Las Fuerzas Armadas y su actividad policial son el hilo conductor de la actual administración en materia de seguridad. También de las anteriores. El Ejército, la Armada y, en los últimos años, la Guardia Nacional, han sido claves en la estrategia del Estado contra el crimen organizado, más o menos agresiva, según quiénes estuvieran al frente del Ejecutivo. 281.209 militares patrullan actualmente las calles del país, un récord histórico. La relación de soldados desplegados y asesinatos registrados da una idea de las dificultades del Gobierno para dar un vuelco al panorama de la inseguridad.
López Obrador inició su mandato señalando que no apagaría el fuego con más fuego, metáfora que recogía sus ideas sobre el tema. Ante la grave crisis de violencia que se vivía en los últimos años del Gobierno de Peña Nieto, el presidente electo planteó un cambio. El Ejército seguiría desplegado, pero ya no en una dinámica de ataque al crimen organizado, sino como garantes de la paz. “Abrazos, no balazos”, dijo varias veces recién ganada la elección, en 2018. Pero, como dice Cecilia Farfán-Méndez, académica de la Universidad de California, experta en crimen organizado y política de drogas, “nadie que estudie estos temas te va a decir que eso es una estrategia, sino un eslogan”.
Es el pecado original, asumir que aquella frase era más que eso. “En América Latina, después de las crisis financieras de los años ochenta, quedó claro que necesitabas economistas para manejar la economía”, argumenta Farfán-Méndez, “pero no hemos visto algo similar en seguridad. Seguimos observando inventos, ocurrencias, armar secretarias, suprimirlas, pero no ves un cuerpo de tecnócratas, en el buen sentido de la palabra, dedicados a la seguridad”, añade. “Cada administración que llega lo cambia todo. Fíjate la cantidad de años de inversión en la Policía Federal, que luego borraron de un plumazo”, continúa.
Si el “abrazos no balazos” era la idea, acabar con la “corrupta” Policía Federal y crear la Guardia Nacional era el vehículo para ponerla en práctica. Además, la Guardia era la solución a las discusiones de aquellos años sobre la actividad policial de los militares, tarea, defendían expertos, académicos y activistas, para la que no estaban preparados. La Guardia, un cuerpo de naturaleza híbrida, entre lo civil y lo militar, reemplazaría con los años al Ejército, cerrando así una anomalía problemática, alegal.
Pero aquello cambió en poco tiempo. López Obrador empujó para que la Guardia quedara adscrita a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), sin supervisión civil. Sus agentes estarían entrenados por militares en instalaciones militares. La vía civil se cerraba. Los militares, defendía –y defiende– López Obrador, son garantía de lealtad y honestidad, afirmación más que cuestionable, dadas las causas abiertas por corrupción y malas prácticas contra decenas de ellos. “El país que reciba la persona que gane ahora en junio tendrá un Ejército mucho más central en las discusiones, más allá de la seguridad. Un actor mucho más fuerte que hace 6, 12 o 18 años”, remata Farfán-Méndez.
Los grupos criminales en México se han convertido en agentes extractivistas. El sexenio de López Obrador inició con una crisis profunda de robo de combustible. Hubo casos extremos. En sus primeros días en el cargo, el mandatario informó incluso de que el Gobierno había encontrado una tubería que salía de la refinería de Salamanca, en Guanajuato, sacando gasolina de manera ilegal. En ese estado y otros, como Hidalgo, el Ejército acampaba directamente sobre los ductos, para evitar el robo. Durante varios días, las acciones del Gobierno contra los huachicoleros –nombre con el que se conoce a los ladrones de combustible– provocaron un desabasto en gasolineras de varios Estados.
Pero entonces, el plan aún respondía al eslogan. A diferencia de lo ocurrido un año antes en Puebla, cuando el Gobierno de Peña Nieto arremetió con todo contra los huachicoleros, militares y acusaciones de ejecuciones extrajudiciales mediante, el nuevo enfoque evitaba la confrontación. Así siguió por un tiempo, después incluso del cobarde ataque contra un grupo de niños y mujeres de la familia mormona Langford-Lebarón, entre Sonora y Chihuahua, en 2019, que dejó nueve muertos. Después de esa y de otras tantas otras masacres las cosas cambiaron y llegaron los abrazos con matices.
“Durante los tres primeros años de la administración, con esta política de no enfrentar directamente a las organizaciones criminales, ellos aprovecharon para expandir su presencia y, por tanto, su control territorial”, dice Eduardo Guerrero, director de Lantia Consultores, empresa dedicada al monitoreo de la criminalidad en el país. “Siento que el Gobierno, cuando se dio cuenta del error y empezó a registrar la expansión de estas organizaciones, cambió de estrategia. Eso fue más o menos en el segundo semestre de 2021. Y lanzaron un ataque contra las cúpulas de muchas mafias regionales”, añade.
