó o sí lo hizo. Ambas respuestas preocupan.
Flaquísimo favor le hicieron sus asesores al prepararla como gallo de pelea. Lo que Xóchitl debía demostrar era que —llegado el improbable caso— podría habernos gobernado. Por lo contrario, siguió las directrices de hombres necios que—en el primer debate presidencial entre dos mujeres— le aconsejaron llamar a su contrincante Dama de Hielo y sin corazón. Odiosos estereotipos con que se castiga la disciplina femenina en la vida pública.
Xóchitl Gálvez coronó con otra torpeza. No tuvo la humildad de reconocer la ventaja irremontable que le lleva su adversaria y descuidó lo que aún era rescatable. De lo perdido, lo que aparezca. No dijo ni pío de las elecciones al Congreso ni buscó evitar la mayoría calificada de Morena. El partido del presidente va en caballo de hacienda a conseguir el temido plan C.
Sorprendió el risueño Máynez. Entendió su papel y jugó a matar a quien sí puede vencer. Contrario a lo esperado, se ahorró frivolidades, apostó a construir una carrera política de mediano alcance y proteger el siete por ciento que lo acompaña. Lo conservará.
Termino con una buena noticia. Si bien el mal desempeño de Gálvez debería desplomarla en las encuestas, no sucederá. Sabemos de cierto que los debates presidenciales no provocan la pérdida (ni la ganancia) de más de 3% de la intención de voto.
La parte baja de la novena entrada se jugará. Jueguen.