“Yo sé que hay mucho miedo, pero la rebeldía sigue en mi corazón”. Eso dice María de Jesús, periodista chiapaneca perseguida, quien volvió a México hace unos meses, luego de un exilio forzado en los Estados Unidos. La prensa en el país está bajo asalto. Lleva años así. Las cifras son conocidas, pero siempre habrá quien intente minimizarlas. Según datos de la organización internacional Artículo 19, dedicada a defender la libertad de expresión, 164 periodistas han sido asesinados en México desde el año 2000, 44 de ellos en el sexenio del actual mandatario, Andrés Manuel López Obrador. Número, por cierto, muy similar a los registrados en los periodos de Enrique Peña Nieto (47) y Felipe Calderón (48). En el mismo periodo se han documentado más de 600 agresiones de todo tipo, según la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
“Yo elegí ser periodista en Sinaloa y todos los días salgo de mi trabajo pensando que quiero una vida mejor para mí y para mi familia”. Esto dice Marcos, quien comenzó a ser reconocido en el resto del país por haber puesto en riesgo su vida al cubrir el culiacanazo. México se ha mantenido consistentemente como uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo, en una escala similar a regiones en pleno conflicto armado, como Siria, Ucrania o Palestina. Porque las agresiones pueden alcanzar el homicidio, sí, pero incluyen además las amenazas, el hostigamiento y el desplazamiento forzado. Existe desde 2012 un mecanismo oficial de protección a defensores de los derechos humanos y periodistas, operado por la Secretaría de Gobernación, pero fuera de algunos casos puntuales no parece haber marcado una diferencia en el tema. La violencia contra la prensa, en especial contra la independiente y la que trabaja desde fuera de las grandes capitales, sigue adelante, como si nada.
“El periodismo debe incomodar, el periodismo no es para aplaudir, el periodismo no es para echar flores […], debe causar algo en la gente. Si no, no se está haciendo bien”. Eso dice Jesús, reportero morelense de radios comunitarias, especializado en medio ambiente, quien ha visto ser asesinados a defensores del territorio con los que trabajaba estrechamente. Alrededor de los crímenes y las presiones (amén de la depauperación en las condiciones de los trabajadores) se da un juego muy perverso. La clase política en general, desde los mandatarios hasta el último de los alcaldes, pasando por funcionarios de todos los niveles, se complace en increpar a los periodistas y en culparlos de los males que sus administraciones no pueden o quieren resolver, mientras los grupos criminales (o lo que llamamos “grupos criminales” en un escenario en que las líneas que los separan del poder institucional y empresarial resultan muy porosas) actúan en una impunidad casi total, que alcanza el 99 por ciento de los casos. Y, mientras la prensa es perseguida, acosada, arrinconada, expulsada y muerta, cunde el silencio. Pocos, fuera los propios medios, hablan de esta campaña de mutismo forzoso. Los funcionarios más locuaces se vuelven lacónicos o burlones cuando se trata de condenar la violencia contra los periodistas. Y la sociedad, las sociedades que conforman México, se ocupan en la supervivencia diaria y voltean a otra parte, acaso convencidas por los infundios de los políticos de que las víctimas “se lo estaban buscando”.
“Hay momentos en que me río, otros que lloro. Tengo momentos en que me veo como un pendejo. Otros, como alguien que no sabe dónde va. He llegado a pensar que no vale la pena […] pero creo que se puede hacer mucho por tratar de cambiar la mentalidad de nuestra sociedad, que no sea tan apática, que vea y que analice bien la situación, que exija”. Eso dice Juan de Dios, quien tuvo que exiliarse por las amenazas de cárteles y grupos contra su trabajo en Quadratín Chiapas. ¿Cómo dimensionar esta violencia, cómo ponerla en la mesa de discusión? Hay una reciente y poderosa apuesta al respecto. Estado de silencio es un documental, dirigido por Santiago Maza, y producido por La Corriente del Golfo, que aborda las historias de un grupo de periodistas mexicanos que han sido y aún son acosados y perseguidos.
El documental se estrenó, la semana pasada, en el Festival de Tribeca (Nueva York), en Londres y en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara. No fue sencillo el camino para llegar a las pantallas. Ni siquiera estar impulsado por dos de las estrellas de cine mexicanas más reconocidas del planeta, los actores Diego Luna y Gael García Bernal (productores ejecutivos, junto al periodista holandés Joris Debeij), consiguió que los inversionistas aceptaran sumarse al proyecto. El tema de la libertad de prensa levanta demasiadas dudas en esta época de persecuciones gubernamentales, odio político y fake news diarias y mañaneras.
El documental, sin embargo, se completó y estrenó y no solo es que valga la pena verlo: se diría que es de revisión obligada. Formalmente es impecable, con un ritmo que va de lo avasallador a lo íntimo y reposado. Hay numerosos testimonios de especialistas en el tema, de periodistas veteranos y opinadores de gran nivel, pero el foco se centra en las historias de vida del sinaloense Marcos Vizcarra, el morelense Jesús Medina y los chiapanecos (y esposos) María de Jesús Peters Pino y Juan de Dios García Davish. Hay un hilo común entre todos: se trata, como ya se ha dicho, de periodistas ajenos a las grandes capitales, quienes se han convertido en blanco de agresiones al cubrir temas que afectan a sus comunidades, ya sean la violencia criminal en Sinaloa o Chiapas, o la lucha por la conservación del territorio y los recursos en Morelos. Las consecuencias son evidentes: Juan de Dios, María y Jesús tuvieron que dejar sus lugares de residencia ante las repetidas amenazas a sus vidas. Marcos, por su lado, se ha encontrado atrapado en episodios de violencia, y a merced de criminales armados.
A través de charlas con los protagonistas, que se extienden a través del tiempo y los acompañan en sus peregrinajes para defenderse y seguir con su trabajo, o en su intento por sobrevivir, el documental no se queda en la denuncia abstracta, sino que aterriza el dolor, la zozobra y la soledad de cientos de periodistas en los problemas concretos del grupo. Hay una agradecible sensibilidad del director para captar a los personajes no solo en la trinchera y el riesgo, no solo en sus lúcidas reflexiones sobre la importancia social de su trabajo, sino tras bambalinas, en su vida privada, agobiados por su destino y el de sus parejas, hijos, familias.
Otra agudeza consiste en mostrar la indiferencia e hipocresía que han esgrimido quienes mandan en el Estado mexicano a través de los años. Basta colocar las palabras directas y los gestos reales de los líderes políticos, sin editorializar, y contrastarlos con los testimonios de los perseguidos y de los deudos de los asesinados (se presentan, por ejemplo, unas breves y emotivas intervenciones de Griselda Triana, la viuda de Javier Valdés) para revelar las grietas inmensas y la malicia del discurso oficial. Porque cambia el color del partido de los gobernantes, sí, pero la campaña del poder contra la verdad no se apaga.
Estado de silencio pone un reflector en torno a la violencia contra los periodistas y el ataque que representa contra nuestras libertades. Nos toca a nosotros verlo y escucharlo, y, sobre todo, verlos y escucharlos a ellos, a los reporteros que se juegan la vida. Y recordar que, aunque los políticos digan otra cosa, se la juegan por nosotros.