Para entonces, las noticias de medio país consignaban la avanzada extorsiva de decenas de grupos criminales. México atestiguó la crisis del pollo en Guerrero, con el asesinato de productores y vendedores, supuestamente por no plegarse a los designios de estas organizaciones; la del limón en Michoacán, cuando grupos ligados al Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y a viejas mafias regionales convirtieron las huertas de Tierra Caliente en el escenario de su guerra; o la de la tortilla en Guanajuato, cuando criminales apuntaron a comerciantes por no pagar la cuota requerida.
“Ahí es cuando se da el cambio de tendencia”, dice Guerrero, en referencia a la curva de asesinatos anuales, que empezó a bajar en 2022. “Teníamos un estancamiento, y después empiezan a bajar. Pero claro, habían sido tres años de mucho descuido y negligencia… En términos de expansión criminal, recuperar esos territorios ya no se logró”, dice el experto, que añade que “en muchos lugares donde ha bajado el homicidio, no se debe a un trabajo de fortalecimiento institucional o mejores prácticas, sino por una dinámica de alcanzar acuerdos con grupos para que ya no peleen”.
Puede que esa agenda de pactos haya llegado más lejos en algunas regiones. La semana pasada, el International Crisis Group, una organización que estudia el crimen organizado, liberó un informe titulado El laberinto de los generales: crimen y militares en México, que asegura, a partir de los dichos de decenas de fuentes, que existirían pactos a nivel regional entre criminales y autoridades para que la violencia de los primeros no sea visible. “En la práctica, esto parece implicar ocultar cadáveres”, reza el informe, que señala un posible caso en Michoacán, en que un grupo criminal habría ocultado los cuerpos de decenas de civiles del CJNG, víctimas de enfrentamientos con el Ejército.
Estos meses de campaña electoral dejan cantidad de propuestas de las candidatas punteras, Claudia Sheinbaum, de Morena, y Xóchitl Gálvez, de la coalición PRI-PAN-PRD. Cercana a López Obrador, Sheinbaum ha evitado desmarcarse de las políticas militaristas del presidente saliente. Ha dicho que la Guardia Nacional permanecerá en la Sedena, aspecto en el que discrepa Gálvez, que apuesta por desmilitarizar la seguridad pública y potenciar las policías locales. Por lo demás, la lógica de ambas es parecida, dejando de lado ocurrencias carcelarias de la segunda, al más puro estilo Nayib Bukele.
“Existe una tentación a seguir fingiendo que las cosas van bien”, dice Falko Ernst, parte del International Crisis Group, bajo el supuesto de que la vencedora sea Sheinbaum, que lleva una ventaja de dos dígitos sobre su oponente. “En todo caso, vemos señales de que se va a hacer un trabajo más metódico, porque seguir fingiendo es difícil. Ambas campañas han apostado por concentrar recursos en zonas violentas”, añade. Según el informe de la organización, el 16% de los asesinatos cometidos en 2022 se registraron en cinco municipios de Guanajuato, Baja California y Sonora.
Ese trabajo metódico al que apuntan ambas candidaturas parece esencial para un cambio verdadero. Sheinbaum ha hecho bandera estos meses de la gran reducción de homicidios que registró Ciudad de México durante sus años de mandato, de 2018 a 2023. Asumiendo que en la capital el aumento de desapariciones no tiene nada que ver con la bajada de homicidios, como han defendido algunos académicos estos años, la escalada de una estrategia local a nivel nacional parece de todas formas complicada.
“A pesar de la controversia por las desapariciones, el gran trabajo en Ciudad de México tiene que ver con la depuración policial, la investigación e inteligencia y luego la coordinación de la policía con la Fiscalía”, dice Eduardo Guerrero. “Pero claro, este trabajo se ha enfocado en contextos urbanos, con un superávit policial importante. Es difícil que estos esquemas den resultado en contextos rurales, de anemia institucional, como Guerrero, Chiapas, Tabasco, Sinaloa o Nayarit”, argumenta.
En los logros del nuevo equipo de Gobierno en materia de seguridad yace su éxito o fracaso futuro. No hay que olvidar, sin embargo, que toda fórmula debe tomar en cuenta la cercanía del crimen con el Estado. “Uno de los grandes problemas que tenemos es pensar que el crimen existe como en una burbuja, separado de lo demás”, explica Farfán-Méndez. “Se usa el andamiaje estatal para realizar actividades criminales”, añade. “Todo va a depender mucho del resultado de intentar controlar las propias fuerzas, en concreto a las fiscalías”, matiza Ernst, que ve en las agencias investigadores verdaderos nidos de corrupción. “El problema más importante es deshacer esos enlaces entre fragmentos del Estado y el crimen organizado, y a la vez crear espacios en las instituciones que permitan operar al margen de estos fragmentos”, zanja.